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Authors: Albert Espinosa

El Mundo Amarillo (3 page)

Poco a poco, dejamos de notar dolor. Primero fueron los dolores de los pinchazos de la quimio; siempre que te ponen una inyección te duele. Pero descubrimos que el dolor proviene de pensar que existe. ¿Y si las inyecciones no duelen? si en realidad reaccionamos al dolor tal como nos enseñan las películas sin percatarnos de si en realidad sentimos dolor? ¿Y si en realidad el dolor no existiese? Todas estas ideas provenían del más sabio de los pelones; llevaba con cáncer desde los siete años, y en ese momento tenia quince. Para mí fue y será siempre el espejo en el que me miro. Nos reunía, nos hablaba, casi podría decir que nos adoctrinaba y que siempre podía convencerte de cualquier cosa. Cuando le oí decir que el dolor podía desaparecer simplemente por poner en duda que existiese me pareció una inmensa tontería y cuando me hablaba del umbral del dolor, entonces ya no entendía nada.

Pero un día, en una de las sesiones de quimio (y me dieron más de ochenta y tres), decidí creer en lo que me había dicho. Miré la inyección, miré mi carne y no introduje la tercera variable. No formó parte de la ecuación del dolor, no pensé que tuviese que doler. Tan sólo que una aguja se acercaría a mi piel, la traspasaría y extraería sangre. Sería como una caricia; una caricia extraña y diferente. Una caricia entre el hierro y la carne.

Y misteriosamente así fue: por primera vez no noté dolor, sentí esa extraña caricia. Aquel día la enfermera necesitó doce pinchazos para encontrar la vena, ya que con la quimio se van desdibujando y son más y más difíciles de encontrar. No me quejé ni una vez porque era mágico, casi poético, pensar en esa sensación. No era dolor, en realidad era algo que no tenía nombre pero que no se parecía en nada al dolor.

Fue aquel día cuando comprendí que dolor es una palabra que no tiene ningún valor práctico; al igual que el miedo. Son palabras que asustan, que provocan dolor y miedo. Pero, en realidad, cuando no existe la palabra, no existe la esencia de lo que quieren significar.

Creo que lo que aquel gran pelón, del que poseo el 0,6 de su vida (el mejor 0,6 que hay en mí), quería decir era que no existe la palabra dolor; tan sólo eso, que no existe como palabra, como concepto. Debes averiguar qué sientes (como en el caso de la inyección), y no pensar que eso equivaldrá a dolor. Debes probarlo, saborearlo y decidir qué es lo que sientes. Te aseguro que muchas veces el dolor será placer, el dolor será divertido o el dolor será poético.

En los siete años siguientes que tuve cáncer jamás sentí dolor, porque el cáncer, en la mayoría de los casos (excepto un 10 o 12%), no es doloroso. Las películas son las que han convertido en algo doloroso. Me es difícil recordar alguna película en la que alguien que tiene cáncer no llore de dolor, vomite, se muera o tome morfina en grandes cantidades. Siempre reflejan lo mismo: dolor y muerte.

Cuando escribí Planta 4.ª fue, sobre todo, porque quería escribir una peli positiva, realista, que se cargara el tópico y mostrara cómo suele ser la vida de la gente con cáncer.Cómo viven ese «falso» dolor que aparece en todas las pelis. Cómo luchan, cómo mueren pero no cómo todo gira en torno al vómito, al dolor y a la muerte.

Cuando me curé pensé que olvidaría esta lección, pero fue la primera que recordé. Hay muchos dolores fuera del hospital, fuera de la vida hospitalaria y no son dolores médicos, no tienen que ver con una inyección, o con una intervención quirúrgica. Tienen que ver con otras personas, algunas personas que infligen dolor, queriendo o sin querer.

Y fue en esa vida sin cáncer cuando realmente me sentí dolorido: de amor, de tristeza, de orgullo, laboralmente. Fue cuando recordé que el dolor no existe; la palabra dolor no existe. Fue cuando volví a pensar en qué sentía cuando me pasaban esas cosas cuando me di cuenta de que en realidad a veces se trataba de nostalgia, a veces de indefensión, a veces de desazón y a veces de soledad. Pero no era dolor.

Cuando era pequeño, cuando aprendí en el hospital que no existe el dolor, me sentí, con catorce años, como un superhéroe, con el superpoder de no sentir dolor. Tenía un amigo del cole que me decía: «Estás hecho de hierro, no notas los pinchazos». Ahora, de mayor, me doy cuenta de que, en realidad, sigues recibiendo pinchazos; a veces tres o cuatro de golpe en sitios diferentes, a veces sólo uno y directo al corazón. El secreto no es ser de hierro o insensible, sino dejar que te penetren, que te toquen y rebautizar qué sientes.

La lista es fácil. El descubrimiento es sencillo: «No existe la palabra dolor». Los pasos…

1. Busca palabras cuando pienses en «dolor». Busca cinco o seis que puedan definir qué sientes, pero que ninguna sea dolor.

2. Cuando los tengas, piensa cuál es el que define mejor qué sientes; ése es tu dolor. Ésa es la palabreja que define lo que sientes.

3. Cámbiala, obvia la palabra dolor y coloca la nueva. Dejará de dolerte y podrás sentir con fuerza esa nueva denominación. Ese sentimiento.

Parece imposible que funcione pero con el tiempo lo dominarás y te darás cuenta de que el dolor no existe. El dolor físico, el dolor del corazón, en realidad esconde otras sensaciones, otros sentimientos. Y ésos son superables. Cuando conoces qué tienes, es más fácil superarlo.

Tercer descubrimiento:

«Las energias que aparecen a los treinta

minutos son las que solucionan el problema»

Sobre todo, no abran los sobres con los resultados de la radiografia.

Los médicos a los pacientes.

Abrámoslo inmediatamente.

El paciente a su familiar en cuanto recibe el sobre.

Muchas veces, en el hospital, teníamos que ir a buscar resultados de pruebas. No hay ningún momento de más tensión que cuando tienes el sobre de un tac o una radiografía en las manos.

Durante diez años de mi vida, aquella situación se repitió muchas veces. Te daban las radiografías y el sobre con los resultados y te repetían que no lo abrieras, que lo entregaras al médico.

Normalmente faltaban quince días desde la entrega del sobre hasta la visita con el médico. Quince días es mucho tiempo para mantener cerrado un sobre que podía revelar que el cáncer había vuelto en forma de recidiva en alguna parte de tu cuerpo. (En pocas palabras: una recidiva podría definirse como volver a tener cáncer.)

Todos mis amigos del hospital, todos, lo abrían. Era evidente. ¿Cómo pueden pensar que mantendrás cerrado durante dos semanas algo tan importante?

Últimamente asesoro a algunos médicos sobre cómo tratar a los pacientes y les cuento siempre que esto sería lo primero que tendrían que cambiar: este procedimiento está demasiado desfasado. Ellos siempre sonríen como diciendo: ya sabemos que lo abrís. Es como un pacto no escrito: vosotros lo abrís, lo leéis, volvéis a pegarlo y nosotros hacemos ver que no nos damos cuenta. Siempre me han horrorizado este tipo de pactos, no comprendo que todo el mundo sepa cosas y haga ver que no las sabe. Me parece un sinsentido.

De todos modos, el problema no es el sobre cerrado, sino lo que contiene. La cuestión es cómo afrontar una noticia importante, una noticia que puede cambiarte la vida. En el hospital aprendimos a hacerlo; aprendimos a base de equivocaciones, como casi todo en esta vida.

Al principio abríamos el sobre como locos, en el mismo hospital, dos minutos después de que nos lo entregaran. Recuerdo ciertas imágenes en el pasillo: mi padre, mi madre y yo inclinados sobre una hoja, leyendo, bueno, la palabra exacta sería devorando, lo que contenía ese papel.

Poco después nos dimos cuenta de que no era buena idea abrirlo en un hospital; no debes recibir o dar malas noticias en un lugar en el que has pasado o pasarás mucho tiempo. Siempre hay que encontrar un lugar neutral. Así que abríamos el sobre en restaurantes (a los que íbamos por primera vez), en calles desconocidas (cuyo nombre olvidaríamos) o en el metro. Pero seguíamos cometiendo un error: desde que nos daban el sobre hasta que lo abríamos jamás transcurrían más de quince minutos. Sin saberlo, buscábamos calles, restaurantes y metros cercanos. Teníamos una urgente necesidad de saberlo; como si algo nos quemara por dentro.

Con el tiempo, cuando ya nos habían entregado cuarenta o cincuenta sobres, descubrimos el método perfecto. No hay duda de que se puede ser profesional incluso leyendo diagnósticos médicos: basta repetir muchas veces la misma acción y mejorarla hasta que no parezca que la estás repitiendo.

El método perfecto consistía en:

1. Recoger el sobre tranquilamente, guardarlo y llevarlo a casa contigo sin hacerle el menor caso…

2. Esperar media hora exacta, sin pensar en él, sin dedicarle un solo segundo. Y cuando hubiera pasado exactamente media hora…

3. Ir a un lugar tranquilo y abrirlo. Esa media hora es el tiempo que necesita tu cuerpo para tranquilizarse y tu mente para serenarse; es como si toda tu ansiedad desapareciese. Y lo mejor de todo es que cuando reaccionas, tras haber visto los resultados, éstos son media hora más viejos. Son como una noticia antigua y eso les resta fuerza y te da poder.

Sé que puede parecer extraño. ¿Por qué media hora y no una hora? ¿Por qué no diez minutos? ¿Tan importantes son esos treinta minutos? Pues sí. Creo que, de tanto recibir noticias importantes, he descubierto que hay algo en nuestro cuerpo que desea conocerlas al instante y ese algo es lo que nos ciega. Es como una pasión que a los treinta minutos exactos desaparece y activa otras energías que desean saber qué pasa, pero que son capaces de hallar soluciones. Son ansias con otros objetivos, que luchan, ansias que crean soluciones.

Cuando dejé el hospital pensé que no volvería a encontrar disyuntivas tan intensas como las que me planteaban los sobres de radiografías. Y naturalmente así fue, pero he encontrado la manera de adaptar mi teoría de los treinta minutos.

Muchas veces recibo un e-mail y sé que es importante; veo cómo llega a mi buzón de entrada, pero no lo abro; lo miro, aún está en negrita, y no lo abro. Espero treinta minutos, me relajo, dejo que las ansias cambien y luego lo abro.

Es genial, funciona. Además, sea lo que sea lo que recibas, sean buenas o malas noticias, has dejado pasar media hora y tu respuesta no es precipitada, no es fruto de una reacción poco meditada. Parece que hayas tardado media hora en decidir qué escribir. Y lo mismo pasa con los mensajes de móviles, entre muchas otras cosas.

Este descubrimiento también es útil para las conversaciones con la gente, sobre todo en lo que concierne con la lección del lugar y el momento de hablar con esa persona.

Sigo usando la regla de los treinta minutos y debo confesar que a veces la alargo hasta cuarenta o cuarenta y tres minutos. Es como dilatar el tiempo, como ser amo y señor e tus respuestas y tus ansias.

Cuarto descubrimiento:

«Haz cinco buenas preguntas al día»

Coge una libreta y apunta, apunta todo lo que no comprendas.

Mi médico, el dia que me dijo que tenía cáncer.

Este fue el primer consejo que me dio el médico que me trató cuando llegué al hospital. Más concretamente, me dio una libreta y me dijo que apuntara todo lo que no entendiera.

Seguidamente me explicó lo que me pasaría, cancerígenamente hablando, durante los siguientes cinco años. Fue impresionante, acertó prácticamente en todo. A veces, recuerdo en sueños ese momento y me imagino qué hubiera pasado si en lugar de hablar del cáncer, hubiera hablado de mi vida. Podría haber hecho una predicción de mi vida a cinco o diez años vista. De quién me enamoraría. A qué me dedicaría. Eso sí que habría sido realmente impresionante.

Sin embargo, no pretendo quitarle valor, porque lo que hizo también lo tuvo. Me habló de biopsias, de tumores, de osteosarcomas, de recidivas. Mis padres escuchaban y yo apuntaba, no dejaba de anotar. Era extraño, porque a medida que escribía me sentía mejor. Era como si exteriorizar mis preguntas escribiéndolas, hiciera que se perdiera el misterio, el miedo, el terror.

Al acabar, me miró y me dijo: «¿Alguna pregunta?». Yo le contesté que tenía cuarenta y dos. Que eran las que me había dado tiempo a apuntar. Aquel día me contestó las cuarenta y dos, pero me surgieron veintiocho más. Cuanto más me explicaba más dudas tenía, pero cuantas más resolvía más en paz me quedaba. Era un círculo donde tanto él como yo salíamos ganando.

Nunca he dudado que tener información es básico para todo en la vida. No puedes luchar contra el cáncer si no sabes contra qué te enfrentas. Primero, conocer al contrincante; seguidamente investigarlo, y finalmente luchar.

Creo que lo mejor de la época en la que tuve cáncer, fue que siempre me dieron las respuestas. Las respuestas curan, las respuestas ayudan. Hacerte preguntas equivale a sentirte vivo. Que te den las respuestas demuestra que tienen confianza en que sabrás qué hacer con esa información.

Pero no sólo en épocas de enfermedad aparecen dudas. La vida genera muchas y muchas preguntas. Cuando salí del hospital comencé a plantearme preguntas. Yo había dejado el colegio a los quince años y no volví hasta que pisé una universidad. Las preguntas aparecían a centenares. Fue entonces cuando decidí comprarme una libreta amarilla (no sé por qué elegí ese color, aunque ahora me doy cuenta). Comencé a apuntar preguntas y decidí también escoger a quién hacérselas.

En el hospital era fácil:

1. Las preguntas difíciles al médico.

2. Las medianas a la enfermera.

3. Y las fáciles (o las complicadas) a los celadores y a los compañeros de habitación.

Pero en la vida no todo está tan claro. Así que apuntaba la cuestión, la duda que tenía y la persona que podía resolvérmela. La verdad es que te lo recomiendo; al principio te sentirás tonto apuntando preguntas estúpidas y personas que crees que poseen la respuesta. Pero según te las vayan respondiendo, la eficacia del método y ver que te sientes mejor te convertirá en adicto a la libreta.

Yo he usado este método en todos los ámbitos de mi vida: el afectivo, el familiar, el amical o amarillo (ya explicaré más tarde quiénes son los amarillos). Y siempre me he sentido bien.

Así que el método es fácil.

1. Decide un color para la libreta. El color debe tener que ver contigo. Cada uno de nosotros desprende un color, y no tiene nada que ver con la ropa con la que nos vestimos. Te puede encantar el azul de tus vaqueros, pero quizá tu color es el naranja. Descubrirás tu color de una forma muy fácil. Mira una caja de rotuladores y elige uno para dibujar, el que desees: ése es tu color.

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