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Authors: Lewis Perdue

Tags: #Intriga, #Terror, #Ciencia Ficción

El ojo de fuego (15 page)

El generoso pago de la indemnización, junto con el seguro de discapacidad, le permitió ir viviendo durante meses, mientras intentaba averiguar qué le había pasado. En los períodos intelectualmente lúcidos, entre atroces dolores de cabeza y lagunas de memoria, Sheila se convirtió en su propia paciente estrella de su nueva práctica médica.

Encontró amplia documentación, tanto en publicaciones populares como médicas, en las que se documentaba que las heridas en el lóbulo frontal eran bien conocidas por alterar la personalidad de las víctimas, que con mucha frecuencia pasaban de ser ciudadanos modelos a convertirse en bellacos y criminales. El más famoso de todos era el capataz de ferrocarril Phineas Gage, que sobrevivió a una explosión accidental en 1848 que le causó una herida provocada por una barra de acero afilada, de casi un metro, que se le clavó y le atravesó la cabeza entrándole justo bajo su mejilla izquierda y saliendo por la parte superior de la cabeza. El inteligente, considerado y concienzudo trabajador, pronto se deterioró en un escandalosamente profano, caprichoso, irreverente y egocéntrico hombre que, según sus amigos, «ya no era Gage».

Ella sabía cómo era sentirse así, cuando revisó sus páginas web y sus escritos no se reconoció como la persona que las había creado. Y mientras asimilaba que no había curación para su condición, apenas comprendida, descubrió que había sido afortunada, probablemente, porque el destornillador había perforado un trozo relativamente pequeño a través de su materia gris. A diferencia de muchas otras víctimas con el lóbulo frontal dañado, ella no mostraba una falta de capacidad para planificar y no experimentaba problemas con la memoria, el habla o la capacidad de aprender o moverse. Le resultó mucho más duro motivarse y seguir adelante con las tareas y, ocasionalmente, fracasaba en pillar el remate de un chiste. También encontraba al resto de la gente tediosa, aburrida, despreciable y completamente sin interés, si no le eran útiles para sus necesidades sexuales u ocupacionales.

Al repasar sus viejos recibos para preparar su declaración de impuestos, no podía entender por qué se había molestado en donar dinero a la Cruz Roja y otros organismos caritativos. Ahora le parecía un estúpido gasto de dinero. El problema que le preocupaba más había sido el de las lagunas de memoria. Estaba haciendo algo normal y luego el mundo quedaba en blanco. Horas después, habitualmente descubría que estaba en la cama o en el sofá. Pocas veces, se encontraba en algún lugar familiar como la biblioteca de la facultad de medicina, en la tienda de la esquina o en un taxi.

Una noche, durante esas lagunas, justo antes de medianoche, se descubrió a sí misma desnuda sobre el suelo de una casa de playa de Long Island, practicando sexo con tres hombres y una mujer. Sheila nunca consiguió penetrar en la laguna de memoria que la llevó hasta aquella casa. Por más que lo intentó en los años que siguieron, la última cosa que podía recordar era el dolor de cabeza que le hacía doblar las rodillas y las brillantes luces de neón que llenaron su visión. Nada sobre lo que tenía que haber sido una decisión deliberada y ordenada que la ubicase y la llevase hasta lo que descubrió que eran las instalaciones de un caro y exclusivo «estilo de vida alternativo».

Los atroces dolores de cabeza permanecían alejados si visitaba con frecuencia la casa de playa de Long Island, donde rápidamente se convirtió en una solicitada compañera de sexo. También descubrió que los ataques de rabia incontrolable, los retrasos y los abusos verbales que habían hecho que la despidiesen también permanecían a raya. ¿Qué neuronas se habían reconectado para producir esa extraña relación con las estructuras del placer más profundamente enterradas en el cerebro? Se preguntó. ¿Qué neurotransmisores y hormonas estaban en juego e interactuaban con las reestructuradas estructuras de su cerebro?

Rápidamente se dio cuenta de que las investigaciones no tenían respuestas y que la neurociencia no había evolucionado lo suficiente para tratar las cuestiones que su nuevo comportamiento había planteado.

Se lanzó a absorber cada palabra de la investigación sobre el tema y, al hacerlo, se sorprendió de lo poco que los humanos sabían realmente sobre sus mentes y acerca de cómo las neuronas de sus cabezas gobernaban o fracasaban en gobernar su comportamiento.

Libre de las jaquecas y capaz de tener sus ataques emocionales bajo control, Sheila intentó regresar a su antiguo trabajo, pero la mañana que se suponía que tenía que aparecer en la entrevista final para el trabajo se encontró en su lugar, recuperándose de una laguna mental en el ferry de Staten Island. Deprimida por el fracaso, se obsesionó aún más con los hombres que la habían raptado y golpeado. Uno había sido capturado, pero se libró con la fianza establecida por un juez al que no pareció importarle lo que le había sucedido a ella. La policía estaba sobrepasada de trabajo y se había dedicado a otros crímenes más recientes, en los que el fracaso en sus actuaciones comportaban mayores consecuencias políticas que los casos atrasados, en especial aquellos que implicaban a víctimas con mal carácter, agresivas y malhabladas.

Una asistente de vuelo dio unos golpecitos a Sheila en el hombro.

—¿Cena? —preguntó la asistente de vuelo.

—Sí, pero es escandalosamente demasiado evidente que alguien olvidó subirla a bordo.

La asistente de vuelo se encogió de hombros de forma apática y avanzó hacia el siguiente asiento.

Sheila la visualizó desnuda, con las piernas abiertas, esposada a una cama y le arrancó la piel a tiras de cada centímetro de la epidermis.

Igual que hizo con los hombres que la habían violado. Uno por uno, les había seguido el rastro, los había reducido a punta de pistola y esposado. No había perdido ninguna de sus habilidades quirúrgicas y, después de acabar con ellos, se puso encima sus pieles, como una piel de cabra, como había leído que hacían los sacerdotes mayas.

Luego, se aseguró que aún estaban vivos antes de empaparlos con gasolina y prenderles fuego. Sus gritos le habían proporcionado una descarga de placer que alcanzó los más recónditos rincones de su alma e iluminó la oscuridad de sus lapsus de memoria. Durante meses, intentó averiguar qué tipo de reconexiones neuronales podían haberse desencadenado por las emociones extremas, los sentimientos transcendentes y los sueños que le permitían revivir el placer noche tras noche.

La literatura que hablaba sobre ello dejaba claro que el cerebro podía reconectarse a sí mismo para superar los daños y que, incluso, el pensamiento intenso y el aprendizaje cambiaban la topografía del cerebro y las configuraciones de las células nerviosas. Por lo tanto, ella llegó a la conclusión de que era razonable creer que las sustancias químicas producidas por sus experiencias con los violadores seguramente habían permitido que su tejido dañado se reconectase, para establecer unos recorridos completamente nuevos que formaban un puente a través de sus incapacidades y le permitían desarrollar otras nuevas y mejores.

Después de haber matado al último violador, las lagunas de memoria no volvieron a producirse. Y ella confiaba que nunca volverían a hacerlo mientras Kurata le diese suficiente trabajo.

Capítulo 12

Las nubes que cruzaban con rapidez el cielo habían empezado a rendirse ante los errantes retazos de cielo azul, cuando Lara al fin dirigió su elegante bote de remos de fibra de carbono de regreso al puerto náutico. El sudor recorría su rostro mientras remaba apasionadamente hasta que sus muslos, su espalda y sus hombros le ardían y se tensaban contra la piel húmeda. Su respiración se hizo más profunda y rítmica, suelta y ávida de más ejercicio. Remó con todas sus fuerzas, doblando el canal principal.

Aunque el viento había disminuido y el roce era mínimo, el agua resonaba con notas rápidas, agudas, chapoteando contra el rápido casco. El estrés y la rabia nunca fueron algo que Lara pudiese manejar emocionalmente con facilidad.

Nunca calmada y pocas veces apasionada, había aprendido desde niña que el estrés emocional requería acción física. Su padre había sido muy claro al respecto. «Llámalo el récord de un corredor o como quieras», le decía una y otra vez. «Pero el ejercicio extremo crea relajación extrema porque produce endorfinas y una gran cantidad de otras sustancias químicas del cerebro que aún no se han identificado». El ejercicio físico extremo era su forma de meditar y la frase «Siente el esfuerzo», su mantra. Incluso después de retirarse de las Fuerzas Especiales continuaba practicando un régimen de ejercicio físico más adecuado para su ex unidad, que para un consultor de negocios entrado en años. Hasta el día de su muerte, en un choque de navegación experimental de alta velocidad, a la edad de setenta y seis años, aún recorría las playas de San Diego y escalaba las montañas que estaban más al este.

—Me alejo corriendo de la vejez. Si me detengo, me alcanzará —le gustaba bromear.

Ahora ella sabía que, aunque puedas dejar atrás la vejez, la muerte siempre es más rápida y te alcanza. Sabía que había verdad en todo lo que le decía su padre y pensaba en ello mientras sacaba los remos fuera del agua y los deslizaba hacia el cabo donde el
Tagcat Too
levaba anclas y se mecía suavemente contra la línea de amarre, con la proa orientada hacia la entrada del puerto.

Un aullido de lobo atravesó el canal principal y llegó hasta ella.

—¡Eh, cariño!

Lara siguió el rastro que dejó el eco del aullido hasta un hombre gordo que holgazaneaba en la popa de un yate a motor, blanco, grande y caro. Pensó que, tal vez, era un miembro de un grupo de presión o algo así y parecía estar en su embarcación a todas horas, usualmente divirtiendo a pequeños grupos de gente.

—¡Un día de estos tenemos que salir juntos!

Dio una calada a un cigarro y la saludó alzando una bebida mezclada de color marrón cuando ella pasó por su lado, deslizándose. Su intensa mirada iba completamente dirigida, de forma demasiado obvia, a sus pechos. El sudor había hecho que el body de lycra se aferrase a su cuerpo, y resaltase sus pezones marcados contra el tejido elástico.

—Pierde ese barrigón de cerveza y tira los cigarrillos y tal vez tengamos algo de lo que hablar.

El hombre le lanzó una mirada lasciva e hizo un gesto obsceno con su dedo medio. Era su rutina habitual y casi había llegado a hacerse amistosa. Los hombres como él se parecían demasiado a los perros que corren tras los coches. Pensaban que tenía un aspecto sexy a distancia, y luego cambiaban de parecer cuando se acercaban; a la mayoría de hombres no les gustaban las mujeres lo suficientemente altas como para mirarles directamente a los ojos. Aparte de que luego se fijaban en el pecho, en su ancho busto. Se suponía que las mujeres no tenían que tener músculos y tetas a la vez.

Lara colocó los remos en el muelle, y luego salió con agilidad del casco y lo sacó del agua. Se estiró un momento y caminó rápidamente hacia la escotilla del
Tagcat Too
, marcó la combinación y bajó a comprobar si tenía algún mensaje de voz o algún correo electrónico de Ismail. Nada.

De regreso al muelle, regó con la manguera el bote y los remos con agua fresca, los secó, los puso de nuevo en el almacén del muelle y después cerró con llave.

Una ruidosa risa y el sonido de una cordialidad forzada llegaba hasta ella por el agua desde un gran yate a motor, cuando un hombre que ella reconoció, por haberle visto en las noticias por la televisión, como el presidente de pelo blanco de algún comité del senado u otro, estrechaba la mano del propietario del yate. Una rubia con un cuerpo de Barbie y tacones de aguja decoraba al senador.

Lara enrolló la manguera y la colgó en el gancho de la caja del muelle, al lado del grifo, subió a bordo del
Tagcat Too
y, después de mirar por la cubierta para asegurarse de que todo estaba en orden, descendió con la imagen de la rubia en su cabeza y en lo fácil que una mujer encajaba en un rol tan trillado, la mujer como ornamento. Un momento de envidia sorprendió a Lara mientras comprobaba que las escotillas de la embarcación estaban aseguradas. No se trataba en absoluto de que ella desease encajar en el rol de mujer trofeo, sino que su corpulencia y estatura significaban que ni siquiera podía probarlo, ni siquiera por una noche, sólo para ver lo que se debía sentir.

Consultó de nuevo su correo electrónico y luego se movió hacia popa del puente de mando y abrió la puerta de teca de su camarote. Allí se deshizo del body de lycra y lo echó dentro del cubo de la ropa sucia. El ornamento rubio atraía fácilmente a los hombres, que se sentían a gusto con ella. Lara envidió esa comodidad.

Desde que le alcanzaba la memoria, ella ponía nerviosa a la gente. En la escuela, los que se sentían incómodos con su tamaño contraatacaban con burlas y mofas que la llevaban a sumergirse aún más en sus estudios y los deportes, áreas donde podía distinguirse y escapar a los insultos que la perseguían durante las horas lectivas.

Lara se quitó cuidadosamente los pendientes y se masajeó los agujeros de las orejas con el índice y el pulgar, y fue a los cajones del joyero hechos a medida, forrados de terciopelo, que guardaban su colección de pendientes. Tenía montones de ellos, y un total de dieciséis cajones, cada uno de treinta centímetros de ancho y largo y unos tres de profundidad. Un amigo en una ocasión bromeó que coleccionaba pendientes igual que Imelda Marcos tenía zapatos. Colocó los pendientes en el cajón con cuidado y dejó que sus ojos acariciasen amorosamente hilera tras hilera de ellos, algunos de valor incalculable, otros completamente sin valor, sin recuerdos vinculados a ellos. Era cierto. Le encantaban los pendientes porque eran una de las pocas cosas que ella podía comprar y llevarse al momento, entrar en la tienda y comprarlos allí mismo, sin alteraciones, sin espera. Aparte de la ropa de las tiendas deportivas, casi todo lo que vestía tenía que ser retocado o hecho a medida. Incluso los colgantes o brazaletes tenían que ser modificados para que pudiesen adecuarse a su tamaño. Por el hecho de ser alta y fuerte había podido llegar a lugares que pocas mujeres podían alcanzar pero, a medida que se hacía mayor, más deseaba ser tan sólo una mujer de talla normal, con una vida normal, con un hombre normal, e hijos.

Ser normal, pensó mientras abría el grifo del agua caliente de la ducha, era un concepto que estaba demasiado subestimado. El calentador de agua de propano se encendió.

Lara caminó desnuda por el salón comedor para comprobar el correo electrónico por última vez y luego entró en la ducha.

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