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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El nombre del Único (36 page)

Mas, no bien había nacido esa esperanza cuando murió dentro de él. Una mirada a la cara de la mujer, mientras ésta se inclinaba sobre las velas, le bastó para darse cuenta de que estaba perdiendo el tiempo.

Aquello le recordó de repente un viejo truco de cazador furtivo para atrapar a un pájaro. Se pegaban bayas a intervalos regulares en un fino y largo cordel atado a una estaca. El pájaro se comía las bayas, una por una, ingiriendo el cordel al mismo tiempo. Cuando el pájaro llegaba al final de la ristra intentaba levantar el vuelo, pero para entonces tenía el cordel enroscado en las tripas y no podía escapar.

Una por una, Odila había ingerido las bayas pegadas al letal cordel. La última era el poder realizar milagros. Estaba atada el Único y sólo un milagro —un milagro inverso— la dejaría libre.

En fin, quizá la amistad era esa clase de milagro.

—Odila... —empezó.

—¿Qué quieres, Gerard? —preguntó sin volverse.

—Tengo que hablar contigo. Es un momento, por favor. No nos llevará mucho tiempo.

Odila se sentó en un banco, cerca del sarcófago de ámbar. Gerard se habría sentido más cómodo sentándose más atrás, lejos de la luz y del calor, pero la mujer no quiso moverse. Tensa y preocupada, echaba ojeadas a la puerta cada dos por tres, unas miradas que eran en parte nerviosas y en parte expectantes.

—Odila, escúchame —dijo Gerard—. Me marcho de Sanction. Esta noche. He venido a decírtelo y a intentar convencerte de que te vengas conmigo.

—No —respondió ella al tiempo que volvía a mirar hacia la puerta—. No puedo irme ahora. Tengo mucho que hacer antes de que llegue Mina.

—¡No te estoy invitando a una merienda campestre! —exclamó, exasperado—. ¡Te estoy pidiendo que huyas conmigo de este sitio, esta noche! La confusión reina en la ciudad con los soldados entrando y saliendo. Nadie sabe qué ocurre. Pasarán horas antes de que se establezca cierto orden. Ahora es el momento perfecto para escapar.

—Entonces, vete —contestó mientras se encogía de hombros—. De todos modos no quiero tenerte por aquí.

Hizo ademán de levantarse, pero Gerard la agarró por la muñeca, apretando con fuerza, y la vio hacer un gesto de dolor.

—No quieres tenerme cerca porque te recuerdo lo que eras antes. No te gusta ese dios Único. Te gusta tan poco como a mí el cambio que has sufrido. ¿Por qué te haces esto?

—Porque el Único es un dios, Gerard —contestó, cansada, como si ya hubiesen discutido lo mismo una y otra vez—. Un dios que vino a este mundo para ocuparse de nosotros y guiarnos.

—¿Adonde? ¿Al borde del precipicio? —demandó Gerard—. Tras la Guerra de Caos Goldmoon encontró guía en su propio corazón. El amor y el cuidado, la compasión, la verdad y el honor no desaparecieron con los dioses de la luz. Están dentro de nosotros. Ésos son nuestros guías o deberían serlo.

—En la hora de su muerte Goldmoon acudió al dios Único —adujo Odila, que contemplaba el semblante tranquilo encerrado en ámbar.

—¿De veras? —replicó duramente el caballero—. Pues yo sigo planteándome ese punto. Si realmente abrazó la fe en el Único, ¿por qué el dios no la mantuvo con vida para que fuera por el mundo proclamando su milagro? ¿Por qué el Único consideró necesario acallar su voz con la muerte y encerrarla en una prisión de ámbar?

—Mina dice que será liberada —saltó a la defensiva la mujer—. La Noche del Nuevo Ojo, el Único la resucitará de entre los muertos y ella se levantará para gobernar el mundo.

Gerard le soltó la mano.

—Así que no vienes conmigo.

—No, Gerard, no voy. Sé que no lo entiendes. No soy tan fuerte como tú. Me encuentro sola en la oscuridad del bosque y tengo miedo. Me alegro de tener un guía, y si ese guía no es perfecto, tampoco lo soy yo. Adiós, Gerard. Gracias por tu amistad y tus cuidados. Sigue tu viaje a salvo, en nombre del...

—¿Del Único? No, gracias —replicó sombrío.

Gerard giró sobre sus talones y abandonó la nave del altar.

* * *

Gerard se dirigió en primer lugar al puesto de mando central del ejército, localizado en el que antes fuera el bazar Souk y donde los puestos y tenderetes habían sido reemplazados por una pequeña ciudad de tiendas. Allí se estaba distribuyendo el contenido de las cajas fuertes.

Se puso en la fila, sintiendo cierta satisfacción al coger el dinero de los caballeros negros. Se lo había ganado, de eso no cabía duda, y necesitaría fondos para su viaje de regreso a la casa solariega de lord Ulrich o dondequiera que los caballeros estuvieran concentrando sus tropas.

Tras recibir su paga, se encaminó hacia la Puerta Oeste y hacia la libertad. Apartó a Odila de su mente, negándose a pensar en ella. Se desprendió de casi toda la armadura —brazales, grebas y cota de malla— pero conservó puestos el yelmo y la coraza. Ambas piezas eran incómodas, pero debía tener en cuenta la posibilidad de que, tarde o temprano, Galdar podría cansarse de seguirlo y decidiera acuchillarlo por la espalda.

Las moles de las dos torres de la Puerta Oeste se alzaban negras contra la rojiza luz irradiada por el foso de lava que rodeaba la ciudad. Las puertas estaban cerradas. Los guardias de servicio no se mostraron muy dispuestos a abrirlas hasta echar una buena ojeada a Gerard y escuchar su historia: era un mensajero enviado a Jelek con la noticia de su victoria. Los guardias le desearon buen viaje y abrieron un portillo por el que salió.

Gerard echó un vistazo atrás, a las murallas de Sanction ocupadas por soldados, y de nuevo se sintió profundamente impresionado, aunque a regañadientes, por el liderazgo de Mina y su habilidad para imponer disciplina y orden a sus tropas.

—Aumentará su fuerza y su poder cada día que siga aquí —comentó para sí en tono sombrío mientras su caballo partía a medio galope. Al frente se encontraba la bahía, y más allá la negra extensión del Nuevo Mar. Un bienvenido soplo de aire salino supuso un alivio tras el permanente olor a azufre que impregnaba la atmósfera de Sanction—. ¿Y cómo vamos a combatirla?

—No podéis.

Un corpulenta figura le cerraba el paso. Gerard reconoció la voz, y el caballo captó el hedor a minotauro. El animal resopló y reculó, y Gerard tuvo que emplearse a fondo para mantenerse en la silla durante unos instantes en los que perdió cualquier oportunidad que hubiera podido tener de arrollar al minotauro o salir a galope dejándolo tirado en el polvo.

Galdar se acercó más, y su rostro bestial se iluminó débilmente con el resplandor rojizo de la lava que envolvía a Sanction en un perpetuo ocaso. Galdar agarró la brida del caballo.

Gerard desenvainó la espada. Estaba convencido de que éste sería su enfrentamiento final y no albergaba grandes dudas sobre cómo terminaría. Había oído contar que en cierta ocasión Galdar había partido en dos a un hombre con un único golpe de su enorme espada. Una ojeada a los abultados músculos de los brazos y del velludo torso del minotauro atestiguaba la veracidad de la historia.

—Mira, Galdar —empezó, adelantándose a lo que iba a decir el minotauro—. Estoy hasta la coronilla de sermones, estoy harto de que se me vigile día y noche. Sabes que soy un Caballero de Solamnia enviado aquí para espiar a Mina. Sé que lo sabes, así que pongamos fin a esto ahora...

—Me gustaría luchar contigo, solámnico —manifestó Galdar, y su voz sonó fría—. Me gustaría matarte, pero me lo han prohibido.

—Es lo que imaginaba. —Gerard bajó la espada—. ¿Puedo preguntar por qué?

—Porque la sirves. Porque sigues todos sus dictados.

—Eh, espera un momento, Galdar, los dos sabemos que no cabalgo siguiendo los dictados de Mina... —empezó, y entonces enmudeció, desconcertado. Allí estaba, discutiendo por su propia muerte.

—Cuando digo «la sirves» no me refiero a Mina —manifestó Galdar—. Me refiero al Único. ¿Nunca te has planteado descubrir su nombre?

—¿Del Único? —Gerard estaba cada vez más irritado con la conversación—. No. Para ser sincero, nunca me ha importado una mi...

—Takhisis —dijo Galdar.

—... erda —acabó Gerard, que enmudeció.

Allí, sentado en el caballo en medio de la oscuridad, reflexionó y todo cobró sentido. Un maldito y horrible sentido. No era necesario preguntarle si creía al minotauro. En el fondo, Gerard lo había sospechado desde el principio.

—¿Por qué me cuentas esto? —demandó.

—No me dejan matarte a ti, pero puedo matar tu alma —replicó, adusto, Galdar—. Conozco tus planes. Llevas un mensaje de ese patético rey elfo a su pueblo, suplicándoles que vengan a salvarlo. ¿Por qué crees que Mina te escogió para llevarle a la prisión? Ella quiere que traigas a su pueblo aquí. A toda la nación elfa. A los Caballeros de Solamnia... o lo que queda de ellos. Que traigas a todos para que presencien la gloria de la reina Takhisis en la Noche del Nuevo Ojo. —El minotauro soltó la brida del caballo.

»
Cabalga, solámnico. Cabalga hacia cualesquiera sueños de victoria y gloria que tengas en la cabeza y sabe que, mientras cabalgas, no son más que ceniza. Takhisis controla tu destino. Todo cuanto haces lo haces en su nombre. Como yo.

Hizo un saludo irónico a Gerard, se dio media vuelta y regresó a las murallas de Sanction.

Gerard alzó la vista al cielo. Las nubes de humo arrojadas por los Señores de la Muerte ocultaban las estrellas y la luna. En lo alto, la noche era oscura, abajo, estaba teñida de fuego. ¿Era cierto que en alguna parte, ahí fuera, Takhisis lo observaba? ¿Que sabía lo que pensaba y planeaba?

«Tengo que regresar —pensó con un escalofrío—. Advertir a Odila. —Empezó a tirar de las riendas para que el caballo diese media vuelta y después se paró—. Quizás es eso lo que Takhisis quiere que haga. Si vuelvo, tal vez se encargue de que pierda la oportunidad de hablar con Samar. No puedo hacer nada para ayudar a Odila. Seguiré adelante.»

Hizo volver grupas de nuevo al caballo. Y de nuevo se paró.

«Takhisis quiere que hable con el elfo. Es lo que Galdar dijo. ¡Así que quizá no debería hacerlo! ¿Cómo saber qué hacer? ¿O acaso saberlo importa poco?»

Se frenó de golpe.

«Galdar tiene razón —se dijo amargamente—. Me habría hecho un favor metiéndome en las tripas una espada común y corriente. La hoja que ha clavado ahora está envenenada y nunca podré librarme de ella. ¿Qué hago? ¿Qué puedo hacer?»

Sólo tenía una respuesta, y era la misma que le había dado a Odila.

Tenía que seguir lo que le dictaba el corazón.

28

El nuevo ojo

Mientras regresaba a la Puerta Oeste, a Galdar le decepcionó descubrir que no se sentía tan satisfecho de sí mismo como debería estarlo. Había esperado contagiar la seguridad y confianza del solámnico con la misma enfermedad que le infectaba a él. Había conseguido el propósito para el que había ido allí; la expresión furiosa y frustrada en el rostro del solámnico lo había demostrado. Pero Galdar se sorprendió de no sentir satisfacción con su victoria.

¿Qué era lo que había esperado? ¿Qué el solámnico le demostrara que se equivocaba?

—¡Bah! —resopló—. Está atrapado en el mismo lazo que todos nosotros, y no hay modo de escapar. Ya no. Nunca. Ni siquiera en la muerte.

Se frotó el brazo derecho que le había empezado a doler de manera persistente y se sorprendió pensando que ojalá volviera a perderlo por lo mucho que le dolía. Hubo un tiempo en que se había sentido orgulloso de ese brazo, el que Mina le había devuelto, el primer milagro que había realizado en nombre del Único. Se encontró toqueteando la empuñadura de la espada con la vaga idea de cortárselo él mismo. No lo haría, por supuesto. Mina se enfadaría con él; peor aun, se entristecería y se sentiría dolida. Podía soportar su ira; ya había sentido su azote en otras ocasiones. Pero jamás podría hacer nada que la hiriese. La mayor parte de la rabia y el resentimiento acumulados que sentía por Takhisis no se debía a cómo le trataba, sino su modo de tratar a Mina, que lo había sacrificado todo, incluso la vida, por su diosa.

Mina había sido recompensada. Había conseguido victoria tras victoria sobre sus enemigos y se le había concedido el don de realizar milagros. Pero Galdar conocía a Takhisis de antiguo. Su raza nunca había tenido en mucha estima a la diosa, que era consorte del dios minotauro, Sargas; o Sargonnas, como lo llamaban las otras razas. Sargas se había quedado con su pueblo para combatir a Caos hasta el amargo final, cuando —según contaba la leyenda— se sacrificó a sí mismo para salvar a la raza de minotauros. Takhisis jamás se sacrificaría por nada ni por nadie. Esperaba que hiciesen sacrificios por ella, los exigía a cambio de sus dudosas bendiciones.

Quizá fuera eso lo que tenía pensado para Mina. Galdar se inquietaba al oír a Mina hablar constantemente sobre ese «gran milagro» que Takhisis iba a hacer la Noche del Nuevo Ojo. Takhisis nunca daba nada a cambio de nada. Galdar sólo tenía que sentir el palpitante dolor del desagrado de la diosa con él para saberlo. Mina era tan confiada, tan cándida... Nunca entendería la falsedad de Takhisis, su naturaleza traicionera y vengativa.

Ésa, naturalmente, era la razón de que hubiese escogido a Mina. Por eso y porque amaba a Goldmoon. Takhisis no dejaría pasar la oportunidad de infligir daño a cualquiera, en especial a Goldmoon, que había desbaratado sus planes en el pasado.

«Podría decírselo a Mina —pensó Galdar mientras entraba en el templo—. Podría contárselo, pero no me escucharía. Últimamente sólo escucha una voz.»

El Templo del Corazón, ahora el Templo del Único. ¡Cómo debía de divertir a Takhisis esa denominación! Tras toda una eternidad de ser una entre muchos ahora era única y todopoderosa.

El minotauro sacudió la astada cabeza con aire sombrío.

El recinto del templo estaba vacío. Galdar se encaminó primero a los aposentos de Mina. En realidad no esperaba encontrarla allí, a pesar de que debía de estar exhausta tras la batalla del día. Sabía dónde se encontraría. Sólo había ido antes para comprobar que todo estaba dispuesto para cuando decidiera finalmente ir a acostarse.

Miró la habitación que había sido del superior de la Orden, probablemente aquel viejo necio que estuvo ceñudo durante todo el sermón de Mina. Galdar halló todo preparado. Todo se había dispuesto para su comodidad. Las armas se encontraban allí, al igual que la armadura, colocada cuidadosamente en un perchero. Se había limpiado la sangre de su maza, al igual que de su armadura, y se le había sacado brillo. También se habían limpiado las botas de sangre y barro. En un escritorio, cerca de la cama, había una bandeja con comida. Alguien había puesto incluso unas tardías flores silvestres en una copa de peltre. En la habitación todo atestiguaba el amor y la devoción que sus tropas sentían por ella.

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