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Authors: Karin Fossum

Tags: #Intriga

El ojo de Eva (21 page)

—¿Ayer? ¿A qué hora?

—Sobre las seis o las siete, creo.

—¿Sabe que fue encontrada muerta en su cama a las veintidós horas?

Eva se sentó, se humedeció los labios y tragó saliva. «¿Lo sé? —pensó—. ¿Lo he oído ya? ¿Tan temprano?»

De repente vio el periódico con la portada hacia arriba.

—Sí, lo he visto en el periódico.

El policía lo levantó, le dio la vuelta y miró la última página.

—¿Ah, sí? No está usted abonada, por lo que veo. No hay ninguna etiqueta con la dirección. ¿Compra usted tan temprano el periódico?

Ese hombre era muy tenaz, capaz de hacer hablar a un gorrión. No tenía escapatoria.

—Pues sí, no todos los días, pero sí bastantes.

—¿Cómo supo que era Durban la que había sido asesinada?

—¿Qué quiere decir?

—Su nombre —dijo el policía en voz baja— no aparece en el artículo.

Eva estuvo a punto de desmayarse.

—Bueno, reconocí el bloque en la foto. Y la cruz en su ventana. Quiero decir que por el contexto comprendí que se trataba de Maja. Era un poco especial. Lo pone aquí: «investigada» y «un caso de prostitución». Treinta y nueve años. Supe que era ella. Lo supe enseguida.

—¿Ah, sí? ¿Y qué pensó al leerlo, al saber que la habían asesinado?

Eva hizo denodados esfuerzos por encontrar las palabras adecuadas.

—Que debería haberme escuchado. Intenté advertirle.

Él calló. Eva creía que iba a continuar, pero no lo hizo; se puso a observar el salón, a estudiar los grandes cuadros, no sin cierto interés, y volvió a mirarla, aún en silencio. Eva se dio cuenta de que estaba sudando, el corte de la mano empezaba a dolerle.

—Supongo que se habría puesto en contacto con nosotros, si yo no me hubiera adelantado. ¿No?

—¿Qué quiere decir?

—Va a casa de una amiga, y al día siguiente se entera por el periódico de que ha sido asesinada. Supongo que nos habría llamado para hacer una declaración, con el fin de ayudar.

—Sí, claro. Lo hubiera hecho.

—¿Tal vez era más importante fregar los cacharros?

Eva se derrumbaba lentamente ante los ojos del policía.

—Maja y yo fuimos amigas de niñas —dijo dócilmente.

—Siga.

Estaba a punto de dejarse vencer por la desesperación; intentó recapacitar, pero no se acordaba de la historia tal y como había pensado contarla.

—Nos encontramos en los almacenes Glassmagasinet, llevábamos veinticinco años sin vernos, y fuimos a tomar un café. Me habló de su actividad.

—Sí. Llevaba ya algún tiempo ejerciéndola.

El policía volvió a quedarse callado, y Eva no fue capaz de cumplir con su propósito de limitarse a contestar a las preguntas.

—Comimos juntas, el miércoles. Y luego tomamos café en su casa.

—¿Así que estuvo usted en su piso?

—Sí, pero muy poco tiempo. Luego cogí un taxi hasta mi casa, y Maja quiso que volviera al día siguiente con un cuadro que quería comprar. Es que soy pintora, una profesión que, por cierto, le parecía muy estúpida, sobre todo porque apenas vendo, y cuando le conté que me habían cortado el teléfono quiso ayudarme comprándome un cuadro. Tenía muchísimo dinero.

Eva pensó en el dinero que había escondido en la cabaña pero no dijo nada.

—¿Cuánto le pagó por el cuadro?

—Diez mil. Justo el importe de las facturas que tengo pendientes.

—Hizo una buena compra —dijo de repente el policía.

Asombrada, Eva abrió unos ojos como platos.

—¿De manera que ella quiso que volviera, y usted así lo hizo?

—Sí, sólo a llevarle el cuadro —se apresuró a decir—. Cogí un taxi. Lo llevaba envuelto en una manta…

—Lo sabemos. Fue usted en el coche número F 16. Estoy seguro de que la llevó muy deprisa —dijo sonriendo—. ¿Cuánto tiempo estuvo en su casa?

Eva luchó por no perder la compostura.

—Tal vez una hora. Comí un sándwich y hablamos un poco. —Eva se levantó a por un cigarrillo, abrió el bolso que había dejado sobre la mesa del comedor y vio el montón de billetes. Volvió a cerrarlo con un chasquido.

—¿Fuma? —preguntó de repente el policía, agitando un paquete en el aire.

—Sí, gracias.

Eva sacó un cigarrillo del paquete y cogió el mechero que el policía le alargó por encima de la mesa.

—El taxi la recogió aquí a las dieciocho horas, lo que significa que llegaría a casa de Durban sobre las dieciocho y veinte.

—Sí, supongo que sí. No miré el reloj.

Eva chupó ansiosamente el pitillo y exhaló, intentando aliviar la presión que se estaba acumulando en su interior, pero no sirvió de nada.

—¿Y se quedó aproximadamente una hora? Eso quiere decir que se marchó sobre las diecinueve y veinte.

—Como ya le he dicho, no miré el reloj, pero Maja estaba esperando a un cliente, y yo no quería estar allí cuando llegara, así que me marché con tiempo de sobra antes de que apareciera.

—¿A qué hora iba a llegar?

—A las ocho. Nada más llegar me dijo que esperaba un cliente a las ocho. Solían llamar dos veces al timbre. Era lo acordado.

Sejer asintió con la cabeza.

—¿Y sabe usted quién era él?

—No, no quise saberlo. Me parecía horrible lo que ella estaba haciendo, espantoso; no entiendo cómo podía; en realidad no entiendo que nadie haga esas cosas.

—Puede que usted sea la última persona que la viera con vida. Ese hombre que llegó a las ocho pudo haber sido el asesino.

—¡Ah! —Dio un respingo, como si la mera idea le hiciera estremecerse.

—¿Se encontró usted con alguien abajo en la calle?

—No.

—¿Qué camino tomó?

«Di la verdad —pensó Eva—, mientras puedas.»

—Fui hacia la izquierda, pasé por la gasolinera Esso y la compañía de seguros Gjensidige. Luego caminé a lo largo del río y crucé el puente.

—Dio un buen rodeo, ¿no?

—No quería pasar por el pub.

—¿Por qué no?

—Hay muchos borrachos fuera por las noches.

Ésa era una verdad como una casa. No soportaba pasar por delante de numerosos grupos de tíos borrachos.

—Bueno.

El policía le miró la mano lesionada.

—¿Durban la acompañó hasta la puerta?

—No.

—¿Cerró la puerta al marcharse usted?

—Creo que no. Pero no reparé en ello.

—¿Y no se encontró con nadie en el portal o fuera en la acera?

—No. Con nadie.

—¿Se fijó en si había coches aparcados abajo en la calle?

—No recuerdo haber visto ninguno.

—Bueno. Cruzó el puente, ¿y luego?

—Me vine andando hasta casa.

—¿Vino andando hasta aquí? ¿Desde Tordenskioldsgate hasta Engelstad?

—Sí.

—Está muy lejos, ¿no?

—Sí, pero quería andar. Tenía muchas cosas en qué pensar.

—¿Y en qué tenía que pensar para necesitar un paseo tan largo?

—En lo de Maja y todo eso —murmuró—. En lo que se había convertido. Nos conocíamos tan bien hace años, no podía concebirlo. Creía conocerla —dijo extrañada, como hablándose a sí misma.

Apagó el cigarrillo y se echó la melena hacia atrás.

—¿De modo que se encontró con Maja el miércoles por primera vez desde hacía veinticinco años?

—Sí, así fue.

—¿Y estuvo en su casa ayer, entre las seis y las siete?

—Sí.

—¿Y eso es todo?

—Pues sí, eso es todo.

—¿No olvida nada?

—No creo.

El policía se levantó del sofá y volvió a asentir con la cabeza, cogió el mechero, que llevaba las huellas dactilares de Eva, y se lo metió en el bolsillo de la camisa.

—¿Ella parecía intranquila?

—No, en absoluto. Maja dominaba la situación, como siempre. Pleno control.

—¿Y no dijo nada durante la conversación que pudiera indicar que alguien la estuviera persiguiendo? ¿O que alguien la quisiera mal?

—No, de ninguna manera.

—¿Recibió alguna llamada telefónica mientras usted estaba allí?

—No.

—Bueno, no quiero molestarla más. Por favor, llámenos si recuerda algo que pudiera tener interés. Cualquier cosa.

—Lo haré.

—Haré las gestiones necesarias para que le vuelvan a conectar el teléfono inmediatamente.

—¿Cómo?

—Intenté llamarla. En la Telefónica dijeron que usted no había pagado.

—Ah sí, muchas gracias.

—Es por si necesitamos hablar con usted otra vez.

Eva se mordió el labio, perpleja.

—Dígame, ¿cómo ha sabido que estuve allí?

El policía metió la mano en el bolsillo y sacó una libreta de piel roja.

—Es la agenda de Maja. Aquí lo pone, en el treinta de septiembre: «Me encontré con Eva en Glassmagasinet. Comimos en La cocina de Hanna». En la parte de atrás está anotado su nombre y su dirección.

Qué fácil, pensó Eva.

—No se levante —dijo—. Encontraré el camino.

Eva se dejó caer de nuevo en el sillón. Se sentía completamente abatida; se retorció tanto los dedos que la herida volvió a sangrar. Sejer fue hacia la puerta pero se detuvo de repente ante uno de los cuadros. Inclinó la cabeza y se volvió de nuevo.

—¿Qué representa?

Eva hizo un gesto de desagrado.

—No suelo explicar mis cuadros.

—Ya entiendo. Pero esto —dijo señalando un capitel que se erguía en la oscuridad— me recuerda a una iglesia. Y esa cosa gris allí en el fondo podría ser una lápida, un poco arqueada en la parte de arriba. Lejos de la iglesia, y sin embargo se ve que pertenecen al mismo conjunto. Un cementerio —dijo con sencillez—. Con una sola lápida. ¿Quién está enterrado allí?

Eva lo miró asombrada.

—Yo misma, probablemente.

Él siguió hasta la entrada.

—Es el cuadro más impresionante que he visto jamás —dijo.

En el instante en que oyó cerrarse la puerta, a Eva se le ocurrió que debería haber derramado algunas lágrimas, pero ya era demasiado tarde. Se quedó sentada, con la mano sobre las rodillas, escuchando la lavadora. Había comenzado a centrifugar, cada vez más deprisa, con un rugido amenazante.

30

S
e libró del miedo e iba acumulando una rabia que iba en constante aumento. Eran sentimientos desconocidos, nunca estaba enfadada, sólo afligida o desesperada. Cogió el bolso de la mesa, lo abrió y le dio la vuelta para que los billetes salieran volando. Casi todos eran de cien y unos cuantos de cincuenta. Contaba sin parar y no daba crédito a sus ojos. ¡Más de sesenta mil coronas! Dinero para caprichos, habría dicho Maja. Los colocó en montoncitos mientras sacudía la cabeza. Con sesenta mil coronas podría vivir durante mucho tiempo, por lo menos medio año. Y nadie echaría en falta ese dinero. Nadie sabía nada. ¿Qué habría pasado con ese dinero si no lo hubiera cogido? ¿Se lo habría quedado el Estado? Eva tuvo la extraña sensación de que se lo merecía, de que le pertenecía. Recogió los montoncitos, buscó una goma y los ató ordenadamente. Ya no se sentía atormentada por haberlo cogido. Debería estarlo, no entendía muy bien por qué no era así, no había robado nada en su vida, excepto unas cuantas ciruelas del jardín de la señora Skollenborg. ¿Pero por qué iba a haberse quedado escondido en soperas y floreros cuando ella lo necesitaba tan desesperadamente? Siguió pensando un momento y luego bajó al sótano. Estuvo rebuscando un rato hasta que por fin encontró un bote de pintura vacío. Estaba completamente seco por dentro. Verde tilo, satinado. Metió el dinero en el bote, le puso la tapa y volvió a empujarlo debajo del banco de donde lo había sacado. «Cuando necesite algo, no tengo más que meter la mano en el bote y sacar algunos billetes», pensó asombrada, exactamente como hacía Maja. Volvió a subir. Nadie va a descubrirlo, pensó. Tal vez todos nos convertimos en ladrones si se nos presenta una buena ocasión. Ésa era una buena ocasión. El dinero que no pertenece a nadie debe caer en manos de gente que realmente lo necesita, gente como Emma y yo. Y además, Maja tenía casi dos millones escondidos en la cabaña. Sacudió la cabeza. No quería pensar en ese dinero. Pero ¿y si estaba tan bien escondido que nadie lo encontraba nunca? ¿Se quedaría allí hasta convertirse en polvo? Realmente te mereces ese dinero, le había dicho Maja. Puede que lo dijera en broma, pero se estremeció al recordar sus palabras. ¿Y si lo dijo en serio? Una posibilidad intentaba abrirse camino, pero Eva la rechazó. Un dinero del que nadie sabía nada. Era incapaz de pensar en qué podría hacer con tanto dinero. No saldría bien, claro. Sería imposible ocultar una fortuna así, incluso Emma empezaría a hacer preguntas si de repente tuvieran dinero, y se lo contaría enseguida a Jostein, que también empezaría a hacer preguntas, o tal vez al abuelo o a sus amigos o a los padres de sus amigos. Por eso resulta tan complicado ser ladrón, pensó, siempre hay alguien que empieza a sospechar, alguien que sabía lo mal que estaba de dinero, y los rumores empezarían a extenderse. ¡Si Maja supiera lo que estaba pensando! La pobre estaría en ese momento dentro de un cajón refrigerado con una etiqueta atada al dedo del pie: Durban, Marie, nacida el 4 de agosto de 1954.

Se estremeció. No tardarían mucho en encontrar al hombre de la coleta, siempre acababan cogiéndolos, más tarde o más temprano. Sólo habría que esperar a que estrecharan el cerco, no tenía escapatoria, con esas nuevas técnicas del ADN y otras cosas peores, y habiéndose acostado con Maja y todo. Había dejado una verdadera tarjeta de visita, junto con sus huellas dactilares, pelos, restos de su ropa y todo lo que había leído en novelas policíacas. De repente cayó en la cuenta de que ella también habría dejado un montón de huellas. El hombre de la policía volvería, estaba segura. En ese caso tendría que repetir otra vez la misma historia, tal vez le resultara más fácil con el tiempo. Se dirigió con pasos firmes al taller. Se puso la camisa de pintar y empezó a mirar fija y agresivamente al lienzo negro tensado sobre el caballete. Sesenta por noventa, un buen formato, ni demasiado grande ni demasiado pequeño. Sacó del cajón una lija y un taco de madera. Cortó un trozo de lija y lo dobló alrededor del taco, apretó el puño, hizo unos movimientos de prueba en el aire y se lanzó sobre el lienzo. Empezó por la parte superior derecha y raspó con fuerza cuatro o cinco veces. Apareció un color grisáceo, parecido al plomo, un poco más claro en los lugares donde el tejido tenía los hilos más gruesos. Se alejó un poco del caballete. ¿Y si no lo encuentran? ¿Y si no consiguen detenerlo? Opel Manta, BL 74, ¿no era así? No cogen a todos, pensó. Si no lo tienen en sus registros, ¿cómo van a encontrarlo? Todo había ocurrido tan deprisa y tan en silencio… Salió a hurtadillas en cuestión de segundos. Si ella era la única persona que había visto el coche, nunca se sabría que tenía un Opel Manta, un modelo no muy corriente, lo que habría facilitado su búsqueda.

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