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Authors: Francesc Miralles y Care Santos

Tags: #Drama, Fantástico, Romántico

El mejor lugar del mundo es aquí mismo (11 page)

—Claro, ¿no te enteraste? ¡Si hasta salió en los periódicos! Cuando lo vi por primera vez, era un sitio dantesco. Pero gracias a eso pude pagarlo. Me lo dejaron bien de precio a condición de que abriera pronto, pero te prometo que no fue fácil convertirlo en lo que estás viendo.

Iris volvió a mirar a su alrededor, maravillada porque no hubiera ni rastro del fuego del que le estaba hablando Paula.

—Ven, te voy a enseñar lo poco que queda del desastre que encontré al llegar.

Paula la invitó a pasar a la trastienda. Allí se veía un muro de ladrillos calcinados donde se abría un horno de leña. Junto a él, en un enorme recipiente de plástico, se amontonaban fuentes y platos, casi todos rotos.

—Esto es todo lo que queda del mejor restaurante italiano de la zona, según los clientes. Era un lugar muy querido en el barrio, espero que no me odien sólo por ocupar el mismo espacio.

Fue entonces cuando Iris reparó en la vajilla. Estaba decorada con dos franjas, una verde y otra roja, los colores de la bandera italiana. Y justo en el centro, los mismos tonos formaban unas letras que para ella cobraron un significado inmediato y terrible:

CAPOLINI

Con el corazón acelerado, preguntó:

—¿Tienes idea de dónde está el dueño del restaurante?

—No sabría decirte… El propietario no se atrevía a hablarme de eso, como si temiera mi reacción. Pero alguien me dijo que resultó herido. Al parecer estaba aquí la noche del fuego. No sé nada más, lo siento.

Iris regresó a la mesa donde aguardaba la taza de chocolate y tomó su bolso a toda prisa.

—Tengo que irme —anunció.

—Espero que vengas otro día, cuando deje de nevar —la despidió Paula.

Pero Iris apenas escuchó estas palabras. De repente sentía muchas ganas de llorar. Balbuceó una despedida de agradecimiento y echó a andar hacia su casa como una sonámbula.

Estaba a más de medio camino, cuando se dio cuenta de que había dejado el corazón de chocolate olvidado sobre la mesa, pero no le importó. Al contrario: le pareció lo más lógico.

Al fin y al cabo, no todos los lugares son apropiados para extraviar un corazón, ni siquiera si es de chocolate.

El pasado huele a papel viejo

«Sólo los periódicos viejos y las cartas enviadas

conservan de verdad el pasado.»

I
ris leyó la inscripción mientras esperaba a que el responsable de la hemeroteca, un hombre de camisa blanca y lentes de pasta negra, le trajera lo que acababa de pedirle.

El lugar olía a papel viejo y a polvo. Los tomos con los periódicos más antiguos se alineaban tras grandes vitrinas que cubrían todas las paredes de la sala. Los más modernos estaban en el almacén, donde el encargado había ido a buscar el suyo.

—¿Seguro que no prefiere consultarlo por Internet? —le preguntó al entregarle los dos gruesos tomos.

—Seguro —respondió.

—Estaré en la sala de al lado. Si me necesita, sólo tiene que pulsar el timbre —dijo el hombre antes de desaparecer tras las grandes puertas de madera.

Iris se quedó sola en medio de un silencio compacto.

«Vamos allá», pensó, abriendo el primero de los dos volúmenes. Y empezó a leer los titulares de cosas ocurridas siete meses atrás.

Fue una búsqueda bastante fácil: las páginas que aquel periódico dedicaba a las noticias locales eran de un color distinto a las del resto. Sólo tuvo que saltar de unas a otras hasta localizar el suceso que estaba buscando:

Un incendio destruye totalmente la Pizzería Capolini

En la madrugada de ayer, un incendio accidental devastó la emblemática Pizzería Capolini. El fuego comenzó poco después de que el propietario cerrara las puertas a las dos de la madrugada en uno de los hornos de leña que se utilizaban para cocer las pizzas que tanta fama habían dado al establecimiento. Las llamas se extendieron rápidamente por la cocina y las paredes formadas por placas de madera hasta devorar todo el local. Avisados por un vecino, los bomberos tardaron media hora en llegar, cuando los daños ya eran irreparables.

En un principio se creyó que no había que lamentar víctimas, ya que el local estaba cerrado al público y con la puerta cerrada. No obstante, un posterior comunicado de los bomberos informó de que el dueño del restaurante, el italiano Luca Capolini, ha resultado gravemente herido en el incendio. Trasladado de urgencia al Hospital del Mar, donde permanece con pronóstico reservado, todo apunta a que se había quedado dormido en la parte trasera de su negocio cuando las llamas empezaron a extenderse.

Sobre el titular, una fotografía mostraba cómo era la pizzería antes de que el fuego la destruyera: un par de ventanales enmarcaban una puerta coronada por una bandera italiana sobre la que se leía el apellido de Luca. Uno de esos lugares que la gente suele asociar con la buena mesa y la diversión compartida.

Iris llegó sin aliento al final del artículo. Se sentía perdida. No entendía nada. ¿Cómo era posible que Luca no le hubiera contado nada de aquello? Ni siquiera le había mencionado el incendio. ¿Y qué macabra casualidad había ordenado que le trasladaran al mismo hospital donde fueron llevados sus padres después del accidente?

Sólo entonces se le ocurrió mirar en la cabecera del periódico el día exacto en que había ocurrido todo: ocho de noviembre.

Se echó a llorar como una niña. No podía contenerse. Huyó de la hemeroteca dejando el enorme volumen abierto sobre la mesa y la silla descolocada.

Una vez en la calle, detuvo un taxi y pidió al conductor que la llevara al Hospital del Mar.

«Sólo es una coincidencia, no debería ponerme así», se repetía una y otra vez, mientras veía pasar la ciudad tras las ventanillas del coche.

Descubrir que el accidente de la pizzería de Luca se había producido exactamente el mismo día que la muerte de sus padres, y casi a la misma hora, le provocaba una angustia indescriptible.

Cuando ya divisaba a lo lejos la silueta del hospital, recordó el cartel que había leído en la hemeroteca. Y se dijo:

«Tal vez va siendo hora de hacer que el pasado se largue de una vez.»

Atravesar el umbral de la verdad

N
unca lograremos sonreír en los lugares donde hemos sido muy desdichados.

El Hospital del Mar era para Iris uno de esos lugares. Recordaba como si fuera ayer la madrugada fatídica, cuando recibió aquella terrible noticia:

—La llamo del Hospital del Mar. Sus padres han sufrido un accidente de tráfico y han ingresado en el centro hace apenas una hora.

Entre el duermevela y el sobresalto, Iris sólo atinó a preguntar con un hilo de voz:

—¿Se encuentran bien?

Y comenzó a temer lo peor cuando la voz al otro lado dijo con tono compungido:

—Preferiría darle esa información en persona.

Fue el trayecto más angustioso de su vida. En medio de la incertidumbre y con el peor de los presentimientos. Por primera vez la asaltaban una sensación de vacío y pérdida absolutos. En su cabeza, una voz interior no dejaba de repetir: «No voy a llegar a tiempo, no voy a llegar a tiempo».

En ese momento no sospechaba que gran parte de aquellos sentimientos iban a tardar mucho tiempo en abandonarla.

Nada más conocer a la doctora de guardia se confirmaron sus peores sospechas. Nunca más vería con vida a sus padres. Habían muerto poco después de ingresar en el hospital, juntos, como lo habían hecho todo en la vida.

Aquellos recuerdos le oprimían la garganta ahora que volvía a pisar el lugar.

En el mostrador de información preguntó a una enfermera huraña dónde llevaban a los enfermos con quemaduras. La mujer contestó:

—¿Viene a ver a un familiar?

—Sí —mintió ella.

—Pregunte a la enfermera del final del pasillo —y señaló a su derecha.

Cuando llegó al lugar indicado, encontró a otra enfermera tan antipática como la anterior, a quien repitió la pregunta.

—¿Cómo se llama la persona a quien desea ver? —preguntó la enfermera, una mujer mayor con bolsas muy marcadas bajo los ojos, que llevaba un uniforme verde.

—Luca Capolini —dijo Iris, y añadió—: Seguramente ya le han dado el alta.

Iris no tenía duda de esto, puesto que había conocido a Luca semanas después del accidente del que hablaba el periódico. Las quemaduras no podían ser muy graves —probablemente habría sido ingresado por asfixia—, puesto que no recordaba haber visto ninguna marca en su rostro o en sus manos.

Sin embargo, aquel hospital donde había estado ingresado era la única pista de la que disponía para llegar hasta él.

La mujer tecleó el nombre y miró la pantalla achinando un poco los ojos.

—¿Seguro que es ese nombre? —preguntó.

—¿No le consta?

La enfermera la miró por encima de las gafas.

—Espere un momento —dijo y, acto seguido, desapareció por la puerta de un despacho contiguo.

Iris se quedó sola con su desasosiego, preguntándose qué diablos pasaba. Estuvo tentada a mirar la pantalla, pero su prudencia se lo impidió. La enfermera no tardó en volver a salir y le pidió:

—Venga conmigo, por favor.

La siguió obedientemente, a lo largo de otro pasillo interminable, hasta una sala de espera de paredes blancas repleta de mullidos sillones.

—Espere un minuto, enseguida vendrá el médico —la informó la enfermera antes de desaparecer y dejarla sola.

Iris se sentó a esperar, desconcertada y nerviosa. De pronto se sentía ridícula de estar allí. ¿Qué haría si daba con el paradero de Luca? ¿Preguntarle por qué se había marchado sin despedirse? ¿Confesarle que estaba enamorada de él? Negó con la cabeza, mientras por dentro pensaba: «No puedo actuar guiada por simples corazonadas, tengo que aprender a no hacerlo».

Mientras miraba distraída hacia la puerta, le pareció ver pasar una figura delgada y distinguida, de larga melena canosa. Llevaba bata blanca, pero por debajo sobresalía su ropa raída de otras veces. Era el mago, estaba segura. Pero cuando ella salió al pasillo para verle mejor, se había esfumado, lo mismo que un espejismo.

«¿Me estaré volviendo loca?», se preguntó en el mismo instante en que llegaba el médico.

—¿Es usted Iris? Me han dicho que ha preguntado usted por el señor Capolini. ¿Es algún pariente suyo?

—No. Somos amigos.

—Comprendo. Siéntese, por favor. Creo que hay cosas que no sabe.

El médico, un hombre de mediana edad de barba rasurada y ojos muy azules, tenía un aspecto afable y cercano que la ayudó a tranquilizarse un poco.

—Debo admitir que estoy un poco desconcertado —le dijo el doctor—, porque el señor Capolini estuvo aquí un tiempo sin que se interesaran por él. Llegué a pensar que no tenía a nadie, lo cual, por supuesto, me pareció muy triste. Nadie se merece estar completamente solo en los peores momentos, ¿no cree?

—Por supuesto que no —dijo Iris.

—De modo que considero su visita una bendición. Aunque ya sea tarde, es bueno saber que alguien le echa de menos.

—¿Aunque sea tarde? —preguntó ella sin entender nada.

—Esta es la parte más dolorosa: la de la verdad que no puede disfrazarse.

El médico buscó sus ojos con la mirada y depositó una mano sobre las suyas. No parecía muy acostumbrado a dar malas noticias. O tal vez nadie se acostumbra del todo a eso.

—El señor Capolini murió hace dos semanas —le informó el médico.

Iris meneó la cabeza.

—Pero… no puede ser. ¿Dos semanas? No —negó con la cabeza, rotunda—. Es imposible.

El médico siguió explicando:

—Su cuerpo terminó por rendirse, aunque cuando ingresó ya había muy pocas esperanzas. Poca gente sobrevive a un coma prolongado. Ni siquiera la gente todavía joven, como él.

Los ojos de Iris se inundaron de lágrimas.

—Lo siento mucho, de verdad. Ojalá pudiera darle mejores noticias.

—¿Qué día… qué día murió?

—Fue un domingo por la tarde. El primero después de las fiestas de Navidad.

Iris recordaba perfectamente aquel domingo. Fue el día en que su vida comenzó a cambiar. El día que conoció a Luca en
El mejor lugar del mundo es aquí mismo
. Cuando un ángel la salvó de saltar desde el puente sobre las vías del tren. Recordaba perfectamente a qué hora fue.

—Déjeme adivinar —dijo ella con un temblor en la voz—. Murió a las cinco de la tarde.

—Exactamente. Yo mismo firmé el certificado de defunción.

Iris sintió que necesitaba salir de allí. Se despidió del médico a toda prisa, después de proferir un «gracias por todo» imperceptible. Tenía tanta urgencia por alcanzar la salida y sentir el aire fresco en las mejillas que apenas escuchó lo que le decía el amable facultativo:

—Alguien que tiene quien le llora ya no está tan solo.

Iris echó a andar por el pasillo como una sonámbula. El corazón le latía con más fuerza que nunca y las lágrimas le nublaban el camino.

De repente sintió que la cabeza comenzaba a darle vueltas y pensó que debía sentarse. A su derecha vio la entrada de unos baños. Sin pensárselo dos veces, empujó la puerta.

El lugar se hallaba en una penumbra que le resultó agradable. Fue directa al lavamanos y se refrescó la cara con agua fría. Rehuyó su imagen en el espejo porque no tenía ganas de verse la cara. Se sentó en un banco que encontró en un rincón, cerró los ojos y respiró profundamente.

«Sólo será un momento», se dijo.

Enseguida comenzó a sentirse mejor, como quien se aleja del mundo. O como quien está a punto de comprender las cosas más complejas de la vida.

La felicidad es un pájaro que sabe volar

«H
ola, Iris, soy yo: Luca. No abras los ojos. No te muevas. Hay cosas que suceden sólo en el presente, ¿recuerdas? Como la historia que quiero contarte. Es la historia de un final, pero está prohibido ponerse triste. No es un drama, sino todo lo contrario. Voy a contarte cómo la belleza puede llegar en el último momento, cuando ya has renunciado a encontrarla. De modo que esta es una historia alegre.

»Imagina que entras en una habitación donde un hombre joven que además es tu amigo está viviendo los últimos minutos de su vida. Imagina que le agarras de la mano, le deseas lo mejor, derramas una lágrima por él y le dices con sinceridad, con el corazón hecho pedazos, que vas a echarle de menos. Imagina que sólo un segundo después, tu amigo muere. No abre los ojos, pero tú sabes que se ha despedido de ti, porque te ha parecido notar que su mano apretaba un poco la tuya. Ha sido un gesto cálido, aunque apenas se pudiera notar. Tú sabes ahora que estas últimas palabras tuyas le han ayudado a marcharse más tranquilo e infinitamente más feliz.

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