El mal (51 page)

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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

No obstante, tampoco dispuso de demasiado tiempo para barajar posibilidades sobre aquel enigma. La radio del coche patrulla junto al que se encontraban empezó a emitir un aviso de lo más sorprendente: unos vecinos del distrito VIII de París habían avisado a la policía afirmando que extraños fenómenos se estaban produciendo en su casa: muebles que se movían solos, gritos...

«Hay noches aciagas», pensó la detective Betancourt. «No es la primera vez».

Aquel aviso no era asunto de Marguerite. Pero le dio igual; incluso aunque en esta ocasión no encontrara la forma de justificar su intromisión, estaba dispuesta a acudir. Además, conociendo la forma de funcionar de la policía ante requerimientos así de absurdos —y más en noches complicadas como aquella—, tardaría bastante en presentarse alguna unidad en el domicilio afectado, así que ella tenía muchas posibilidades de ser la primera en llegar.

Hasta hacía poco se habría reído de un aviso así, y no hubiera aceptado acercarse ni por un millón de euros. Odiaba las pérdidas de tiempo y los temores supersticiosos. Pero algo en su interior iba cambiando. Ella ya no era la misma, los últimos casos a los que se había enfrentado la habían transformado más de lo que estaba dispuesta a reconocer.

Pensó que necesitaba acudir a aquella presunta emergencia para descartar explicaciones no racionales. Así recuperaría la convicción de que el mundo continuaba como siempre, rigiéndose por parámetros tangibles: la convicción, en definitiva, de que a los malos se los podía detener y encerrar sin más armas que las que ella tenía a su alcance.

Marguerite encendió un cigarrillo.

Había llegado el momento de averiguar dónde estaba Marcel. Porque iban a acudir juntos a esa nueva cita. Si hacía falta, lo llevaría a rastras. Pero ambos iban a comprobar qué estaba ocurriendo en esa casa.

* * *

Jules dejó de contemplar los últimos vestigios del atardecer desde la ventana de su habitación y se sentó en la cama. Hacía rato que había anochecido, y se aproximaba la temida hora de la cena, momento inevitable en el que tendría que exhibir una normalidad ante su familia que minuto a minuto le iba pareciendo más difícil de aparentar. Cada vez resultaba más arduo engañar a la mirada alerta de su madre. Jules debía impedir que ella se percatara de la realidad, algo a lo que no ayudaba el hecho de que apenas hubiese salido de su cuarto en todo el día, inquieto como un animal enjaulado ante la creciente cercanía de la noche.

Tal vez lo era. Un animal enjaulado... que aguarda el crepúsculo para escapar de su cautiverio.

Jules se dedicó a escuchar la música que había puesto en su ordenador,
Evanescence.
Seguía con los labios la letra de aquellas canciones, recuperando de su memoria imágenes mucho más pacíficas que las que conformaban su presente.

Ahora podía confirmar que para disfrutar de la belleza indómita de la noche había que estar dispuesto a sufrir su hostilidad.

La noche era salvaje
.

Jules volvió a enfocar sus pupilas hacia la ventana. A pesar de que la reciente oscuridad había activado la energía de su cuerpo, sabía que para cuando llegase la medianoche, él ya habría caído una vez más en el peligroso letargo. Tenía que hacer algo. Antes de que fuese demasiado tarde.

De momento, no había descubierto ninguna noticia sobre algún cadáver hallado en París ni en periódicos, ni en la radio ni en internet. Todavía se planteaba en serio que la sangre con la que se alimentara la noche anterior tuviese un origen menos delictivo.

Él no lograba concebir que hubiera matado a nadie.

Pero ahora llegaba otra vez la noche, y él había vomitado por la mañana buena parte de la sangre desconocida. ¿Exigiría su cuerpo, por ello, una nueva dosis en aquella inquietante velada que se abría a la madrugada?

«Tengo que hacer algo», se repitió. «Algo que impida mis movimientos cuando pierda la consciencia».

Llegaba el instante de pensar solo en él. No había recibido noticias de sus amigos, así que dedujo que todavía se encontraban en el palacio de Le Marais. Deseó suerte al Viajero desde la prisión de su propio cuerpo contaminado. Jules no podía acompañarlos en aquel nuevo viaje. Estaba inmerso en su propia batalla.

Enseguida tendría que acudir a la cocina, donde ya aguardaban sus padres. Miraba por todos los rincones de su dormitorio. ¿Qué buscaba?

Algo con lo que bloquear la puerta de su habitación cuando regresara de la cena.

De repente cayó en la cuenta del riesgo que suponía incluso la ventana. El piso era alto, sí. Pero... ¿podía un vampiro deslizarse por la atmósfera nocturna? ¿Podía volar?

Recordando el relato del secuestro de Michelle, llegó a la conclusión de que sí.

Jules tragó saliva, intimidado ante tantos frentes abiertos. ¿Dispondría él ya de aquella capacidad?

No estaba dispuesto a arriesgarse, así que también debería ocuparse de obstaculizar aquella vía.

Jules se sintió superado por las dificultades. ¿Cómo conseguiría imponerse a su lado oscuro? En el fondo, aquella sombría confrontación lo obligaba a luchar consigo mismo.

Ahí radicaba la auténtica tragedia.

Un ligero hormigueo por las piernas le advirtió de que el proceso de aletargamiento había comenzado. Debía cenar pronto, antes de perder el control y quedar en evidencia ante sus padres.

Salió de su habitación secándose las lágrimas que no había logrado contener. Y eso que, en lo más recóndito de su ser, continuaba apreciando una sobrecogedora hermosura en la oscuridad que lo iba consumiendo.

No podía renunciar a su alma gótica, del mismo modo que los románticos sucumbían con heroica fidelidad a su trágico destino a pesar de intuirlo de antemano, negándose a traicionarse a sí mismos con tal de salvarse.

Jules amaba la noche, aunque no el Mal que se cobijaba en ella.

¿Demasiado tarde para rectificar?

CAPITULO 39

Se encontraban todos en el sótano del palacio, junto a Edouard, al que habían puesto al corriente de los últimos hallazgos. El rostro de Michelle ofrecía ahora un aspecto demacrado que habría encajado mejor con el ya habitual semblante enfermizo de Jules Marceaux. Dominique se había enfrascado de nuevo en el ordenador para recuperar unos archivos con información sobre dónde habían enterrado a Marc, pero el joven médium no prestaba mucha atención, más pendiente de explicar a Mathieu el proceso de los trances. Entre ellos dos se percibía una complicidad que ya no era un secreto para nadie.

—Pascal debe volver rápido —avisó entonces Daphne, pendiente de un reloj de cadena que consultaba cada poco rato—. Pronto tendréis que volver a casa. Espero que el Viajero cumpla el plazo.

Todos tenían muy en cuenta que era vital no levantar sospechas entre quienes los rodeaban, lo que implicaba necesariamente cumplir a rajatabla sus obligaciones familiares y académicas. Hasta el punto de que ninguno de ellos había sido hasta entonces mejor hijo ni mejor alumno de lo que lo estaba siendo. Como nunca antes habían ocultado tantos secretos a sus padres. Curiosa paradoja.

—Cumplirá —aventuró Marcel, convencido—. Pascal se toma muy en serio su rango. Cumplirá.

—Eso espero —rezongó la vidente.

En aquel momento se dejó escuchar un ronroneo apagado. Se trataba del teléfono móvil de Marcel.

—Perdonad —se disculpó mientras salía de aquella estancia prolongando la rítmica cadencia de los zumbidos.

Dominique estudió la pantalla de su propio móvil, que no ofrecía cobertura. «Vaya, a este sótano sí llegan determinadas señales...», se dijo intrigado.

Una vez fuera, Marcel contestó:

—Hola, Marguerite.

—Hola, Marcel. Qué raro no verte por aquí.

La detective no estaba dispuesta a desperdiciar segundos, así que fue al grano.

—¿Por aquí? —aquella premura en llegar al meollo del asunto había desorientado al doctor—. ¿Dónde?

Por el sonido de fondo que alcanzaba a distinguir Marcel, su amiga se encontraba en la calle.

—Cerca del domicilio de Pascal Rivas. Está siendo una noche movidita, ¿sabes?, como podrá confirmarte tu compañero forense de guardia. Tenemos un nuevo muerto. Por eso te esperaba, siempre pareces tener un radar para predecir estas cosas...

Cerca de la casa del Viajero.
De nuevo la firma de Verger, dedujo Marcel con turbación. El Guardián, pillado fuera de juego, decidió ganar tiempo:

—Como ya te he dicho en más de una ocasión, contigo es imposible acertar. Si aparezco en la escena de un crimen sin estar de guardia, te parece mal. Y, por lo que veo, si no aparezco, también.

—Chico, qué aburrimiento —se quejó ella—. Tienes respuesta para todo. Oye, tengo otro aviso interesante. ¿Me acompañas y te voy contando los detalles?

Marcel titubeó.

—Es que me pillas... en un mal momento —se excusó—. Dame algo de tiempo. Más tarde nos vemos. ¿De acuerdo?

Aquellas palabras no hicieron ninguna gracia a la mujer, pues acentuaron su convencimiento de que, en efecto, Marcel no había hecho acto de presencia en la escena del suicidio de aquella noche porque tenía otro asunto entre manos. Y eso casi la preocupaba más que el resto de los acontecimientos.

—¡Pero te necesito ahora! —insistió—. ¿Tú, rechazando una oferta semejante? Si ni siquiera es tarde...

—Te llamo dentro de un rato. No tardaré, te lo prometo.

La oyó refunfuñar a través del teléfono.

—Pues tú te lo pierdes —advirtió, molesta—, porque además este segundo aviso te habría gustado.

La detective sabía cómo vencer las reticencias de su amigo, cómo intrigarlo lo suficiente.

Marcel suspiró, intuyendo su derrota.

—Dime de qué se trata.

—Un misterioso caso de fenómenos paranormales —comunicó Marguerite—. Algo en un baño, y cosas que se mueven solas... ¡No me digas que eso no te encanta!

La detective no podía imaginar hasta qué punto aquella información le interesaba al forense. Incluso más que la muerte que había tenido lugar esa noche.

«Así que Pascal sigue en el nivel de los fantasmas hogareños», concluyó Marcel, preocupado. «Y, en contra de lo que pactamos, ha interferido».

—Cómo quedamos —dijo con voz neutra.

—¡Así me gusta! Si estás en tu casa, te recojo allí en diez minutos.

—No, mejor nos vemos en el domicilio del aviso, ¿vale? Iré en mi coche.

«O sea, que no estás en casa», dedujo ella, cada vez más picada por la curiosidad.

—Vale —aceptó—. ¿Tienes para apuntar?

En cuanto colgó, Marcel se apresuró a volver hasta el sótano donde permanecían los demás. En pocos minutos, los puso al día de las novedades.

—Es Pascal —convino Daphne en cuanto escuchó los indicios facilitados por la detective—. ¿Por qué, si no, iba un fantasma hogareño a delatarse ante un vivo? ¡No lo hacen nunca! Y precisamente esta noche...

—Estoy de acuerdo —apoyó Marcel—. Ha debido de surgirle algún problema. Quédate aquí para supervisar el retorno del Viajero; yo debo irme para allá. Aunque tus capacidades nos vendrían bien...

Daphne descartó aquella última observación con la cabeza:

—No me necesitas, tienes a Edouard. Es un superdotado para detectar presencias de hogareños. Él te acompañará.

La maestra se giró hacia el chico, cuyos nervios se habían puesto a flor de piel ante aquella inesperada prueba.

—Bueno, Ed, ha llegado el momento de que demuestres si eres un verdadero médium. Es tu oportunidad. Gánate tu pertenencia a la Hermandad.

Edouard asentía con determinación mientras se ponía de pie, aún envuelto en el vértigo de la precipitación con la que se desarrollaban los acontecimientos. Todos se levantaron también a su alrededor, experimentando una sensación compartida de ansiedad, de nerviosismo.

—Recuerda que los avisos siempre llegan así —concluyó Daphne—, con la misma rapidez con la que a un mar en calma puede suceder el tormentoso oleaje de una galerna. Por eso hemos de estar siempre preparados. Forma parte de nuestro destino.

La bruja se abstuvo de añadir que el olvido de aquella premisa había sido tal vez la causa de la muerte prematura de Agatha la Serena, de Dionisio... y quizá de Francesco Girardelli. Ni siquiera durante el sueño podían bajar la guardia.

Mathieu palmeaba en aquel instante la espalda del joven médium.

—Seguro que lo haces fenomenal —dijo guiñándole un ojo—. Ya nos contarás a la vuelta.

Edouard, esbozando una sonrisa poco firme, se volvió hacia el Guardián, que le esperaba junto a la puerta.

—Ya estoy —comunicó.

—Seguimos en contacto —dijo el forense mientras se despedían—. Si Pascal vuelve antes que nosotros, alguien os acompañará hasta la salida. Acordaos de seguir las normas de seguridad al marcharos.

* * *

Pascal había aterrizado en el gélido suelo de baldosas del baño y se sorprendió al comprobar que en su caída había arrastrado una jabonera que ahora permanecía tirada junto a él, origen de los gritos de la mujer que se secaba el pelo. Ella se había apartado espantada en cuanto percibió los primeros fenómenos extraños, y abrazada a su marido, que había acudido con rapidez, se mantenía junto a la puerta de la habitación. Habían llamado a la policía, aunque Pascal deseaba que, con un poco de suerte, los tomaran por locos y no acudiera ningún agente a hacer comprobaciones. No obstante, aquella señora parecía tan insistente...

El Viajero no pudo prestarles más atención, no había sido el único en traspasar aquel umbral; su agresor, un fantasma hogareño masculino de avanzada edad que aguardaba de pie junto al lavabo, también se encontraba allí, y con cara de pocos amigos. Sus ojos vidriosos chispeaban de furia. Ambos se contemplaban con gestos calculadores, como si no estuviese presente nadie más que ellos en aquella escena.

Mientras tanto, el matrimonio no despegaba sus ojos asustados de la jabonera volcada sobre las baldosas, lo que indicó a Pascal que al menos no podían verlos ni oírlos. Ralph, por su parte, se mantenía al otro lado del cristal, convertido en un involuntario testigo, dado que él no podía acceder al mundo de los vivos.

—¡Cuidado! —le advirtió el suicida.

Pascal había logrado levantarse justo a tiempo de descubrir la siguiente maniobra del espíritu que, sin alterar su mutismo, había encontrado una bolsa con cuchillas de afeitar. El hogareño no dudó en coger la primera de ellas entre sus dedos, de una forma que recordó a Pascal la técnica con la que los ninjas preparaban el lanzamiento de sus temidas estrellas. Con un movimiento rápido, el ente disparó contra el Viajero la cuchilla, que terminó incrustada en el trozo de pared junto al cuello de Pascal. El chico supo hasta qué punto había acertado en su comparación y se dio cuenta de que tenía que reaccionar antes de que el fantasma hogareño se armase con un nuevo proyectil, así que saltó sobre él procurando pillarlo desprevenido.

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