El médico de Nueva York (21 page)

—Vaya mierda. ¿No me engañas?

El Gordo sacó una bolsa del bolsillo del abrigo y se la tendió al irlandés.

—Diez soberanos. ¿Basta con esto para que de momento estés tranquilo?

Hickey sacudió la bolsa.

—Adoro el tintín del oro. Por diez soberanos estaré tranquilo toda la noche. —Abrió la bolsa y miró su interior. Dado que había sólo media luna y el farol más cercano estaba apagado, le resultó imposible distinguir algo. Le encantaba incordiar al Gordo de vez en cuando—. No temas, confío en ti.

Se dirigieron hacia los caballos. Se oyeron los maullidos de unos gatos. La cabalgadura del Gordo se alejó espantada de la yegua.

—Tranquilo, tranquilo, maldito seas —gruñó el Gordo mientras montaba―, o te envío al carnicero.

De pronto a Hickey le pareció oír un gemido. Miró alrededor. Volvió a oírlo y de repente vislumbró una figura a lo lejos, en el astillero. La silueta desapareció enseguida. Hickey se santiguó.

—Bendito sea el Señor.

Ya no oía nada más que el murmullo de las olas al chocar contra los muelles.

—¿Qué ocurre? —preguntó el Gordo impaciente. Se había dado la vuelta para mirar en la misma dirección que Hickey.

—¿Lo has visto?

—¿Qué? ¿Dónde?

—Allá. Era una
banshee.
[2]
¿Sabes qué ocurre cuando aparece una
banshee?

—No, lo ignoro.

—Uno de nosotros va a morir.

El irlandés volvió a santiguarse, incluso se besó el pulgar, una costumbre infantil que ya casi había olvidado.

El Gordo, si bien se sintió incómodo al principio, pareció divertirse. Nunca había visto a Hickey tan asustado.

—Todos vamos a morir. Vosotros los católicos os tomáis todo demasiado en serio.

—¿Por qué no vamos a alguna parte? El ruido de monedas despertará a Benson.

—No, cuanto menos nos vean juntos, mejor.

Permanecieron ahí un rato, quietos. Los caballos piafaban y relinchaban impacientes.

Finalmente Hickey rompió el silencio, olvidando por completo el suceso del hada.

—¿Qué decías?

—Corrígeme si me equivoco, ¿verdad que fuiste cabo de la compañía de zapadores y artificieros?

Hickey asintió con la cabeza.

—Fue la última vez que serví a Su Majestad el rey, antes de pelearme con un idiota llamado Fleming por la cantidad de pólvora que había que usar para una mina.

—El sargento Fleming ya no está en este mundo...

Hickey sonrió burlonamente.

—Salió volando por los aires por ser tan estúpido.

—Después de la explosión, te retiraron los galones.

—Bueno, son las reglas del ejército, ¿no? Esa clase de cosas jamás me han preocupado.

—Entonces, ¿por qué desertaste?

—Tenía mis razones.

—¿Cuánto estuviste en prisión por falsificación?

—¿Quién ha dicho que estuviera en prisión?

—Nuestro asunto no depende de que seas buen o mal falsificador. Te necesitamos por tus habilidades como artificiero.

—Por cierto, me he apropiado de un buen alijo de azufre. ¿Necesitaréis azufre para la pólvora?

—No he venido hasta aquí para que me vendas nada. Tenemos cuestiones importantes que tratar. Ciertas cosas tendrán que volar por los aires.

—Como por ejemplo algún general.

—Cierto, especialmente uno.

35

Domingo 26 de noviembre. Justo después del amanecer

Gretel estuvo bastante rato mirando por la ventana, ajena al frío. Había visto al mismísimo Lucifer junto al pozo.

A pesar de no tener creencias religiosas, esa visión la había impactado profundamente. Cuando despertó de aquella especie de ensueño, cerró la ventana y se acostó, tapándose hasta la cabeza. Tenía la sensación de estar muriéndose de frío. Nunca antes había notado la presencia del diablo.

—Dios Todopoderoso —rezó—, que no le ocurra nada a mi Johnny.

Poco a poco se relajó hasta conseguir entrar en calor. Sin embargo, no conseguía conciliar el sueño. Volvió a rezar, esta vez con fervor, las manos cruzadas bajo las mantas. Cuando hubo dicho «amén», se levantó de la cama. Decidió vestirse y emprender temprano las tareas domésticas.

Se lavó la cara, se vistió con rapidez y se echó el chal sobre los hombros.

Bajó por las escaleras sigilosamente. Al pasar por delante de la puerta de la consulta y oír que Johnny y la chica Mendoza continuaban conversando, sintió la tentación de contarles lo que había visto. Vaciló un instante; se le ocurrió entonces que la joven no era una criatura caprichosa o desquiciada, sino otra patriota de la causa, lo que le pareció encomiable. Como la mayoría de mujeres, Gretel conocía la frustración que suponía limitarse a atender las tareas domésticas cuando ella se jugaba tanto como un hombre. Le habría gustado vestirse como un hombre y trabajar para la revolución. Sonrió al imaginarse ataviada con calzones.

Consideró que, de todos modos, la muchacha debería vestirse con ropa adecuada a su condición. Con un atuendo decente, sería muy hermosa.

Gretel cogió el sombrero de Johnny del vestíbulo y se lo puso. Se dirigió a la cocina.

Homer
le lamió la mano. Cuando el animal se percató de que la mano estaba vacía, regresó junto a la chimenea y se tumbó.

—¿Dónde estabas tú esta noche? No te he oído ladrar.

El perro meneó el rabo. A pesar de ser viejo y sordo, era un buen compañero.

Gretel reavivó el fuego antes de encender una linterna y salir por la puerta trasera con un cubo. Una capa de nieve helada cubría el suelo; al menos había cesado de nevar. Empezaba a amanecer.

La linterna parpadeó a causa del viento. Ya en el pozo, Gretel deseó que el agua no se hubiera helado. Arrojó el cubo al interior y lo izó poco a poco. Estaba de suerte, pues por el peso dedujo que el agua no se había helado.

Mientras lo subía, le pareció distinguir algo más que agua.

Enfocó el cubo con la linterna. Horrorizada, lo dejó caer.

Gritó con todas sus fuerzas.

36

Domingo 26 de noviembre. Amanecer

Los chillidos de Gretel penetraron todos los rincones de la casa y el vecindario. Tonneman salió corriendo de la consulta, y Mariana detrás de él con una vela; la llama se apagó inmediatamente. Jamie cruzó la puerta principal, tropezando con
Homer,
que corría dando círculos y aullaba.

Chester Remsen abrió la ventana de par en par. —¿Qué ha ocurrido? ¿Es que ha empezado la guerra?

Tonneman y Jamie llegaron a la vez junto a Gretel. Estaba sentada sobre la nieve helada, con el sombrero de Tonneman ladeado, la mirada perdida y la linterna encendida en el regazo. Había palidecido y, a pesar del frío, estaba sudando. Tonneman se arrodilló y le puso la mano en la garganta; tenía el pulso muy débil.

—Gretel, ¿qué ocurre? ¿Estás bien?

—Estoy bien,
herr
doctor Tonneman —respondió inexpresiva—. ¿Y usted?

Homer
gimoteó y le lamió la cara.

—¡Mantas! —exclamó Tonneman mientras apartaba la linterna y obligaba a la mujer a poner la cabeza entre las rodillas—. Vete de aquí,
Homer.

Mariana corrió hacia la consulta en busca de mantas.

Se oyó un portazo. Remsen atravesó presuroso la calle blandiendo un mosquete.

—¿Qué ocurre?

—Y algo con alcohol —añadió Jamie—. ¿Quién es esa chica? —preguntó mirando a Tonneman con recelo.

Tonneman se maravilló de su amigo. A pesar de que Mariana vestía ropas masculinas y llevaba el pelo escondido bajo la gorra, había adivinado enseguida que era una chica. Se preguntó por qué no lo había advertido él el día que la vio encaramada al árbol.

—El pozo... —murmuró Gretel.

—No te preocupes por el pozo.

Gretel trató de incorporarse.

—Os lo ruego, mirad en el pozo. —Volvió a lanzar un grito—. ¡Mirad en el pozo!

—Está bien —concedió Tonneman—. Tranquilízate.

Jamie enfocó el pozo con la linterna. Tonneman miró abajo. Sólo vio el cubo.

—Sólo veo el cubo —dijo Tonneman tratando de calmar a Gretel. Remsen se acercó y echó una ojeada al pozo;
Homer
le imitó.

Jamie volvió a enfocarlo.

—Hay algo dentro del cubo —murmuró.

Tonneman dio un fuerte tirón a la cuerda. —Ya sube —comentó Jamie.

Tonneman cogió el cubo sin percatarse de que estaba manchado de sangre. El mastín comenzó a brincar para alcanzar el cubo. Tonneman se lo impidió.
—Homer,
no.

El perro se alejó con la cabeza gacha. —¡Cielo santo! —exclamó Remsen. —Dios mío —dijo Jamie.

El cubo contenía la cabeza de una mujer pelirroja.

37

Domingo 26 de noviembre. Mañana

El alcalde de Nueva York probó el café. Al comprobar que era de su agrado, bebió unos sorbos y luego dejó la taza sobre el escritorio de cerezo. En la Cabeza de la Reina había mucha gente. Apoyó el pie dolorido encima de un taburete encojinado.

—No puedes imaginar lo mucho que me duele. —Desdobló un ejemplar del
Gazetteer
de Rivington y leyó atentamente la portada—. ¿Qué quieres?

El concejal Matthews se llevó un dedo a la boca.

—Ya verás. Más tarde.

—Muy bien. ¿Ha conseguido Rivington más tipos de letra?

—Y a mí qué me importa.

—¿De qué quieres que hablemos? —preguntó el alcalde en voz baja.

Matthews untó un bollo con compota de melocotón.

—Tengo problemas con Waddel.

El alcalde gruñó.

—¿Qué quejas tienes contra el concejal Waddel?

Matthews carraspeó.

—El distrito sur, mi distrito, y el de los muelles, su... —Matthews se interrumpió para tomar un bocado—. No quiere cooperar.

El alcalde hizo señas a Elizabeth Fraunces, que acababa de servir una mesa cercana.

—¿Sí, señor alcalde?

—Añade un poco de ron al café, por favor.

—Sí, señor —dijo con una reverencia.

Matthews esperó hasta que se hubo alejado. Miró alrededor. Estaba seguro de que él y el alcalde eran los únicos lealistas de la taberna, tal vez incluso de la ciudad. En los tiempos que corrían, ser lealista resultaba peligroso.

—He decidido que hay que vigilar este lugar.

El alcalde miró en torno a sí. Conocía a todo el mundo, bueno, a casi todos. Antes de que se iniciara el disparate rebelde, Nueva York se hallaba bajo su dominio. Por desgracia, se había convertido en un reino de alborotadores.

—¿Por qué? ¿Por qué hay que vigilarla?

—No viene al caso, alcalde. Digamos que el gobernador Tryon y yo estamos de acuerdo.

—¿Así están las cosas?

El alcalde Hicks lanzó una mirada severa a su interlocutor. Las palabras de Matthews encerraban una clara amenaza.

—Sí, señor. Así están las cosas.

Elizabeth vertió un poco de ron en el café del alcalde.

—Más —ordenó el alcalde—. Lo necesito.

Si Matthews y Tryon se habían aliado, tenía los días contados como alcalde de Nueva York.

Elizabeth vertió un poco más.

—¿Es suficiente?

—De momento sí, buena mujer. Gracias.

—¿Concejal?

—No; no quiero nada. Vete.

—Sí, señor.

Elizabeth obedeció resignada, pero al volverse de espaldas para regresar a la cocina enrojeció de ira.

—Muy bien. ¿Qué habéis decidido tú y el gobernador?

—Esta taberna, al estar en Broad Street, se halla justo en la línea divisoria entre mi distrito y el de Waddel. Con el consentimiento del gobernador, me encargaré de que mi alguacil y los serenos la vigilen, y quiero que Waddel haga lo mismo.

—¿Qué traba pone Waddel? Es un buen
tory.

—Ya. —Matthews entornó los párpados—. Pues yo creo que es demasiado lealista.

El alcalde Hicks miró alrededor.

—Aquí estamos en franca minoría.

—Tarde o temprano las cosas cambiarán —señaló Matthews con gravedad.

—Espero que tengas razón. Creemos que gobernamos la ciudad, pero si los Hijos o uno de esos malditos comités nos ordenan que saltemos, tendremos que preguntarles a qué altura.

Matthews respondió a esa afirmación escupiendo, no en la escupidera más próxima, sino en el suelo.

—Me extraña que aún no nos hayan obligado a hacer las maletas —declaró Hicks. Suspiró—. ¿Qué quieres que haga?

—Que digas a Waddel que coopere. Los hombres del rey volverán a controlar Nueva York quizá antes de la primavera. Y lo que haga o no haga será tenido en cuenta... Nos acordaremos de lo que haga cada ciudadano.

Matthews observó a Sam
el Negro,
que salía de la cocina con un puchero de estofado y se sentaba a la mesa de unos hombres con camisas de cazador y pantalones de cuero. El grupo no dejaba de reír.

El alcalde tomó otro trago de café.

—Que se lo ordene tu amigo Tryon. La verdad es que mientras estuvo en tierra, su intervención no fue demasiado acertada. Si crees que a bordo del barco... Esté donde esté, el glorioso gobernador trata de dirigir la ciudad; mi ciudad.

—Su ciudad, querrás decir. —Matthews volvió la cabeza hacia los clientes de la taberna. Tras tomar otro bocado, agregó—: Hazlo por mí, Whitehead —suplicó.

—Está bien, hablaré con Waddel. Ahora déjame en paz.

—Gracias, señor.

Matthews se sentía orgulloso de la pequeña victoria que acababa de conseguir.

En ese momento Maurice Arthur Jamison, médico y cirujano, entró en el local. El alcalde le saludó con la mano y le invitó a sentarse.

—Hola, doctor Jamison. ¿Te acuerdas del doctor? Es el amigo del joven Tonneman. Es el nuevo director del colegio de medicina.

Matthews sonrió. Teniendo bajo su control al alguacil y los serenos de Waddel, estaría al tanto de lo que ocurría en la taberna de Sam Fraunces. Y cuando la situación cambiara —lo que era seguro—, colgaría a ese bastardo de Sam del árbol más alto del Common.

—¿Te acuerdas del concejal Matthews?

—Naturalmente.

—¿Quieres sentarte con nosotros?

—Estaré encantado.

Jamison centró su atención en la exposición de armas de la pared de enfrente.

—¿Quieres tomar algo?

—Un café. Alcalde, un momento.

—Elizabeth —llamó Matthews.

El alcalde se inclinó hacia Jamie.

—Me temo que hay otra cabeza, otro caso de mujer decapitada...

—¿Cómo? —inquirió el alcalde, estupefacto.

—Esta mañana el doctor Tonneman y yo encontramos...

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