El miedo de Montalbano (3 page)

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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policíaco

—¿No me ha dicho que repasara las tablas de multiplicar?

¡Qué graciosos estaban sus hombres aquella mañana! Volvió a subir al piso de arriba. En el dormitorio, Fazio había cambiado de sitio. Ahora miraba a su alrededor con la espalda apoyada en la ventana cerrada.

—¿Has encontrado algo?

—Hay cosas que no encajan.

—¿Por ejemplo?

—Gerlando Piccolo era viudo desde hace dos años.

—¿Ah, sí? No lo sabía.

—Entonces yo me pregunto...

—... ¿quién dormía a su lado en la cama cuando entró el asesino?

Fazio lo miró, estupefacto.

—¿Usted también se ha dado cuenta de que los dos lados de la cama han sido utilizados? Fíjese en la almohada y en la posición de la sábana y de la colcha al otro lado...

—Perdona, Fazio, pero si incluso tú te has dado cuenta de ese detalle ¿cómo no iba a darme cuenta yo? Sigue observando y después me lo explicas.

Fazio lo miró enfurruñado y ofendido.

—¿Llamo a la Científica? —preguntó en tono pausado.

—Mira tu reloj. Dentro de diez minutos la llamas sin necesidad de que yo te lo diga.

La habitación contigua a la del muerto era otro dormitorio, pero en desuso. Sobre la cama sólo había un colchón. Los muebles estaban cubiertos por una capa de polvo. También había una puerta cerrada con llave. Montalbano trató de abrirla empujándola con el hombro, pero se resistió. Al lado de la puerta cerrada había un cuarto de baño bastante ordenado. Otra puerta daba acceso a un pequeño trastero. Finalmente regresó a la planta baja.

—El café ya está listo —dijo Galluzzo desde la cocina.

Antes de dirigirse hacia allí, el comisario llamó con los nudillos a la puerta de Grazia, pero no obtuvo respuesta.

—Ha ido al lavabo —explicó Gallo, todavía arrellanado en el sillón.

Montalbano entró en la cocina, y mientras se tomaba el café, apareció la muchacha. Se había lavado y vestido, y su rostro había recuperado parcialmente el color. Galluzzo le ofreció una taza de manzanilla que la joven comenzó a beber de pie.

—Ya puedes sentarte —le dijo Montalbano, pasando a tratarla de tú.

La muchacha se sentó en el borde de la silla, lista para levantarse de un salto y escapar. Parecía realmente un animal acosado. Bajo la blusa, cubierta por un mantoncito de color rojo, y la holgada falda, prendas ambas de ínfima calidad, se adivinaban los músculos en tensión. Fue entonces cuando Galluzzo hizo un gesto inesperado.

—Bueno, bueno. Calma —dijo, acariciando la cabeza de la muchacha como si ésta fuera un animal al que hubiera que tranquilizar y amansar.

Entonces Grazia reaccionó precisamente como un animal, respirando hondo.

—Antes que nada, quiero saber qué hay en esa habitación cerrada del piso de arriba.

—Eso es..., era el despacho del tío Gerlando.

—¿El despacho?

—Bueno, donde recibía las visitas.

—¿Qué visitas?

—Las que venían a verlo.

—¿Y para qué venían a verlo?

—Para que les prestara dinero.

¡Un usurero! ¡Menuda noticia! Aquello significaba un centenar de posibles asesinos entre los clientes de Piccolo.

—¿Recibía a mucha gente?

—No lo sé, no pasaban por aquí.

—¿Por dónde, entonces?

—En la parte trasera de la casa hay una escalera exterior que sube a la habitación.

—¿La llave?

—Mi tío la tenía siempre en el bolsillo.

La ropa de la víctima se encontraba sobre una silla del dormitorio.

—Galluzzo, sube al piso de arriba, busca la llave, echa un vistazo con Fazio a ese despacho y después déjalo todo tal como estaba.

Cuando el agente salió, la muchacha miró al comisario.

—¿Dónde quiere que nos pongamos?

—¿Para hablar, quieres decir? ¡Aquí está bien! —contestó Montalbano abarcando la cocina con un gesto circular.

—Yo siempre estoy aquí —dijo la joven.

El comisario notó que la voz de la muchacha sonaba más segura; debía de estar más tranquila porque el interrogatorio estaba teniendo lugar en su ambiente habitual. Se llenó otra taza de café y se sentó.

—¿Desde cuándo vives con tu tío en esta casa?

Estaba dando rodeos de manera deliberada porque quería llegar al momento de la descripción del asesinato cuando la muchacha se encontrara en condiciones de hablar de ello sin que estallara en una crisis de histeria.

Así averiguó que Grazia era hija única de la hermana de Gerlando Piccolo, casada con un modesto comerciante de cereales llamado Calogero Giangrasso. A los cinco años, Grazia se había quedado huérfana a causa de un accidente de automóvil. Ella también viajaba en aquel coche que había colisionado con un camión, y de hecho se había abierto la cabeza, pero en el hospital se la habían cerrado muy bien. Entonces su tío Gerlando y su mujer Titina, que no tenían hijos, la acogieron en su casa.

—¿Te querían?

—Necesitaban una criada.

Lo dijo con la mayor naturalidad, sin el menor tono de rencor o desprecio. Era una simple constatación.

—¿Te enviaron al colegio?

—No. En casa siempre me necesitaban. No sé leer ni escribir.

—¿Tienes novio?

—¡¿Yo?!

—Bueno, bueno, sigamos. —Más tarde, cuando la muchacha cumplió quince años, murió su tía Titina—. ¿De qué murió?

—El médico dijo que del corazón. Padecía del corazón.

A partir de entonces, las cosas habían ido a mejor.

—¿La tía te trataba mal?

—Sí. Y era muy quisquillosa.

El tío la trataba con educación y puede que incluso le tuviera cierto cariño. No le exigía que fregara y refregara las ollas cinco veces seguidas como mínimo. Y de vez en cuando le daba dinero para que se fuera al pueblo y se comprara alguna cosa que le gustara.

—Y ahora dime qué ha ocurrido. ¿Te sientes con ánimo?

—Sí.

Cuando la muchacha estaba a punto de empezar a hablar, en la puerta apareció Galluzzo.


Dottore
, hemos abierto la habitación. ¿Quiere ir a echar un vistazo? Ya me quedo yo aquí.

Como había dicho Grazia, la habitación estaba amueblada como un despacho. Había un escritorio, dos sillones, unas sillas y un archivador. En la pared que estaba detrás del escritorio se veía una caja de seguridad empotrada de aspecto muy sólido.

—¿Está cerrada? —le preguntó Montalbano a Fazio.

—A cal y canto.

El comisario abrió la cristalera protegida por una barra de hierro que daba acceso a la escalera exterior a la que se había referido Grazia. Los clientes podían ser recibidos sin necesidad de pasar por la puerta principal de la casa.

—Hagamos una cosa. Abre el archivador, seguramente encontrarás los nombres de los clientes del tío Giurlanno.

—Galluzzo me ha dicho que prestaba dinero.

—Copia cuatro o cinco nombres, no más. Después déjalo todo tal como estaba, que parezca que aquí dentro no ha entrado nadie.

—¿Cree que de este homicidio se encargará la brigada móvil?

—Por supuesto. ¿Lo dudas? Por cierto, ¿a quién has avisado?

—A todos. Tardarán por lo menos media hora en llegar.

En la cocina, Galluzzo y Grazia hablaban en voz baja. Interrumpieron la conversación cuando vieron aparecer al comisario.

—¿Puedo quedarme? —preguntó Galluzzo.

—Pues claro. Sigamos.

Como todas las noches,
'u zu Giurlanno
apagaba el televisor a las diez en punto, incluso en el momento más trágico de una telenovela, y subía al piso de arriba para acostarse. Eso era también una señal inequívoca para Grazia, la cual fregaba en la cocina la vajilla que habían utilizado para la cena, se desnudaba en el cuarto de baño de abajo y se iba a dormir a su habitación.

—Un momento —dijo el comisario—. ¿Quién había cerrado la puerta principal?

—Mi tío cuando vino a cenar. Lo hacía siempre. Cerraba con las llaves y las colgaba de un clavo al lado de la puerta.

Montalbano miró a Galluzzo.

—Las llaves están allí. Y no hay ninguna señal de que hayan forzado la cerradura. Debió de usar un duplicado.

—¿Por qué utilizas el singular? Puede que el que ha disparado no estuviera solo.

—No, señor —dijo Galluzzo.

—Estaba solo —confirmó la muchacha.

Grazia señaló que se había dormido enseguida. Después se había despertado a causa de una detonación. Aguzó el oído, pero, al no oír ningún otro ruido, dedujo que la detonación procedía del exterior, de la campiña circundante. Acababa de cerrar los ojos cuando oyó unos ruidos muy fuertes procedentes del dormitorio de su tío. Pensó inmediatamente que éste se encontraba mal, como ya le había ocurrido otras veces.

—Explícate mejor.

A su tío le gustaba mucho comer. En cierta ocasión se había zampado tres cuartos de cabrito, y por la noche, cuando se levantó para tomar un poco de bicarbonato, se desplomó a causa de un intenso mareo.

—¿Y qué hiciste tú después de oír la detonación?

Se había levantado, se había puesto la bata a toda prisa y había subido corriendo descalza al piso de arriba. La luz del dormitorio estaba encendida. Lo primero que vio fue a su tío medio incorporado en la cama con la espalda apoyada en la cabecera. Se acercó a él y lo llamó, pero no contestó. Sólo entonces reparó en la sangre de la boca y en la mancha sobre el pecho. Grazia volvió repentinamente la cabeza y vio la figura de un hombre que salía por la puerta. Entonces recordó de repente que su tío guardaba un revólver en el cajón de la mesilla, lo cogió, siguió al hombre y disparó contra él desde lo alto de la escalera justo en el momento en que éste alcanzaba la puerta principal para emprender la huida. Intentó seguirlo, pero no se veía nada, todo estaba demasiado oscuro, sólo oyó el ruido de un ciclomotor. Subió de nuevo al dormitorio, consciente de que no podía hacer nada por su tío, dejó caer el revólver al suelo y regresó al salón para llamar a la policía.

Ahora Grazia estaba temblando de nuevo y oscilaba como un árbol agitado por ráfagas de viento. Galluzzo volvió a acariciarle el cabello.

—Todo coincide —dijo—. Incluso la mancha de sangre.

—¿Qué mancha de sangre?

—La que hay en la explanada de delante de la casa, la he visto con la linterna. Ahora que ya es de día usted también podrá verla. Pertenece sin duda al asesino. La muchacha le ha dado de lleno en la espalda.

Fue entonces cuando Grazia soltó un grito animal con la cabeza echada enteramente hacia atrás y se desmayó.

2

Dos días antes, Bonetti-Alderighi le había repetido la lección.

—Se lo ruego, Montalbano, recuerde que usted sólo se encarga provisionalmente del caso, nada más.

—No le he entendido bien, señor jefe superior.

—¡Por Dios bendito! ¡Ya se lo he dicho por lo menos tres veces! Si lo llaman al escenario del crimen, usted deberá limitarse a asumir su responsabilidad, esperar la llegada de los encargados de las investigaciones y procurar que nadie se mueva.

—¿Es eso lo que tengo que decir?

—¿Cómo?

—¡Policía! ¡Que nadie se mueva!

Bonetti-Alderighi lo miró con recelo. El comisario permanecía de pie enfrente del escritorio con el cuerpo ligeramente inclinado hacia delante y un rostro que sólo expresaba un humilde deseo de saber.

—¡Haga lo que considere oportuno!

Ahora los «encargados de las investigaciones» estaban a punto de llegar y a él no le apetecía verlos. Entró en la habitación de Grazia. La chica se había recuperado un poco, aunque seguía tumbada en la cama con la ropa puesta.

Galluzzo estaba sentado en una silla.

—Me voy —dijo Montalbano.

La muchacha se incorporó de golpe.

—Pero ¿cómo? ¿Ya ha terminado todo?

—No, todavía no ha empezado. Galluzzo, ven conmigo.

Desde el salón, el comisario llamó a Fazio. Gallo dormía profundamente hundido en el sillón, y, al pasar, el comisario le propinó un puntapié en la pantorrilla.

—¿Qué hay? ¿Qué ha pasado?

—Nada, Gallo. Ve a poner en marcha el coche, que nos vamos.

—¿Quiere algo? —preguntó Fazio desde lo alto de la escalera.

—Sólo avisarte de que me voy. Tú espera aquí a los demás. —Mientras se encaminaba hacia la puerta, tomó del brazo a Galluzzo—. ¿Quieres explicarme por qué te interesa tanto la sobrina?

Galluzzo se ruborizó.

—Me da pena. Es una muchacha sola y desconsolada.

Fuera ya se había hecho de día.

—Enséñame dónde has visto la mancha de sangre.

Galluzzo miró al suelo y pareció sorprenderse. Después esbozó una sonrisa.

—Está justo debajo de su coche.

Le indicaron por señas a Gallo que diera marcha atrás. Éste obedeció y la mancha de sangre quedó al descubierto, afortunadamente respetada por las ruedas. Montalbano se agachó para examinarla y la rozó con el dedo índice. Era sangre, no cabía la menor duda.

—Ponle algo para protegerla; de lo contrario, cuando lleguen los coches de esos cabrones de Montelusa la dejarán reducida a polvo. Tú quédate aquí con..., con Fazio. Hasta luego.

—Gracias —dijo Galluzzo.

* * *

Cuando llegaron a la comisaría le dijo a Gallo que bajara del coche, se sentó al volante y prosiguió camino hacia Marinella. Mientras se afeitaba, recordó la cuestión de la cama del muerto. Si ambas plazas habían sido utilizadas, significaba que alguien estaba acostado al lado de Gerlando Piccolo antes del asesinato o en el transcurso del mismo. Por consiguiente, aparte de la sobrina Grazia, que había entrado en la estancia cuando ya todo estaba hecho, tenía que haber un testigo directo del homicidio. Había olvidado preguntarle a la sobrina qué sabía de los encuentros nocturnos de su tío Gerlando. Un error gravísimo que jamás habría cometido si no hubiera sabido que tenía que pasarle el testigo a los verdaderos «encargados de las investigaciones». Que se jodieran.

Fazio, con expresión enfurecida, recordó que era la hora de comer.

—¿Y Galluzzo, dónde está?

—Como lo han sellado todo y la sobrina no sabe adónde ir, Galluzzo ha telefoneado a su mujer para preguntarle si podía llevar a la muchacha a su casa, y ésta le ha dicho que sí. Después ha ido a llamar a un médico porque la pobre chica, después del interrogatorio al que la han sometido el fiscal Tommaseo y el
dottor
Gribaudo, estaba totalmente aturdida. Volverán a interrogarla mañana por la mañana.

—¿Se la llevan a Montelusa?

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