El mal (36 page)

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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

Al menos, el cadáver aún no estaba rígido.

¿Por qué ahora no lograba dejar su mente en blanco?

* * *

Mathieu avanzaba junto a Edouard en medio de un silencio incómodo que no había previsto. Al contrario que él, el joven médium se mostraba ahora, fuera del entorno esotérico, como una persona introvertida, y aceptar la compañía de Mathieu de camino a casa ya suponía mucho para él. Por eso Mathieu tomó la iniciativa en aquel primer contacto, prometedor pero todavía demasiado provisional.

Antes de plantearse nada más, lo prioritario era asegurarse de si Edouard era gay. Se trataba de una cuestión fundamental para evitar violentos malentendidos. Porque no había duda de que, debido al nexo de unión que suponía la Puerta Oscura, iban a verse con cierta frecuencia.

Mathieu decidió ir al grano, así que desveló la estratagema de la que se había servido para provocar aquella situación:

—No vivo cerca de tu casa —se sinceró de golpe—. Mi casa está mucho más lejos, ¿sabes?

Edouard lo miró a los ojos durante un instante, alzando la cabeza, pues era bastante más bajo que Mathieu. A este le impresionó el interés auténtico que se percibía en las pupilas de su acompañante. Los ojos de Edouard estaban acostumbrados a observar con detenimiento, a analizar. En el fondo, Mathieu tuvo que reconocer que resultaba agradable que alguien se fijase en uno con tanta atención.

Y eso que él, debido a su altura, su complexión atlética y sus facciones agraciadas, estaba acostumbrado a que lo mirasen, no podía negarlo. Pero la forma en que lo hacía Edouard era muy diferente: percibía en su gesto un análisis que iba más allá de lo físico, de lo superficial. Mathieu, sin saber por qué, tuvo la impresión de que aquel chico delgado y discreto, de semblante suave, podía extraer de una simple mirada mucho más sobre él de lo que otros conseguían después de varias veladas juntos.

Los ojos de Edouard se adentraban en uno lentamente. Era una sensación extraña pero no irritante, quizá originada por el propio aspecto sereno, delicado, del joven médium, que impidió a Mathieu sentirse avasallado.

El muchacho se sorprendió comparando las miradas de Edouard con el tacto cuidadoso de una caricia, una imagen que jamás habría imaginado que saldría de él, pero que, en cualquier caso, se le antojó fiel a lo que experimentaba frente al joven médium.

Nunca había conocido a un chico así.

Aquellos segundos de mutua observación le permitieron a Edouard calibrar su respuesta.

—Lo imaginaba —terminó diciendo, conciso—. Imaginaba que no vivías cerca.

Mathieu asintió, valorando el alcance de aquella contestación, que implicaba una complicidad muy sugestiva. No obstante, temeroso de precipitarse en sus conclusiones, decidió obligarle a que fuera más claro, a que mostrase su juego sin tapujos:

—Entonces, ¿por qué has aceptado que te acompañara?

Aquella pregunta ofrecía menos margen de maniobra. Edouard, tal vez por una creciente timidez, había acelerado el paso y simulaba fijarse en los escaparates de las tiendas cerradas junto a las que caminaban. Mathieu, respetuoso, aguardó su reacción.

—Me has... me has caído bien —susurró Edouard.

A Mathieu no le satisfizo en absoluto aquella contestación tan poco comprometida. Decidió contraatacar:

—Nos hemos estado mirando, Edouard. Durante toda la reunión.

El aludido no hizo ningún comentario; se limitaba a continuar, mirada al frente, con unas zancadas regulares que ahora habían adquirido la cadencia acelerada de un nerviosismo teñido de rubor.

Mathieu lo obligó a detenerse cogiéndolo del brazo con suavidad. A su lado, el joven médium, con su altura que debía de rondar el 1,70 y su delgadez, parecía diminuto.

—¿Por qué nos está costando tanto reconocer que ya nos habíamos visto? —planteó Mathieu en tono apaciguador—. Lo sabes tan bien como yo, Edouard. Lo noté en tu reacción cuando nos encontramos en el palacio de Laville. Tú me reconociste, no lo niegues.

Edouard suspiró. Se le veía intimidado, pero al mismo tiempo no eludía la franqueza de Mathieu. Se soltó de él con delicadeza, aunque mantuvo la proximidad.

—Sí —concedió por fin—. Me resultaste familiar. Es cierto.

Mathieu no esperó para lanzar su siguiente andanada:

—Tú a mí también. La diferencia está en que tú sí sabes de qué nos conocemos, ¿verdad?

Edouard dio un respingo.

—¿Por qué dices eso?

Mathieu sonrió, ladino.

—Porque, al contrario que yo, tú pretendías ocultarlo. Si no supieras dónde nos hemos visto, no habrías tenido inconveniente en reconocerlo.

Por primera vez en todo el camino, Edouard se atrevió a esbozar una sonrisa.

—Qué sagaz —comentó, admirado.

—Son muchas horas de vuelo interpretando señales en la actitud de los chicos —confesó Mathieu, no demasiado seguro de que ofrecer una imagen así a sus diecisiete años fuese algo positivo ante el joven médium—. Ya ves. ¿Me vas a decir ya dónde hemos coincidido? Yo no consigo recordarlo.

—Lógico —observó el otro en tono divertido—. Al contrario que tú, yo paso inadvertido en los sitios con mucha gente. De hecho, ni se me ve.

En aquellas últimas palabras se apreciaba una cierta resignación.

Mathieu tomó buena nota de aquellos comentarios, no tanto por el halago que suponían para él, sino por lo que implicaba el hecho de que su físico de atleta hubiera provocado en Edouard un recuerdo persistente.

Eso confirmaba dos cuestiones importantes: la primera, que Edouard se fijaba en los chicos; la segunda, que Mathieu le había impresionado en su momento.

Aquello prometía cada vez más.

—Bueno —procuró suavizar él—, no eres alto, pero estás muy bien proporcionado.

Edouard pareció algo avergonzado ante aquellas palabras, las descartó con un ademán tajante. A Mathieu le sedujo todavía más esa ingenuidad que emanaba de aquel chico, tan distinta de otros a los que había conocido a través de chats, perfiles de internet o garitos de ambiente.

Parecía imposible que Edouard fuese dos años mayor que él.

—Nos conocemos del Amnesia —reconoció el joven médium—. Hemos coincidido allí alguna vez, pero es difícil que te acuerdes de mí.

—No creas. Aunque no te había ubicado, al menos me sonabas. ¿Y vas a menudo... por esos sitios?

Edouard sonrió.

—Sí, bastante a menudo.

Así que frecuentaba el Amnesia, no se trataba de visitas puntuales que pudiera verse obligado a hacer arrastrado por su grupo de amigos. Mathieu acababa de lograr, gracias a aquel dato, la confirmación que buscaba. Edouard era gay.

CAPITULO 29

Marguerite Betancourt irrumpió en el vestíbulo del Instituto Anatómico Forense. Su collar de amatistas producía chasquidos al bambolearse sobre su pecho. En pocas zancadas salvó la distancia que la separaba del mostrador donde aguardaba una secretaria muy joven de aspecto adormilado —debía de ser nueva, no la había visto nunca—, a la que avasalló con su porte enérgico.

—Buenas noches —saludó—. ¿Puedo hablar con el doctor Laville?

—En este... en este momento no —respondió la chica, algo intimidada por aquella visita tan imperiosa, retrocediendo ligeramente mientras levantaba los ojos de unos papeles—. Está ocupado en una autopsia. Si me deja sus datos, la llamará cuando termine.

—Pero es que es muy urgente. Tengo que hablar con él ahora.

La secretaria pareció molesta ante aquella aclaración, la detective no supo si por su insistencia o por el tono acuciante que acababa de emplear al manifestarla.

O a lo mejor por alterar la serenidad de una noche aburrida.

—Son las normas, señora —la chica se había erguido, adoptando una pose impertinente—. Ahora el doctor no puede atenderla. Tal vez la forense de guardia pueda servirle... pero ha tenido que salir, no sé cuánto tardará.

Las normas, siempre las normas. La detective suspiró, no tenía tiempo para niñas contrariadas.

Además, acababa de caer en la cuenta de dónde se encontraba aquella otra doctora. En el
lycée
Marie Curie. Claro.

—No, señorita, esa forense no me serviría aunque estuviera —repuso, obstinada—. Y tampoco puedo perder más tiempo. Conozco muy bien este edificio, así que —le enseñó la credencial de la policía— haga el favor de indicarme en qué sala de autopsias está el doctor. No hace falta que me acompañe.

—Pero...

Estaba claro que la inexperiencia había puesto en un brete a aquella chica. Como Marcel Laville era el director del centro, ella tenía miedo de fastidiarla dejando pasar a aquella enorme mujer. ¿Y si luego se ganaba una bronca por haberlo permitido? Pero no tuvo valor para seguir impidiendo el paso de Marguerite, sobre todo después de comprobar que trabajaba para la policía.

—Sala dos, primer sótano.

—Gracias.

Marguerite se dirigió a las escaleras y poco después —ahora con algo más de delicadeza— se asomaba a la sala donde Laville, enfundado en su bata verde, enguantado y con el rostro oculto tras unas enormes gafas y una mascarilla, procedía a trepanar un cuerpo masculino de mediana edad y complexión escuálida.

—Hola, Marcel.

El forense detuvo sus movimientos y se giró hacia la recién llegada. Incluso escondido tras aquel vestuario que parecía el uniforme de campaña para una guerra bacteriológica, la detective percibió el gesto de resignación que adoptaba su amigo.

Lo que Marguerite no podía imaginar es que la contrariedad de su amigo no respondía al incumplimiento de las normas por parte de ella, sino a la inoportunidad de su visita, en un momento en que él acababa de enviar a sus colaboradores a encargarse del cadáver que había escondido Pascal. Su móvil, en el bolsillo de la bata, aún estaba caliente.

Por un instante, el médico se planteó si la detective habría descubierto el cadáver del secuestrador, pero rechazó aquel temor; su compañera forense había acudido a una muerte en el
lycée
Marie Curie, así que lo más probable era que su amiga viniera de allí. Conocía su predilección por aquel instituto que tanto los había unido.

—Marguerite —empezó—, sabes muy bien que...

—Sí, lo sé —le cortó ella, esbozando la mejor de sus sonrisas—. ¿Podemos hablar? Seguro que Cotin no se queja por tener que esperar un poco...

Ahora el doctor movía la cabeza hacia los lados. La detective supo que su amigo no se estaba negando, sino rindiéndose a ella. Se conocían demasiado bien como para que él pretendiese combatir su terquedad.

—Como siempre —recalcó él, con aquella voz estrangulada por la presión de la mascarilla—. Espérame en mi despacho mientras termino de pesar estos órganos. No tardaré.

—Eres un encanto, Marcel.

Marguerite desapareció de allí. A los pocos minutos, ambos se encontraban sentados frente a frente, separados por una mesa de madera demasiado funcional para resultar bonita, sobre la que descansaban diversos accesorios de oficina y un par de carpetas con expedientes. Una lámpara metálica dejaba sus rostros a media luz.

—¿Un café? —ofreció Marcel, mientras se levantaba de su asiento para dirigirse a una máquina de bebidas que había en el pasillo—. Yo lo necesito.

—Me vendrá muy bien, gracias. Cortado, ya sabes.

El forense volvió enseguida. Cerró entonces la puerta del despacho y, después de alargar a su amiga el vaso humeante de plástico, se acomodó en su sillón con el suyo.

—Qué sorpresa tan... agradable —Marcel había prolongado intencionadamente aquella pausa, exagerando el esfuerzo por encontrar el adjetivo con el que calificar la aparición de Marguerite. Logró su propósito y la detective se echó a reír al captar el sarcasmo.

—Seguro que te ha hecho ilusión verme esta noche —comentó ella, compartiendo su ironía.

—Siempre es un placer. Molesto, incómodo, pero un placer. Eres un encantador coñazo. Dime qué te trae por aquí.

—Por cierto, me ha extrañado verte trabajar sin ayudante —comenzó Marguerite—. Nada menos que un director de amplia trayectoria encargándose de todo en una autopsia. No es habitual.

Marcel sonrió, acostumbrado a los calculadores comentarios de su amiga. Incluso en aquel punto, en la fase introductoria de la conversación, tuvo en cuenta que debía medir muy bien sus palabras.

—A estas horas tenemos muy poco personal —explicó—. Y ya sabes que me apasiona mi trabajo. Se trabaja muy bien solo, tú lo sabes mejor que nadie.

—Bueno, mi caso es distinto. Tú no tienes jefes estúpidos.

Marcel no pareció muy convencido de aquella afirmación.

—Eso habría que comprobarlo.

—De todos modos —aquel comienzo puso en guardia a Marcel—, lo que más me sorprende es que estés trabajando esta noche, cuando no tenías guardia.

—Siempre tan bien informada —ganó tiempo él—. Es cierto, hoy le toca a una compañera.

—¿Entonces? No creo que tu pasión por diseccionar, como la has calificado, llegue a tanto como para que le dediques también tu tiempo libre...

Marcel bebió un sorbo de café mientras se pasaba una mano por su pelo grisáceo. Marguerite siempre había pensado que aquella tonalidad en su cabello, salpicado de múltiples hebras color ceniza, le otorgaba un aire de lo más interesante. Sí, su amigo era un tipo atractivo, que además se conservaba en una envidiable forma física. Marguerite se preguntó cómo lo conseguía, cuando su trabajo era más bien sedentario y no le constaba que practicara ningún deporte.

Marcel y sus misterios.

—¿No te ha ocurrido que en ocasiones te apetece ponerte a trabajar porque te relaja? —planteó Marcel—. Cuando te concentras en trabajar, te distraes. Y eso viene bien.

Marguerite se le quedó mirando, valorando el contenido real de aquellas palabras.

—Sí, a veces pasa —concedió suspicaz—. ¿Y puede saberse qué es lo que te preocupa tanto que te ha traído hasta aquí esta noche? ¿Qué te ha obligado a salir de casa?

Marcel sonrió.

—Esto parece un interrogatorio, Marguerite.

—No, es una simple charla.

Marcel inició su propia ofensiva, destinada a distraer la atención de su amiga:

—A mí no me correspondía esa autopsia... ni a ti el caso Pierre Cotin, si no me equivoco —acusó—. No sé a qué viene tanto interés por un cutre asunto de drogas. Creía que tus preferencias eran otras.

Ahora fue ella la que apuró su vaso de plástico. Lo depositó en la mesa con fuerza antes de enfocar con sus pupilas inquisitivas al forense.

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