¿Por qué necesitaban un vehículo tan fuerte?
Si se detenía a pensarlo, se inquietaba un poco. Recordó la llamada telefónica al doctor Levine de unas horas antes. Había dicho que estaba rodeado. ¿Rodeado por qué? Había dicho: «Los huelo, sobre todo de noche». ¿A qué se refería? ¿A quiénes?
Aún intranquila, Kelly avanzó hacia el fondo del tráiler, donde había un confortable habitáculo; tenía hasta cortinas de algodón. Incluía una cocina, un baño y cuatro camas. Encima y debajo de las camas se extendían hileras de armarios. Contaba incluso con una pequeña ducha. Resultaba acogedor.
Desde allí cruzó el fuelle que comunicaba los dos tráilers. Era más o menos como la pasarela que une los vagones de un tren, un corto pasillo de transición. Salió al interior del segundo tráiler, que parecía básicamente un espacio de almacenaje: ruedas de auxilio, repuestos, más material de laboratorio, estantes y armarios. Todos los implementos necesarios para una expedición a un lugar lejano. Incluso había una motocicleta colgada en la pared del fondo. Intentó abrir los armarios, pero estaban cerrados con llave.
También aquella sección se había reforzado especialmente. «¿Por qué? ¿Por qué tan fuerte?», se preguntó.
—Mira esto —dijo Arby, de pie ante una unidad electrónica mural. Era un panel lleno de indicadores y botones; a Kelly le pareció una especie de complicado termostato.
—¿Qué es? —preguntó.
—Desde aquí se controla todo el tráiler —explicó Arby—. Con estos comandos puedes activar cualquier cosa. Todos los sistemas, todo el equipo. Y fíjate, un circuito de televisión. —Apretó un botón y un monitor cobró vida. En él vieron a Eddie, que se dirigía hacia el tráiler—. ¿Y qué será esto? —Arby señaló un botón con una cubierta de seguridad situado en la parte baja del panel. Retiró la cubierta. El botón era plateado y llevaba grabadas las letras DEF—. Seguro que es la defensa contra osos de la que nos habló.
Al cabo de un instante Eddie abrió la puerta del tráiler y dijo:
—Mejor será que apagues eso o nos dejarás sin batería. Vengan, ya oyeron a Doc. Es hora de marcharse a casa.
Kelly y Arby cruzaron una mirada.
—Bueno —contestó Kelly—. Ya nos vamos. A su pesar salieron del tráiler.
Cruzaron el taller en dirección a la oficina de Thorne para despedirse.
—Ojalá nos dejasen ir —deseó Arby.
—Ojalá.
—No tengo ganas de quedarme en casa estas vacaciones —declaró Arby—. Van a estar todo el tiempo trabajando. —Se refería a sus padres.
—Ya lo sé.
Kelly, tampoco deseaba volver a su casa. Para ella participar en la prueba sobre el terreno durante las vacaciones de primavera era la solución ideal, porque la alejaba de su casa y de una mala situación. Su madre ingresaba datos para una compañía de seguros durante el día y trabajaba de camarera en Denny’s por la noche. De manera que pasaba la mayor parte del tiempo fuera de casa, y su último novio, Phil, aparecía por allí con frecuencia, especialmente de noche. Cuando Emily estaba en casa, eso no había supuesto ningún problema, pero ahora Emily estudiaba en la escuela de enfermería, así que Kelly se quedaba sola. Y Phil era un personaje detestable. Pero a su madre le gustaba, de modo que no quería oír hablar mal de él. Se limitaba a decirle a Kelly que madurase. Por lo tanto, camino de la oficina de Thorne, Kelly albergaba la vana esperanza de que en el último minuto él cediese. Cuando llegaron, Thorne estaba hablando por teléfono, de espaldas a ellos. En la pantalla de la computadora vieron una de las imágenes del satélite que se habían llevado del departamento de Levine. Mediante la función de zoom Thorne obtenía sucesivas ampliaciones de la imagen. Llamaron a la puerta y la entreabrieron.
—Adiós, doctor Thorne.
—Hasta la vista, doctor Thorne.
Thorne se volvió con el auricular del teléfono pegado a la oreja.
—Adiós, chicos —dijo, e hizo un lacónico gesto de despedida con la mano.
Kelly vaciló.
—¿Podría hablar un momento con usted sobre…?
—No —la interrumpió Thorne, negando con la cabeza.
—Pero…
—No, Kelly. Esta llamada no puede esperar. Son casi las cuatro de la mañana en África, y dentro de un rato se irá a dormir.
—¿Quién?
—Sarah Harding.
—¿Sarah Harding también va? —preguntó, resistiéndose a alejarse de la puerta.
—No lo sé. —Thorne se encogió de hombros—. Que pasen unas buenas vacaciones. Nos veremos dentro de una semana. Gracias por su ayuda. Y ahora márchense. —Lanzó una mirada al otro extremo del taller—. Eddie, los chicos se van. Acompáñalos a la puerta y cierra bien para que no vuelvan a entrar. ¡Tráeme esos papeles! ¡Ah, y prepara tu mochila! ¡Vienes conmigo! —A continuación, cambiando de tono, agregó—: Sí, operadora, sigo esperando.
Se volvió de espaldas.
Con los anteojos de visión nocturna el mundo se revestía de un color verde fluorescente en todas sus tonalidades. Sarah Harding contempló la sabana de África. Adelante, por encima de la alta hierba, veía un promontorio rocoso. Unos diminutos puntos verdes resplandecían sobre los peñascos. Probablemente se trataba de damanes, pensó, o de algún otro pequeño roedor.
De pie en el jeep, envuelta en una camisa para protegerse del aire frío de la noche, giró lentamente la cabeza, notando el peso de los anteojos. Oía unos gañidos en la noche y quería localizar su procedencia.
Sabía que pese a hallarse sobre el vehículo y disfrutar, por lo tanto, de una vista más amplia, no sería fácil divisar a los animales, que trataban de permanecer ocultos a toda costa. Se volvió despacio hacia el norte, buscando algún movimiento en la hierba. No vio nada. De pronto se dio media vuelta, y por un momento aquel mundo verde se convirtió en un torbellino. Miraba hacia el sur.
Y entonces los vio.
La hierba se rizaba formando un complejo dibujo mientras la manada avanzaba rápidamente, aullando y ladrando, dispuesta para el ataque. Vio por un instante a la hembra que llamaba Cara Uno o C1. C1 se diferenciaba de las demás por una veta blanca entre los ojos. C1 avanzaba deprisa con el peculiar trote de las hienas. Mostraba los dientes y volvía la cabeza, observando la posición de los otros miembros de la manada.
Sarah Harding, con ayuda de los anteojos, rastreó en la oscuridad la zona hacia donde se dirigían. No tardó en ver la presa: un rebaño de búfalos africanos hundidos en la hierba hasta el vientre. Estaban nerviosos; se oían sus bramidos y el ruido de sus patadas contra el suelo.
Los aullidos de las hienas se hicieron más intensos; era un sonido destinado a desorientar a la presa. Corrieron entre los búfalos con la intención de disgregar la manada y separar a las crías de sus madres. Los búfalos, pese a su apariencia de torpeza y estupidez, son en realidad criaturas poderosas y fieras provistas de puntiagudos cuernos. Se encuentran entre los grandes mamíferos más peligrosos de África. Las hienas sabían que eran incapaces de abatir a un búfalo adulto a menos que estuviese herido o enfermo.
Pero intentarían llevarse una cría.
Sentado al volante del jeep, Makena, su ayudante, preguntó:
—¿Quiere que nos acerquemos más?
—No, ya está bien.
De hecho, ocupaban una posición ideal. El jeep se hallaba en lo alto de una ligera elevación y disfrutaban de una vista mucho mejor que de costumbre. Con un poco de suerte grabaría toda la maniobra de ataque. Encendió la videocámara, montó el trípode a una altura de un metro y medio por encima de su cabeza, y empezó a dictar rápidamente en el grabador.
—C1 al sur; C2 y C5 en los flancos, a veinte metros. C3 en el centro. C6 describe un amplio círculo por el este. No veo a C7. C8 avanza en círculo por el norte. C1 avanza en línea recta, alborotando al rebaño. Los búfalos se revuelven, cocean. Ahí está C7. De frente. C8 traza un ángulo desde el norte. Se abre y continúa avanzando en círculo.
Ése era el comportamiento clásico de las hienas. Los animales de cabeza atravesaban el rebaño mientras los otros lo rodeaban para después estrechar el círculo. De ese modo la presa no podía seguir la trayectoria de su atacante. Siguió oyendo los bramidos de los búfalos incluso cuando, aterrorizados, rompieron su apretada formación. Los animales de mayor tamaño, separados del grupo, se volvían y vigilaban. Harding no veía a las crías; las tapaba la hierba. Pero oía sus lastimeros quejidos.
Las hienas acometieron de nuevo. Los búfalos lanzaban coces y agachaban las enormes cabezas amenazadoramente. La hierba volvió a rizarse mientras las hienas envolvían al rebaño aullando y ladrando de un modo cada vez más entrecortado. Avistó por un instante a la hembra C8, que tenía ya las fauces ensangrentadas. Sin embargo, Harding no había visto el ataque.
El rebaño de búfalos se alejó hacia el este, reagrupándose a corta distancia. Un búfalo hembra permanecía apartado del resto, bramando sin cesar a las hienas. Debían de haber capturado a su cría. Harding sintió frustración. Había ocurrido todo muy deprisa —demasiado deprisa—, y eso sólo podía significar que las hienas habían tenido suerte o que la cría estaba herida. O quizás era muy joven, tal vez incluso recién nacida; para esa época aún parían algunas hembras. Tendría que revisar la cinta e intentar reconstruir lo sucedido. Ésos eran los riesgos de estudiar animales nocturnos de rápidos movimientos, pensó.
Pero sin duda habían atrapado un animal. Todas las hienas se apiñaban en un mismo punto entre la hierba; gañían y brincaban. Vio a C3 y luego a C5 con los hocicos rojos. Empezaban a acercarse sus propios cachorros, reclamando su parte del animal muerto con agudos gritos. Las hienas adultas les abrieron paso de inmediato y los ayudaron a comer. A veces arrancaban trozos de carne y se los ofrecían a las más jóvenes.
Aquel comportamiento era de sobra conocido para Sarah Harding, que en los últimos años se había convertido en la mayor experta en hienas del mundo. Cuando informó por primera vez sobre sus hallazgos, se encontró con la incredulidad e incluso las impertinencias de sus colegas, que cuestionaron sus observaciones en términos muy personales. La agredieron por ser mujer, por ser atractiva y por ofrecer «una perspectiva despóticamente feminista». La universidad le recordó que aún no era profesora titular. Sus colegas rechazaron sus afirmaciones con gestos de desdén. A pesar de todo Harding perseveró y con el paso del tiempo, a medida que acumulaba datos, su visión de las hienas fue aceptándose.
No obstante, las hienas nunca despertarían simpatía, pensó viéndolas comer. Eran desgarbadas, tenían la cabeza grande y el cuerpo caído, el pelo desigual y jaspeado, caminaban torpemente, y emitían un sonido que recordaba demasiado una risa desagradable. En un mundo cada vez más urbano de rascacielos de hormigón, los animales salvajes, vistos desde una perspectiva irreal, eran clasificados en nobles e innobles, en héroes y villanos. Y en ese mundo dominado por los medios de comunicación las hienas no eran suficientemente fotogénicas para suscitar admiración. Etiquetadas desde hacía mucho tiempo como los risueños villanos de las llanuras africanas, no se las había considerado dignas de un estudio sistemático hasta que Harding inició su investigación.
Sus descubrimientos presentaban a las hienas bajo una luz muy distinta. Valientes en la caza y atentas con sus crías, habían desarrollado una estructura social muy compleja, basada además en el matriarcado. En cuanto a sus famosos gañidos, representaban en realidad una elaborada forma de comunicación.
De pronto oyó un rugido y a través de los anteojos de visión nocturna vio acercarse el primer león al animal muerto. Era una hembra de gran tamaño, y empezó a dar vueltas alrededor de la manada. Las hienas ladraban e intentaban arañar a la leona, apartando a la vez a las crías y ocultándolas entre la hierba. En cuestión de minutos aparecieron otros leones y comenzaron a devorar la presa ganada por las hienas.
«Ahora leones», pensó. Ésa sí era una bestia repugnante. Pese a ser considerado el rey de todos los animales, los leones actuaban con verdadera mezquindad y…
Sonó el teléfono.
—Makena —dijo Harding.
El teléfono volvió a sonar. ¿Quién podía ser a esas horas? Arrugó la frente. Vio que los leones levantaban la cabeza en la oscuridad.
Makena buscó a tientas el teléfono bajo el tablero. Sonó otras tres veces antes de que lo encontrara.
Harding lo oyó decir:
—Jambo, mzee. Sí, la doctora Harding está aquí. —Le pasó el auricular—. Es el doctor Thorne.
De mala gana se quitó los anteojos y tomó el teléfono. Conocía bien a Thorne; le había diseñado la mayor parte del equipo que llevaba en el jeep.
—Doc, más vale que sea algo importante —advirtió.
—Lo es —repuso Thorne—. Te llamo por algo relacionado con Richard.
—¿Qué le pasa? —Harding percibió la inquietud de Thorne, pero no se imaginó la causa. Últimamente Levine se había convertido en una auténtica molestia. Llamaba casi a diario desde California para extraerle toda clase de información sobre el trabajo de campo con animales. La asaeteaba con preguntas sobre puestos de observación, protocolos de datos, registro de información y un sinfín de cuestiones más.
—¿Te dijo alguna vez qué se proponía estudiar? —preguntó Thorne.
—No —respondió Harding—. ¿Por qué?
—¿No te ha dado siquiera algún indicio?
—No —repitió Harding—. Es muy reservado. Pero deduzco que ha localizado una población animal que podría utilizarse para demostrar algo sobre los sistemas biológicos. Ya sabes lo obsesivo que es. ¿Por qué me lo preguntas?
—Porque desapareció —explicó Thorne—. Malcolm y yo creemos que está en apuros. Lo localizamos en una isla de Costa Rica y salimos en su busca ahora mismo.
—¿Ahora?
—Esta noche. Dentro de unas horas tomamos el avión a San José. Ian viene conmigo, y querríamos que nos acompañases.
—Doc —protestó Harding—, aun cuando tomase el vuelo de Seronera a Nairobi mañana a primera hora, tardaría casi un día en llegar allí. Y eso con suerte. Quiero decir que…
—Tú decides —la interrumpió Thorne—. Te daré los detalles, y resuelve lo que consideres conveniente.
Thorne le proporcionó la información, y ella la anotó en un cuaderno que llevaba colgado del cinturón. A continuación Thorne colgó.
Inmóvil, Harding contempló la noche africana, sintiendo en la cara la brisa fría. En la oscuridad oía los gruñidos de los leones mientras devoraban la presa. Su trabajo estaba allí. Su vida estaba allí.