Read El médico de Nueva York Online
Authors: Maan Meyers
Quintín Brock, el negro que había anunciado la noticia, saltó del techo del carruaje y aguardó mientras Tonneman y Jamison descendían detrás del alcalde. El negro guió a los tres hombres hasta el límite de la ciénaga. A pesar de la nieve y el viento, los habitantes del Collect se habían reunido alrededor de una máquina de vapor, una pila de troncos casi tan alta como el carruaje del alcalde, y una fosa. La máquina de vapor estaba parada. Un hombre achaparrado se hallaba inclinado sobre un objeto que yacía en la nieve.
Los presentes se hicieron a un lado para que los del ayuntamiento echaran un vistazo al trágico hallazgo.
—¿Qué tienes ahí, alguacil? —preguntó el alcalde mientras se acercaba.
Sorprendido, el alguacil se enderezó con tal brusquedad que el sombrero se le cayó al suelo. Indicó la fosa con el dedo.
—Uno de los vigilantes lo encontró aquí. —El alguacil recogió el sombrero y lo utilizó para señalar de nuevo la zanja—. No entiendo cómo no lo vimos ayer. De no ser por una raíz, habría caído al fondo y no lo habríamos descubierto jamás.
Desconcertado, Tonneman se volvió hacia el alcalde. Jamie siguió adelante.
Hicks suspiró.
—Hemos recibido quejas de que el agua de la ciudad está sucia y que las reservas son escasas en caso de incendio. El Consejo de la ciudad ha contratado a un ingeniero para que construya un pantano en el límite de Broadway, cerca del fuerte George.
Tonneman asintió con la cabeza, apurado por la larga explicación del alcalde, impaciente por reunirse con Jamie junto al cadáver. Se alejó poco a poco. Sin embargo, resultaba imposible detener al alcalde Hicks cuando empezaba a hablar. Caminó detrás de Tonneman cojeando para explicarle los detalles del proyecto:
—El agua será bombeada al pantano desde un manantial o manantiales que se excavarán aquí, en el Collect, gracias a esa máquina de vapor. Será canalizada a través de unos tubos que llegarán a la ciudad la próxima primavera. Las prospecciones estarán paradas hasta entonces.
Jamie se hallaba de pie junto al cadáver decapitado, completamente absorto. Tonneman rodeó el cadáver, impresionado a pesar de haber visto y diseccionado muchos. Aun sabiendo que se trataba de una cáscara sin vida, un cadáver representaba para Tonneman la persona que había sido, y en consecuencia sentía un profundo respeto hacia ese ser y la vida que había sido segada.
Los dos médicos se conocían desde hacía siete años. Eran más que amigos, casi como hermanos. Adivinaban automáticamente los pensamientos del otro. Sin necesidad de intercambiar ninguna palabra, ambos se arrodillaron al lado del cadáver.
—Mujer —observó Jamie.
—¿Seguro, Jamie? —preguntó Tonneman en broma, aunque no sonrió.
—¿Cómo murió? —inquirió, impaciente, el alcalde.
—Fácil —intervino Quintín—; perdió la cabeza.
El grupo de negros prorrumpió en carcajadas.
Jamie hizo una mueca de desaprobación.
—Basta ya —reprendió una mujer delgada con acento indiano—. Tened más respeto. —Se echó el chal alrededor de los hombros y saludó al alcalde y los dos médicos con una reverencia—. Soy Kate Schrader, señores. Yo hallé la cabeza.
—Soy Robert —se presentó un hombre negro no muy alto—. Yo encontré el cuerpo.
Los africanos rieron disimuladamente.
—Callad —ordenó el alguacil.
La víctima era de complexión pequeña, aunque tenía las extremidades largas. Llevaba un vestido de batista corto de rayas verdes, rojas y amarillas; a través de las rasgaduras se veían las enaguas acolchadas y un par de botas negras nuevas. Todo estaba salpicado de sangre y lleno del barro de la fosa.
Jamison acercó la cara al cuerpo para olerlo.
—¿Qué es este olor? ¿Brea?
—Soy yo, señor —dijo Quintín—. Trabajo haciendo brea.
Jamie apretó los labios. Ordenó al negro que se marchara. Quintín inclinó la cabeza sumisamente antes de alejarse.
Jamison se dispuso a levantar los distintos dobladillos del atuendo del cadáver, pero estaban rígidos por el hielo.
—¿Joven?
—Supongo. ¿No llevaba abrigo?
Tonneman levantó la rígida mano blanca y le quitó la nieve. Tenía las uñas rotas y azules.
El alguacil avanzó unos pasos.
—No; no llevaba abrigo.
Tonneman asintió con la cabeza.
—Está tan rígido que resulta imposible determinar cuánto tiempo lleva aquí. Ah, mira esto —indicó a Jamie.
En la blanca piel de la mano aparecía una cicatriz roja que llegaba hasta el pulgar.
—Producida hace poco —apuntó Jamison.
—¡Oh! —exclamó alguien.
Tonneman tomó una mano y la colocó delicadamente sobre el pecho de la mujer. Trató de hacer lo mismo con la otra, pero estaba demasiado rígida. Consciente de que tenía las piernas entumecidas de frío, se puso en pie. Tenía las botas y los calzones cubiertos de lodo y nieve.
El negro que acababa de lanzar la exclamación repitió:
—¡Oh!
Emergió de la ciénaga tan rápido como el lodazal helado le permitió. A medida que se aproximaba, Tonneman se fijó en que sostenía algo negro en la mano. El hombre se acercó corriendo, sin aliento.
—Perdonen, señores. Acabo de venir de la ciénaga...
Se interrumpió para tomar aire. Lo que llevaba en la mano era una capa de estambre con un forro azul. En la otra sostenía una cofia de satén negro con cintas azules y amarillas en la copa; el brillo que se advertía bajo la suciedad del lodo indujo a Tonneman a pensar que era nueva. No había restos de sangre ni en la cofia ni en la capa.
Jamison, que había desviado la atención del cadáver por un momento, y permanecía arrodillado, procedió a examinar la zona del cuello, donde antes había estado la cabeza.
—Está claro que en las colonias también hay animales.
—¿Lo hizo un lobo, entonces? —preguntó el alguacil.
Tonneman negó con la cabeza.
—Se refiere a animales humanos.
—Los que viven en pueblos y ciudades —aclaró Jamison. Desabrochó los botones del vestido helado y lo abrió de un tirón—. Mira esto, Tonneman —murmuró.
Jamie meneó la cabeza y lo abrió un poco más. La fallecida llevaba una combinación de seda y encaje, de calidad muy superior a la del vestido.
Tonneman se volvió hacia el alcalde.
—A simple vista, no parece que haya peligro de contagio, aunque me gustaría practicar la autopsia para asegurarme.
Jamie asintió con la cabeza.
—Alguacil.
—¿Señor?
—¿Cómo te llamas?
—Daniel Goldsmith, alguacil del distrito periférico.
—Muy bien, alguacil Goldsmith del distrito periférico; quiero que lleven los restos a mi consulta en Rutgers Hill.
—Sí, señor —respondió el alguacil.
El alcalde dio una palmada en la espalda a Tonneman.
—Lo dejo en tus manos más que capaces, joven Tonneman. Eres una oveja negra, aunque, de hecho, ninguna manzana cae muy lejos del árbol. He de atender asuntos en la ciudad. Por lo visto el gobernador Tryon tiene algo importante que comentarme.
Tras estas palabras el alcalde partió en su carruaje, dejando allí a Tonneman, Jamison y el alguacil para que regresaran con el cadáver.
Miércoles 15 de noviembre. Tarde
Regresaron a la ciudad siguiendo un camino cubierto de nieve y sin pavimentar que conducía a Queen Street, dejando atrás áreas densamente pobladas y una zona de suburbios en la parte este, donde las diversas curtidurías arrojaban fétidos olores al aire. En Queen Street vivía mucha gente; la calle estaba flanqueada por árboles y pavimentada con adoquines.
Doblaron a la derecha para entrar en Golden Hill, y a causa de una ráfaga de viento la nieve de los árboles cayó delante de ellos, lo que espantó a la yegua negra, que, después de relinchar, hizo un movimiento brusco que a punto estuvo de provocar una colisión entre el carruaje y un trineo que circulaba en dirección opuesta.
—Perdonen, señores.
Tonneman y Jamison gruñeron y luego se arrebujaron con los abrigos. Unos minutos después llegaron por fin a la casa de Tonneman; ellos, el cadáver y su supuesta cabeza, envuelta en la arpillera.
La casa de Rutgers Hill tenía tres pisos. Estaba rodeada por olmos y hayas muy altos que en verano proyectaban una agradable sombra. De dos de las tres chimeneas salía humo gris, lo que daba a la casa un aspecto hogareño.
Tonneman advirtió con satisfacción que la chimenea sin humo era la de la parte trasera de la casa. La consulta estaría, por tanto, lo bastante fría para que se conservaran el cuerpo y la cabeza; de poco habría servido una prueba descompuesta.
—Goldsmith, lleva esto a mi consulta, en la parte trasera. Después podrás marcharte. Te estoy muy agradecido.
—Señor, ¿tiene intención de practicar la autopsia ahora mismo? —preguntó el alguacil.
—Pues sí, en cuanto me haya quitado las botas y tomado un poco de vino caliente con especias.
—Si no es mucho pedir, me gustaría quedarme para verle trabajar. Me interesa el tema.
Jamie arqueó las cejas.
—¿Piensas estudiar medicina, Goldsmith?
—Sólo soy un alguacil, señor.
—Eso no significa que tengas que morir alguacil, Daniel.
—No, señor. Gracias, señor.
—Muy bien. Pediré que te sirvan vino caliente.
—Si no le importa, señor, preferiría un poco de sopa caliente.
Tonneman sonrió. Aquel hombre le agradaba. Tenía un punto de obstinación y perversión que lo hacía adorable. Sabía que Jamie no estaría de acuerdo con él.
—Pues que sea sopa, alguacil.
Al abrir la puerta principal, Tonneman fue recibido por el olor a estofado y pasteles, y un grito ronco de alegría. Gretel Huntzinger salió de la cocina, secándose las manos callosas en el delantal. Detrás de ella se oyó gimotear a un perro, que al instante comenzó a ladrar con gran excitación.
—Ach, ach
—masculló Gretel mientras daba una palmada en el brazo de Tonneman.
Había venido de Sajonia con su marido Kurt en el año 53, cuando Tonneman contaba cinco años. Una semana después de su llegada, su esposo había muerto al declararse un incendio en la casa donde se alojaban. Gretel sufrió quemaduras por todo el cuerpo y se quedó sola, sin hogar, sin amigos ni recursos. El padre de Tonneman, Peter, cuya esposa había fallecido de parto el año anterior, la recogió y cuidó hasta que sanó de sus heridas. Gretel se convirtió en el ama de llaves de la casa y desde entonces se ocupó de los dos hombres, padre e hijo.
—Ach,
mi Johnny —exclamó abrazándolo. Su acento alemán era tan fuerte como la sopa de cebada que solía preparar—. Mi Johnny, mi
herr
doctor ha vuelto a casa por fin.
Le dio dos enormes besos en las mejillas.
Tonneman, un poco ruborizado, colgó la capa y el sombrero en una percha de arce de la pared. Jamie lo imitó.
—Te presento a mi amigo, el señor Jamison. También es cirujano.
—Bienvenido. Cualquier amigo de Johnny es bienvenido a esta casa.
Jamie sonrió. La mujer parecía una amazona de la mitología griega. Era más alta y corpulenta que él.
—Gretel, nos morimos de ganas de probar uno de tus cocidos. Sólo hemos comido una patata desde que llegamos.
Tonneman advirtió con cierto pesar que el pelo de Gretel, antes rojizo, empezaba a teñirse de gris.
—No os paseéis con estas botas sucias de barro por la casa. Acabo de fregar el suelo. Me encargaré de que deshagan vuestro equipaje. Cambiaos de ropa y después os serviré la comida y ordenaré que limpien todo.
—Demasiado hambrientos —repuso Tonneman mientras se dirigía hacia la cocina.
El mastín gris, cuyos ojos estaban velados por las cataratas, se lanzó sobre Tonneman, recibió una cariñosa palmadita y luego se acurrucó junto a la puerta trasera.
—Mi suelo, mi suelo —se quejó Gretel, inclinándose para limpiarlo con un trapo.
—Bonito perro.
—No sirve para nada, pero tu padre lo adoraba, ¿no es así,
Homer?
El animal abrió un ojo al oír su nombre y enseguida lo cerró.
A Tonneman le hizo gracia el nombre que su padre había escogido para el perro.
—El alguacil Daniel Goldsmith está en la consulta. Necesita una ración de sopa caliente. ¿Cuál has preparado hoy?
—Tu favorita; de cebada. La comida no estará lista hasta dentro de una hora, pero puedes tomar tu
suppe
ahora mismo. Después serviré una a
herr
Goldsmith, cuando vaya a dar de comer a
Chaucer.
Jamie la miró con expresión interrogante.
—El caballo —señaló Gretel.
Tonneman esbozó una sonrisa.
La cocina era enorme. Albergaba una larga mesa de olmo, seis sillas de respaldo de piel, cajas de madera, una gran chimenea de ladrillo y un horno. Alrededor de la lumbre se amontonaban ollas, pucheros y tenazas de todos los tamaños. El fuego permanecía encendido día y noche, tanto en invierno como en verano.
A un lado había un cesto con lana y una rueca, y junto a ésta, una mesa sobre la que descansaban hierbas secas, tarros de ungüentos y bálsamos.
El armario del rincón, con la puerta abierta, contenía utensilios de peltre bruñido. Gretel sacó de allí dos tazones amarillos.
Mientras Tonneman y Jamie comían —sin hablar, aunque no en silencio—, Gretel fue a llevar la sopa al alguacil. Tonneman observó la cocina al tiempo que trataba de recordar las horas que había pasado allí de niño, estudiando las lecciones o bien comiendo golosinas de la generosa despensa de Gretel.
Satisfecho el apetito por el momento, ambos jóvenes subieron arriba.
Gretel había preparado la antigua habitación de Tonneman para Jamie, y para aquél la de su padre. Un jarro de porcelana naranja lleno de agua fresca esperaba para ser vertido en su correspondiente jofaina. Tonneman deslizó la mano delicadamente por el jarro, que siempre había estado en su habitación. Era lo primero que veía al levantarse por la mañana, y había pertenecido a su familia durante varias generaciones.
Tras quitarse el chaleco y la camisa, vertió el agua en la jofaina y sumergió las manos en ella, salpicándose la cara y el torso. Un fuego ardía en la chimenea de piedra, aunque el dormitorio habría estado caliente sin necesidad de encenderla. Se secó con la toalla de algodón que yacía sobre la cama y se puso ropa interior, camisa, medias y calzones limpios.
La habitación espartana conservaba aún la presencia de su padre. El suelo pintado de azul todavía estaba cubierto por la duradera alfombra persa, cuyos colores aparecían más desteñidos de lo que recordaba. Al lado de la cama, encima de una mesa redonda de arce, había una vela de bronce y los anteojos de su padre, que descansaban sobre un libro abierto. Tonneman acarició los anteojos. Naturalmente, el libro era de Chaucer,
Los cuentos de Canterbury.
Estaba abierto por el «Cuento de la esposa de Bath», por el pasaje donde ésta sostiene que la máxima felicidad de un matrimonio se alcanza cuando la mujer tiene la soberanía. Al padre de Tonneman le encantaba ese cuento porque contenía una teoría que jamás tuvo que demostrar o refutar y, por alguna extraña razón, le ayudaba a recordar a su esposa y su breve pero dulce matrimonio.