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Authors: Karin Fossum

Tags: #Intriga

El ojo de Eva (14 page)

Eva se quedó boca abajo. El hombre estaba sobre ella, con un pie a cada lado; podía notar su olor a colonia para después del afeitado, un extraño y desconocido olor en ese sótano mohoso. Los pensamientos le llegaban a oleadas; pensó: «No es muy grande, está delgado y parece débil, y el postigo está abierto. Yo tengo las piernas más largas, si lograra cogerlo por sorpresa…».

—No te muevas —gruñó el desconocido.

Eva intentó trazar un plan. Tenía que inventar algo, romper la concentración del hombre, desconcertarle. La escalera que subía al jardín tenía cuatro escalones, si fuera capaz de subirlos de dos en dos…

—Si me dices dónde tienes escondido el dinero, no te pasará nada. —La voz del hombre sonaba casi como un consuelo—. Pero, en cambio, si no me lo cuentas, te verás en un gran aprieto.

El hombre encendió una cerilla. Eva se tragó una incipiente náusea e intentó calcular cuántos segundos necesitaría para ponerse en pie y salir corriendo, atravesar el seto y cruzar el césped del vecino. Repasó el movimiento mentalmente: encoger las piernas y los brazos, levantarse de un salto, dos pasos hasta el seto, cruzar el césped, salir a la calle, donde se confundiría entre el tráfico y la gente.

—No oigo nada —dijo el hombre con voz ronca.

—Naturalmente, no lo tengo aquí —gimió Eva—. No habrás pensado que lo tendría aquí, ¿no?

Él se rió en voz baja.

—Me da igual donde esté, con tal que me indiques el camino.

¿Con qué podría sorprender a ese hombre?, se preguntó; alguna acción inesperada, tal vez un grito estridente, ese grito que nunca llega a salirte cuando estás angustiada, ese grito que se queda en la garganta cerrando el paso a la respiración. Un grito. Tal vez lo paralizara durante dos segundos, el tiempo suficiente para poder levantarse del suelo.

Eva levantó la cabeza.

—¿Y bien? —dijo el hombre.

Eva llenó sus pulmones de aire y tomó impulso.

—¿Qué dices?

La cerilla se apagó. Entonces gritó. Las paredes del sótano devolvieron su grito en golpes estridentes de habitación en habitación. Eva se levantó de un salto, cogió más aire y volvió a gritar. Él recapacitó y salió corriendo detrás; justo cuando ella subía los cuatro escalones de dos saltos. Eva cruzó el jardín y fue hacia el seto; notaba el aire en la piel y en el pelo, y oyó cómo se desgarraba su abrigo y la respiración jadeante del hombre justo detrás; aceleró el paso, rodeó la casa del vecino, salió por la verja a la calle, que estaba muy tranquila, se internó en otro jardín, todo muy deprisa gracias a sus largas piernas, los dolores y el miedo, que le daban fuerzas. Oyó los pasos del hombre sólo a unos metros, dio una vuelta alrededor de la casa, se topó con un nuevo seto; podía atravesarlo y seguir su carrera por otro jardín, pero cambió de idea, optó por dar la vuelta a la casa y se detuvo en la otra esquina, justo a tiempo de verlo llegar; él pensaría que habría atravesado el siguiente seto, pero le engañó y salió a la calle; siguió corriendo por la cuneta para que los zapatos no sonaran en el asfalto; vio la carretera nacional a lo lejos y también los primeros coches, aceleró de nuevo, ya no miraba hacia atrás sino que seguía corriendo sin aliento y con los pulmones a punto de estallar. Por fin divisó un coche, iba despacio, Eva salió de un salto a la carretera y oyó chirriar los frenos. Se desplomó como un saco sobre el capó. Sejer la miró sorprendido a través del cristal delantero. Transcurrieron unos segundos hasta que la mujer lo reconoció. Entonces dio la vuelta de repente, cruzó la carretera a toda velocidad y se introdujo en un jardín del otro lado. Oyó cómo el coche de Sejer salía de la carretera y se detenía, se abrió una puerta y oyó los pasos del policía en la acera. A Eva se le estaban agotando las fuerzas, pero seguía corriendo, con las faldas revoloteando. Sejer la persiguió por el jardín, iba corriendo por la gravilla, ella le oía claramente a pesar de los zumbidos de sus oídos y también otro sonido, un sonido familiar que la dejó sin respiración: un perro,
Kollberg
, quería participar en el juego. Al ver correr a su amo se mostró entusiasmado, y no tardó más de dos segundos en alcanzarlo. Se puso a mover felizmente el rabo, a saltar y a tirarle de la chaqueta, cuando, de repente se percató de la mujer que iba corriendo delante, por el jardín semioscuro, con las faldas revoloteando. El perro se olvidó de Sejer y comenzó a perseguir a Eva. Ella se volvió y vio ese gran perro con la boca roja, de la que salía humo y vapor, la lengua se movía de un lado a otro como un péndulo. Ella ya no pensaba en Sejer, sino que huía del perro, de esos dientes amarillos y de esas enormes patas que dando largos saltos se abrían camino por la hierba mojada, comiéndose la distancia a grandes bocados. Entre los viejos manzanos del jardín había una casita de juegos. Eva se precipitó hacia ella haciendo un último esfuerzo, abrió la puerta violentamente y la cerró tras de sí. Allí dentro se sentía a salvo del perro, allí no podía alcanzarla.

Sejer se relajó y se acercó a paso lento a la minúscula casita. Acarició al perro que volvía decepcionado, pero que enseguida se puso contento de nuevo, y fue saltando delante de Sejer hasta la puerta. Sejer abrió con cuidado. La mujer estaba sentada en el suelo con las rodillas contra la barbilla, junto a una mesa puesta. Sobre un mantel blanco había una cafetera minúscula y dos tazas de porcelana blanca. A su lado, en el suelo, había una muñeca olvidada con el pelo cortado al cero.

—Eva Magnus —dijo en voz baja—, tenga usted la bondad de acompañarme a la comisaría.

24

E
va volvió a la realidad.

Miró a Sejer, asombrada de que siguiera allí sentado.

Sejer podría haberle dicho que fuera al grano, pero no lo hizo. Tenía todo el tiempo del mundo. La situación de ella era peor. Seguía con el abrigo puesto y metió la mano en el bolsillo como buscando algo.

—¿Un cigarrillo? —preguntó Sejer, sacando el paquete que nunca tocaba.

Le encendió el cigarrillo sin decir nada, observando a la mujer, que intentaba concentrarse, buscar un principio, un buen punto desde donde comenzar. Se le estaba coagulando la sangre alrededor de la boca y el labio inferior se le había hinchado. No podía volver a la casa; por eso decidió empezar por el principio, por el día en que Emma se había ido de vacaciones y ella cogió el autobús para el centro. De repente se encontró en Nedre Storgate, de espaldas a los almacenes Glassmagasinet, helada de frío, con treinta y nueve coronas en el bolsillo y una bolsa de plástico en una mano; con la otra se cerraba el cuello del abrigo. Era el último día de septiembre y hacía frío.

Eran las once de la mañana, debería estar en casa trabajando, pero había huido de ella. Primero había llamado a la compañía eléctrica y luego a la telefónica pidiendo clemencia por un par de días más, prometiendo que luego pagaría. No le cortarían el suministro de luz porque tenía una hija pequeña, pero el teléfono se lo desconectarían en el transcurso del día. Si la casa se incendiara no les quedaría más remedio que vivir entre las ruinas, porque no había pagado el seguro. Todas las semanas encontraba en el buzón un aviso de cobro por vía ejecutiva. La beca del Consejo Estatal de Artistas se retrasaba. La nevera estaba vacía. Esas treinta y nueve coronas eran todo lo que poseía. En el taller se amontonaban los cuadros de varios años de trabajo, que nadie quería comprar. Miró hacia la izquierda, hacia la plaza, donde destacaba el cartel luminoso de la Caja de Ahorros, que habían atracado unos meses atrás. Un hombre vestido con un chándal no había necesitado más que dos minutos para llevarse a toda prisa cuatrocientas mil coronas. Es decir, unos cien segundos, pensó Eva. La policía no tenía ninguna pista. Eva sacudió la cabeza con resignación, miró de reojo la droguería y la bolsa de plástico, que contenía un bote de spray fijador. Había costado ciento dos coronas y estaba defectuoso. Algo le sucedía a la válvula y no salía nada, o lo que era peor, de repente el líquido salía a chorros y estropeaba los cuadros, como ocurrió con ese boceto de su padre que le había salido tan bien. No tenía dinero para comprar uno nuevo, tenía que conseguir que se lo cambiaran. Con las coronas que le quedaban podía comprar leche, pan, café, y nada más. El problema era que Emma comía como una lima y un pan no duraba nada. Eva había llamado al Consejo Estatal de Artistas, donde le informaron de que la beca le llegaría «un día de éstos», lo que significaba que podía tardar una semana más. No sabía de qué iba a vivir al día siguiente. Este hecho no le hacía sentir pánico, no le hacía perder la razón, ya que estaba acostumbrada a vivir al día, así había sido durante años, desde que se quedó sola con Emma, sin un marido que ganara dinero. Algo saldría, siempre surgía una cosa u otra. Pero la preocupación le tenía agarrado el pecho como si fuera un cepo, y con los años la iba dejando hueca por dentro. De vez en cuando, la realidad comenzaba a temblar y oía ruidos lejanos, como de un terremoto en evolución. Lo único que la mantenía a flote era ocuparse de que Emma no pasara hambre. Mientras tuviera a Emma, tendría un ancla echada. Ese día, Emma estaba con su padre, y Eva buscaba algo a qué agarrarse. Lo único que tenía era la bolsa de plástico.

Eva era alta y obstinada, y a la vez pálida y asustadiza, pero todos esos años de privaciones le habían enseñado a utilizar la imaginación. Tal vez podría exigir que le devolviesen el dinero en lugar de que le dieran un nuevo bote, pensó. Así tendría ciento dos coronas más para comida; el único problema era que le daba un poco de vergüenza pedirlo. Era pintora, necesitaba el fijador y el droguero lo sabía. Quizá debería entrar en la tienda hecha una furia, armar un escándalo, comportarse como un cliente difícil y amenazar con la Organización de Consumidores, gritar y chillar. El droguero comprendería lo que pasaba, que estaba desesperada y sin blanca, y le devolvería el dinero; era un hombre amable, como lo fue Tanguy cuando cortó una gamba rosa de un lienzo de Van Gogh como pago. La diferencia era que Van Gogh había comprado un tubo de pintura, porque la comida le importaba un comino. A ella, en realidad, también, pero tenía una hija con un hambre insaciable, no así el holandés. Se armó de valor, cruzó la calle y entró en la tienda. Dentro no hacía frío, resultaba agradable y olía igual que en el taller de su casa. Detrás del mostrador de la sección de perfumería había una joven hojeando un folleto para tintes de pelo. No se veía al droguero por ninguna parte.

—Vengo a devolver esto —dijo Eva con determinación—, la válvula del spray no funciona. Quiero que me devuelvan el dinero.

Con gesto malhumorado, la joven cogió la bolsa.

—Es imposible que lo haya comprado aquí —dijo en tono arisco—. No tenemos esa clase de laca de pelo.

Eva puso los ojos en blanco.

—No es una laca de pelo, es un fijador —dijo con resignación—. He estropeado un boceto bastante bueno por culpa de este bote.

La joven se sonrojó, levantó el bote e intentó echar spray por encima de la cabeza de Eva, pero no salió nada.

—Le daré uno nuevo —dijo secamente.

—Quiero el dinero —replicó Eva con tenacidad—. Conozco al jefe. Él me habría dado el dinero.

—¿Y por qué? —preguntó la joven.

—Porque yo lo exijo. Eso se llama servicio al cliente.

La muchacha suspiró; no llevaba mucho tiempo detrás del mostrador y además, era veinte años más joven que Eva. Abrió la caja, sacó un billete de cien coronas y dos monedas de una.

—Tendrá que firmar este recibo.

Eva firmó, cogió el dinero y salió de la tienda. Intentó relajarse. Con eso tendría para un par de días más. Hizo cálculos mentalmente y llegó a ciento cuarenta y una coronas, casi como para permitirse un café en la cafetería de los almacenes Glassmagasinet, si no la obligaban a comer. Cruzó la calle y entró por la puerta doble de cristal, que se abrió hospitalariamente. Antes de dirigirse a la escalera mecánica echó un vistazo a la sección de librería y papelería, donde se fijó en una mujer que estaba de espaldas, junto a uno de los estantes; una mujer rellena, morena, con pelo corto y cejas negras. Estaba muy quieta hojeando un libro. De repente se dio la vuelta. Habían pasado muchos años, pero su cara era inconfundible. Eva se detuvo en seco, no daba crédito a sus ojos. Dio marcha atrás en su memoria, una vertiginosa marcha hacia muchísimos años atrás, hasta el día en que cumplió quince años y estaba sentada en la escalera de piedra de su casa. Todos sus enseres habían sido embalados en cajas y cargados en un camión. Eva lo miraba fijamente, incapaz de entender cómo podía caber todo en un pequeño camión, cuando la casa, el garaje y el sótano siempre habían estado llenos de trastos. Iban a mudarse. Era una sensación muy desagradable, como si no viviesen en ninguna parte. Ella no quería mudarse. Su padre andaba por allí con la mirada errante, como si tuviera miedo de olvidarse de algo. Por fin había encontrado un trabajo, pero no era capaz de encontrarse con la mirada de Eva.

Se oyeron pasos en la gravilla y una figura familiar apareció por la esquina de la casa.

—He venido a despedirme —dijo Maja.

Eva asintió con la cabeza.

—Podemos escribirnos, ¿no? Nunca he tenido a nadie a quien escribir cartas. ¿Volverás en las vacaciones de verano?

—No lo sé —murmuró Eva.

Jamás volvería a tener otra amiga, estaba segura. Maja y ella se habían criado juntas, habían compartido todo. Nadie más que Maja sabía cómo era ella. El futuro era un triste paisaje gris; tenía ganas de llorar. Su amiga le dio un rápido y tímido abrazo y desapareció. De eso hacía casi veinticinco años, y desde entonces no se habían vuelto a ver.

—¿Maja? —dijo interrogante y llena de expectación. La mujer se giró e intentó localizar de dónde venía la voz, cuando descubrió a Eva. Abrió unos ojos como platos y cruzó el local a gran velocidad.

—¡Dios mío, no me lo puedo creer! ¡Eva Marie! ¡Qué alta estás!

—¡Y tú eres más baja de lo que recuerdo!

Y se callaron un instante, de repente tímidas, mientras se escrutinaban mutuamente para no dejar escapar ningún detalle. En todos esos cambios, en las huellas que habían dejado los años transcurridos, en las arrugas de la otra reconoció cada una su propio declive; luego buscaron todo lo conocido que aún permanecía. Maja dijo:

—Vamos a sentarnos en la cafetería. Ven, tenemos que hablar, Eva. ¿Así que sigues viviendo aquí? ¿De verdad sigues viviendo aquí?

Maja le puso un brazo alrededor de la cintura y la empujó hacia delante, aún asombrada, pero habiendo recuperado ya su viejo yo, tal y como Eva la recordaba: rápida, charlatana, decidida y siempre alegre; en otras palabras, justo lo contrario que ella. Se habían complementado. ¡Dios, cómo se habían necesitado la una a la otra!

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