El mensaje que llegó en una botella (10 page)

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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

También él gritó con los demás hacia el techo cuando ocurrió. La diferencia era que él retuvo en su interior lo que los demás trataban, por todos los medios, de quitarse de encima. El diablo de su corazón.

Cuando los miembros de la comunidad se despidieron en la escalera, avanzó el pie con disimulo y puso la zancadilla a Samuel, y el chico cayó al vacío desde el peldaño superior.

El chasquido de la rodilla de Samuel al golpear el suelo sonó a liberación. Como el chasquido del cuello en un ahorcamiento.

Todo iba como debía.

En adelante mandaba él. En adelante todo iría como él quería.

10

Cuando llegaba a su casa de Rønneholtparken a esa hora de la noche, cuando el brillo azulado de los televisores salía de los bloques de hormigón y en todas las cocinas se veían siluetas de amas de casa, solía sentirse como un músico sordo en una orquesta sinfónica y sin partitura.

Seguía sin comprender por qué había ocurrido. Por qué se sentía tan excluido.

Si un contable con 1,54 de cintura y una friki de los ordenadores con brazos como palillos eran capaces de establecer una vida familiar, ¿por qué coño no podía hacerlo él?

Devolvió con cautela el saludo de su vecina Sysser, que estaba en su cocina friendo algo bajo una luz gélida. Menos mal que había vuelto a sus dependencias después de la pifia del lunes por la mañana. De lo contrario, Carl no habría sabido qué hacer.

Miró cansado al letrero de su puerta, donde su nombre y el de Vigga habían ido cubriéndose de correcciones. No era porque se sintiera solo con Morten Holland, Jesper y Hardy en casa; en aquel momento, al menos, oía la algarabía al otro lado del seto. Podía decirse que también era una especie de vida familiar.

Aunque no era el tipo de familia que había soñado.

Normalmente solía captar desde el vestíbulo en qué consistía el menú, pero lo que penetraba en sus fosas nasales esta vez no era el aroma de ningún alarde culinario de Morten. Al menos es lo que esperaba.

—¡Muy buenas! —gritó hacia la sala, donde solían hacerse compañía Morten y Hardy. Ni un alma. Pero fuera, en la terraza, había gran actividad. En medio de la terraza, junto a un calefactor, divisó la cama de Hardy, con goteros y todo, y a su alrededor había un grupo de vecinos con plumíferos consumiendo salchichas asadas a la parrilla y cervezas a morro. A juzgar por la expresión atontada de sus rostros, llevaban en ello ya un par de horas.

Carl trató de localizar el olor acre del interior, y llegó hasta un puchero en la mesa de la cocina cuyo contenido recordaba más que nada a comida de bote recalentada y reducida hasta carbonizarse. Muy desagradable. También para la futura existencia del puchero.

—¿Qué pasa? —preguntó al llegar a la terraza con la mirada fija en Hardy, que sonreía en silencio bajo cuatro edredones.

—¿Sabías que Hardy tiene un puntito en la parte de arriba del brazo donde siente? —inquirió Morten.

—Sí, es lo que dice.

Morten parecía un chico que tenía por primera vez en sus manos una revista con mujeres desnudas e iba a abrirla.

—¿Y sabías que tiene algo de reflejos en los dedos anular e índice?

Carl sacudió la cabeza y miró a Hardy.

—¿Qué es esto? ¿Un concurso sobre temas neurológicos? Si es así, paramos en las regiones inferiores, ¿de acuerdo?

Morten mostró su dentadura manchada de vino tinto al sonreír.

—Y hace dos horas Hardy ha movido un poco la muñeca, Carl. De verdad, joder. Ha sido suficiente para que la cena se quemara.

Abrió los brazos entusiasmado para que todos pudieran apreciar su figura corpulenta. Parecía estar dispuesto a saltar a sus brazos. Que no se le ocurriera.

—Déjame ver, Hardy —dijo Carl con sequedad.

Morten retiró los edredones, dejando al descubierto la piel lechosa de Hardy.

—A ver, viejo, vuelve a hacerlo —dijo Carl mientras Hardy cerraba los ojos y apretaba los dientes hasta tensar los músculos de sus mandíbulas. Era como si todos los impulsos del cuerpo recibieran órdenes de bajar por las vías nerviosas hasta aquella muñeca fuertemente vigilada. Y los músculos faciales de Hardy empezaron a temblar y siguieron temblando un buen rato hasta que al final tuvo que soltar el aire y darse por vencido.

—Ohhh —dijo la gente de alrededor, a la vez que lo animaban de todas las formas posibles. Pero la muñeca no se movió.

Carl hizo un guiño consolador a Hardy y se llevó a Morten hacia el seto.

—Exijo una explicación, Morten. ¿Para qué has montado todo este belén? Joder, está bajo tu responsabilidad, es tu trabajo. O sea que deja de darle esperanzas al pobre, y deja de convertirlo en un número de circo. Ahora subo a ponerme el chándal, y mientras tanto tú manda a la gente a casa y vuelve a poner a Hardy en su sitio, ¿vale? Ya hablaremos luego.

No quería oír más cuentos chinos. Que se los contara al resto del público.

—Repite lo que has dicho —dijo Carl media hora más tarde.

Hardy miró pausadamente a su antiguo compañero. Era digno de ver, tumbado allí, cuan largo era.

—Es verdad, Carl. Morten no lo ha visto, pero estaba al lado. He sentido un tirón en la muñeca. Siento también algo de dolor en el hombro.

—¿Y por qué no puedes volver a hacerlo?

—No sé qué he hecho exactamente, pero era algo controlado. No era un tirón sin más.

Carl puso la mano en la frente de su amigo paralizado.

—Que yo sepa, eso es casi imposible, pero te creo, de acuerdo. Lo que no sé es qué vamos a hacer al respecto.

—Yo sí lo sé —declaró Morten—. Hardy tiene un punto junto al hombro que conserva la sensibilidad. Es ahí donde siente el dolor. Creo que debemos estimular ese punto.

Carl sacudió la cabeza.

—Hardy, ¿estás seguro de que es una buena idea? A mí me parece pura charlatanería.

—Bueno, ¿y qué? —dijo Morten—. De todas formas, yo tengo que estar con él. No perdemos nada.

—Puedes quemar todos los pucheros.

Carl miró hacia el pasillo. Una vez más faltaba un abrigo en el colgador.

—¿No iba a comer Jesper con nosotros?

—Está en Brønshøj, donde Vigga.

Parecía extraño. ¿Qué pintaba Jesper en aquella cabaña helada? Además, odiaba al último novio de Vigga. No porque el tío escribiera versos y llevara unas gafas enormes. Más bien porque también los leía en voz alta y exigía atención.

—¿Qué hace Jesper allí? No habrá vuelto a hacer novillos, ¿verdad?

Carl sacudió la cabeza. Solo quedaban un par de meses para el examen de selectividad. Con el desquiciado sistema de calificaciones y la miserable reforma de institutos, no le quedaba otro remedio que aguantar un poco y hacer como que aprendía algo. De lo contrario…

En aquel momento Hardy cortó su cadena de ideas.

—Tranquilo, Carl. Jesper y yo repasamos juntos todos los días después del instituto. Le tomo la lección antes de que se vaya a casa de Vigga. Va bien.

¿Va bien? Aquello sonaba surrealista de verdad.

—Entonces, ¿por qué está en casa de su madre?

—Ella se lo ha pedido por teléfono —replicó Hardy—. Está triste, Carl. Está cansada de su vida y quiere volver a casa.

—¿A casa? ¿Aquí?

Hardy asintió con la cabeza. Carl estaba al borde del colapso provocado por el susto.

Morten tuvo que ir dos veces a por la botella de whisky.

Fue una noche en blanco y una mañana sin brillo.

De hecho, Carl se sentía mucho más cansado cuando por fin se sentó en su despacho que la víspera al acostarse.

—¿Sabemos algo de Rose? —preguntó mientras Assad le ponía delante un plato con unos pedazos de algo indefinido. Por lo visto, quería animarlo.

—La llamé ayer por la noche, pero no estaba en casa. Es lo que me dijo su hermana, o sea.

—No me digas.

Carl ahuyentó a su viejo amigo, el omnipresente moscón, y trató de levantar uno de los tacos almibarados, pero estaba bien pegado al plato.

—¿Su hermana te ha dicho si Rose iba a venir hoy?

—Sí, va a venir su hermana Yrsa, no Rose. Está de viaje.

—¿Qué dices? ¿Adónde ha ido Rose? ¿Su hermana? ¿Va a venir su hermana? ¿Lo dices en serio?

Se separó del pegajoso cazamoscas. Dejó algo de piel en el intento.

—Yrsa me dijo que a veces Rose se marcha un día o dos, pero que no es nada grave. Rose suele volver siempre, es lo que me dijo Yrsa. Y mientras tanto vendrá Yrsa a hacer el trabajo de su hermana. Me dijo que no pueden permitirse prescindir del salario de Rose.

Carl ladeó la cabeza.

—¡Vaya! No es nada grave que una compañera con empleo fijo desaparezca a su antojo; tiene bemoles la cosa. Rose debe de estar loca.

Ya se lo diría con el debido énfasis cuando volviera.

—¿Y esa Yrsa? No va a pasar del cuerpo de guardia, ya me encargaré de ello.

—Esto… bueno, pero ya lo he hablado con el centinela y con Lars Bjørn. No hay problema, a Lars Bjørn le da igual, siempre que el salario se le siga pagando a Rose. Yrsa es la suplente mientras Rose está enferma. Bjørn está contento por que hayamos, o sea, encontrado a alguien.

—¿No hay problema con Bjørn? ¿¿Has dicho enferma??

—Digamos que está enferma, ¿no?

Aquello era una rebelión en toda regla.

Carl cogió el teléfono y tecleó el número de Lars Bjørn.

—Hooola —oyó la voz de Lis.

¿Qué pasaba?

—Hola, Lis. ¿No he marcado el teléfono de Bjørn?

—Sí, sí, es que estoy al cargo de su teléfono. La directora de la Policía, Jacobsen y Bjørn están reunidos para tratar la situación del personal.

—¿Me lo puedes pasar un momento? Solo serán cinco segundos.

—Es sobre la hermana de Rose, ¿no?

Los músculos del rostro de Carl se contrajeron.

—No tendrás nada que ver con eso, ¿verdad?

—Carl, ¿no soy acaso yo quien se encarga de la lista de sustitutos?

Joder, no lo sabía.

—¿Me estás diciendo que Bjørn ha dado el visto bueno a un sustituto sin consultarlo conmigo?

—Oye, Carl, relájate —protestó Lis, y chasqueó los dedos al otro lado de la línea como para despertarlo—. Nos falta gente. En este momento Bjørn da el visto bueno a todo. Deberías ver quiénes están trabajando en el resto de departamentos.

Su carcajada no borró precisamente la sensación de frustración de Carl.

La empresa K. Frandsen Mayorista era una sociedad anónima con un capital propio de doscientas cincuenta mil míseras coronas, pero con un valor estimado de dieciséis millones. Solo el almacén de papel estaba tasado, según el último balance, que iba de setiembre a setiembre, en ocho millones, de modo que no debería haber grandes problemas económicos. Pero el inconveniente era que los clientes de K. Frandsen eran semanarios y periódicos gratuitos, y la crisis económica no se había portado bien con ellos. Por lo que calculaba Carl, podría haber sido un golpe más inesperado y duro de lo habitual para la billetera de K. Frandsen.

Pero aquello se puso interesante de veras cuando constataron situaciones similares en las empresas propietarias de los locales incendiados en Emdrup y en Stockholmsgade. La empresa de Emdrup, Herrajes JPP, S. A., tenía un volumen de negocios de veinticinco millones anuales y sus principales clientes eran los mayoristas de materiales de construcción y las grandes empresas madereras. Probablemente, un negocio floreciente el año pasado, pero no tanto ahora. Igual que la empresa de Østerbro, Public Consult, que vivía de generar proyectos de concursos para grandes estudios de arquitectos, y que seguramente había notado también el feo muro de hormigón denominado «crisis».

Al margen de la notable fragilidad de la actual situación financiera, no había ningún punto de semejanza entre las tres desafortunadas empresas. Ni propietarios comunes ni clientes comunes.

Carl tamborileó sobre la mesa. ¿Cuál habría sido la situación en el incendio de Rødovre de 1995? ¿Se trataría también de una empresa que de pronto se encontró con problemas? Joder, no le habría venido mal tener a mano a Rose.

—Toc, toc —resonó una voz susurrante al otro lado de la puerta.

Bueno, ya ha llegado Yrsa, pensó Carl, y miró la hora. Las nueve y cuarto. Ostras, ya era hora.

—¿Qué horas son estas de aparecer? —la amonestó, dándole la espalda. Aquello era fruto de su experiencia. Los jefes que te daban la espalda eran inflexibles, con ellos no había cachondeo que valiera.

—¿Estábamos citados? —se oyó una voz nasal de hombre procedente de la puerta.

Carl giró la silla un cuarto de vuelta de más.

Era Laursen. El viejo Tomas Laursen, perito policial y jugador de rugby que ganó una fortuna y después la perdió, y ahora trabajaba en la cantina del último piso.

—Vaya, Tomas, ¿vienes de visita?

—Sí. Tu simpático asistente me ha preguntado si no tenía ganas de saludarte.

Entonces Assad asomó su rostro pícaro por la puerta entreabierta. ¿Qué se traía entre manos Assad esta vez? ¿Era posible que hubiera puesto los pies en la cantina? ¿Ya no le bastaba con sus especialidades picantes y sus revuelvetripas caseros?

—He subido a por un plátano, Carl —se disculpó Assad, agitando en el aire la verga amarilla. ¿Subir hasta el último piso a por un plátano?

Carl asintió para sí. Assad era una especie de mono. Estaba convencido.

Él y Laursen se estrecharon la mano y apretaron con fuerza. La misma broma dolorosa de los viejos tiempos.

—Es curioso, Laursen. Acabo de oír hablar de ti a ese Yding de Albertslund. Tengo entendido que no has vuelto a Jefatura de manera voluntaria.

Laursen sacudió la cabeza.

—No. Pero la culpa es mía. El banco me engañó para que pidiera un préstamo para invertir, y pude hacerlo porque tenía capital. Ahora no tengo una mierda.

—Tendrían que pagar ellos la crisis —dijo Carl. Había oído a otros decir lo mismo en las noticias.

Laursen asintió con la cabeza. No cabía duda de que le daba la razón, y ahora estaba allí otra vez. El último mono de la cantina. Para hacer bocadillos y fregar. Uno de los peritos policiales más hábiles de Dinamarca. Menuda pérdida.

—Pero estoy contento —añadió—. Veo a muchos viejos conocidos de cuando trabajaba en el cuerpo, solo que ahora no hace falta que vaya a trabajar con ellos.

Esbozó una medio sonrisa, como en los viejos tiempos.

—El trabajo me deprimía, Carl, sobre todo cuando tenía que pasar toda la santa noche revolviendo entre restos humanos destrozados. No hubo un solo día en aquellos cinco años que no pensara en largarme. Y el dinero me ayudó a irme, aunque volví a perderlo. Es otra manera de ver las cosas. No hay mal que por bien no venga.

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