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Authors: Lewis Perdue

Tags: #Intriga, #Terror, #Ciencia Ficción

El ojo de fuego (9 page)

—Más de los que quisiera contar —dijo ella.

Charlaron durante unos minutos, luego Condon interrumpió su conversación, su voz se volvió tensa y ansiosa.

—Lara, no quisiera parecerte abrupto, sobre todo después de todos estos años, pero estoy metido hasta el cuello en un problema realmente brutal.

—Ningún problema —dijo Lara mientras apartaba un montón de revistas de
New Scientist
y de economía del asiento de la estación de navegación y buscaba un bolígrafo y un bloc de papel para tomar notas.

—Por favor, no quisiera que me malinterpretases —dijo rápidamente.

—Si no lo consideras…; apropiado, o lo que sea, sólo tienes que decírmelo, ¿de acuerdo?

—Dame una oportunidad, Jim —dijo Lara.

Hizo espacio para poder escribir, moviendo hacia un lado un montón de correo del sábado cubierto con las etiquetas adhesivas amarillo pálido del cambio de dirección.

—Sólo tienes que exponerlo.

La línea telefónica permaneció en silencio durante un momento.

—¿Y bien? Dime.

Condon le contó lo que sabía del brote de «lepra coreana» en Tokio.

—Leí algo sobre eso —dijo Lara—. Pero me sorprende que no se haya hablado más por aquí.

—Tan sólo eran un montón de coreanos muertos —dijo Condon con una profunda ironía—. Nada importante para los medios de comunicación japoneses —hizo una pausa—. Pero te aseguro que tiene el impacto de una bomba.

»Por lo que yo puedo decirte, parecía como si algo hubiese impactado en esa gente y hubiesen empezado un proceso de lisis celular general; es sorprendente, las paredes celulares simplemente se desintegraban, se disolvían. Empezó con la piel y los músculos voluntarios. Primero aquellas horribles llagas y luego era como si la gente empezase a fundirse, como tejidos desintegrándose, realmente desprendiéndose de sus huesos. La mayoría de las víctimas murieron de forma espectacular cuando los vasos sanguíneos se abrieron y, simplemente, parecieron explotar sangre. Está por todo el país. Y parece ser contagiosa.

—Oh, Dios mío —susurró Lara.

—Pues sí. Ése fue mi comentario exactamente. Este cabrón es un verdadero exterminador —dijo Condon—. En especial si da la casualidad de que seas coreano. Los barrió como si se tratase de una toalla húmeda sobre una pizarra emborronada. Luego, menos de diez días después, ¡puf!, desapareció.

Lara se estremeció.

—¿Dices que sólo afecta a los coreanos?

—Exactamente —dijo Condon.

—¿Qué aspecto tiene?

—Buena pregunta.

—¿Por qué lo dices?

—Bueno, tenemos muestras pero no hay ninguna estructura celular bajo el microscopio y nada más que yo pueda identificar.

—¿Qué quieres decir?

—Las muestras no reaccionan a ninguno de los tests antigén, no crecen tampoco en agar y tampoco en células vivas. Las muestras parecen ser químicamente inertes.

—Jim, ¿por qué no has hablado con los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades o tal vez Fort Detrick?

—Principalmente, porque mi oficial al mando se ha cabreado y nos ha mandado al infierno porque salimos de nuestro regimiento y fuimos al hospital a tomar muestras de todo. Se suponía que no teníamos que meter la nariz en sus asuntos, algo sobre diplomacia y la precaria naturaleza política de las instalaciones de Estados Unidos allí.

—Bueno, es bastante fácil de comprender, en especial dado que el nuevo gobierno japonés es el primero que quiere eliminar las bases norteamericanas y su presencia militar. Este tema ha sido primera página aquí durante más de un año.

Se produjo un largo silencio. Al fin, Condon suspiró.

—Tal vez tengas razón. Por otra parte, tengo esas muestras aterradoras, pero mi oficial al mando masculla algo parecido a consejo de guerra cada vez que se las llevo. Quiero enviarlas a Fort Detrick o a los CDC para que las examinen, pero me van a dar una patada en el trasero si intento hacerlo sin la aprobación de mi oficial al mando. Y conseguir esto es un lío burocrático la mayoría de veces…, noventa y siete niveles de burocracia, solicitudes firmadas por cientos de personas. Y se tarda semanas y semanas —hizo una pausa—. No tenemos tiempo.

—¿Como la vez que tomaste la llave del almacén del laboratorio?

Condon se echó a reír después de una larga pausa.

—¡Exactamente! De otra forma no hubiésemos conseguido la nota máxima en aquel examen de secuencias sin los marcadores correctos, ¿verdad?

Lara rió con él y luego suspiró.

—¿Qué puedo hacer por ti?

—He pensado que tu compañía podría echarme una mano.

—Mi ex compañía —le corrigió, y luego le explicó su situación actual—. Pero tienes razón, GenIntron sería el lugar adecuado donde empezar a investigar.

—Entonces, ¿lo harás? —preguntó Condon esperanzado.

La línea resonó con la pausa que siguió a sus palabras. Lara se levantó y se inclinó hacia el panel de teca. Por primera vez se dio cuenta de que el corazón latía con fuerza en su pecho. Sonrió brevemente ante la excitación, el desafío de un nuevo misterio. Pero la sonrisa se desvaneció con rapidez cuando reparó en que, a menos que Condon estuviese completamente equivocado acerca del nuevo síndrome que estaba acabando sólo con coreanos, significaría que una de sus peores pesadillas se había hecho realidad: alguien había probado un arma biológica que se activaba con una secuencia genética específica que, probablemente, sólo se encontraba en un grupo étnico concreto. Y lo habían hecho con algún tipo de enfermedad desconocida. Ella debía ayudarle porque tenía que averiguar qué estaba pasando.

Miró las instantáneas y recordó las palabras que su padre repetía una y otra vez como un mantra: «Haz lo correcto. No importa lo duro que sea, lo peligroso que sea, no importa lo difícil que sea. Tarde o temprano todos moriremos y si al hacer lo correcto haces que sea pronto, entonces habrás muerto como un héroe». Por supuesto, ser un héroe muerto nunca había sido el objetivo de su vida, pero ella sabía que, en este caso, no sólo tenía que hacer lo correcto, sino que debía hacerlo de la forma correcta. Se trataba de ayudar realmente a Condon. Cualquiera que trabajase en GenIntron y que colaborase con ella, seguramente sería despedido si Rycroft lo averiguaba. Éste era un malvado bastardo vengativo y no quería darle motivos para que le presentase ningún tipo de demanda judicial.

—Bien —dijo Lara indecisa—. Deja que lo piense un poco. Te enviaré un correo electrónico.

La decepción en la voz de Condon era palpable cuando le deletreó, y luego le repitió, la dirección para asegurarse de que tenía la correcta.

—De acuerdo —dijo ella—. Me pondré en contacto contigo enseguida.

—De acuerdo —suspiró él—. Tú eres la jefa.

—Ya no.

El profundo vacío que le había dejado la pérdida y separación de su trabajo ardió de nuevo en su pecho.

Cuando colgaron, el teléfono digital se conectó con el sótano de la Casa Blanca a través del cual la conexión había sido desviada, se anotó el fin de la llamada y se entraron los detalles en su registro, indexando la ubicación para la recuperación del archivo digitalizado que contenía toda la conversación.

Lara se dirigió inmediatamente a su portátil, que estaba en el salón comedor, y entró en la cuenta de correo gratuita de Yahoo!, que había abierto hacia años, cuando quería navegar por la web y conectarse en salones de chat con otras personas. Introdujo la dirección de correo electrónico que Jim Condon le había dado, y escribió: «Envíame el correo a la dirección de Hotmail o a Yahoo! Si no tienes ninguna, ábrete una. Extrema las precauciones. No se lo digas a nadie. Ya no puedo controlar la compañía, pero aún me quedan algunos recursos. Hazme un resumen de nuestra conversación telefónica y de lo que descubriste en Tokio. Envíale un correo electrónico a Ismail Brahimi a la dirección de Hotmail en la casilla de «cc» de abajo. Luego envía la mitad de tus muestras embaladas en hielo seco y copias de todas tus notas y las fotos que tomaste a la dirección de su casa». A continuación picó la dirección de una vieja casa victoriana en Harper's Ferry que Brahimi había estado restaurando durante más de cinco años; y prosiguió con el mensaje: «Busca unas instalaciones de almacenamiento en frío y guarda la otra mitad de las muestras, tus notas y fotos. Mantén todo esto en secreto».

Lara dudó un momento y, luego, al final del correo escribió, con letras mayúsculas, «cuídate las espaldas». Al final pulsó «enviar».

Capítulo 7

Al norte de Kioto, un estrecho camino avanza serpenteando de pueblo en pueblo por los escarpados precipicios boscosos y las colinas de Rakukoku, siguiendo una antigua y sinuosa ruta a través del campo impregnado de historia.

Un Land Rover blanco ascendía despacio por la carretera con Sheila Gaillard al volante. Buscaba los bosques que aparecieron inmediatamente más adelante en el arcén de la carretera.

—Procura estar atento al muro —dijo Gaillard en un alemán fluido—. Yo me lo paso la mitad de veces.

Su pasajero, Horst Von Neuman, asintió mientras observaba con atención el paisaje que pasaba ante sus ojos, buscando la entrada no señalizada entre los árboles, cubierta de hierbas, en apariencia una pista sin asfaltar, que hacía poco más que separar los árboles. Era un hombre enjuto, de aspecto severo, con el pelo de color arena, casi rapado, y unos ojos azules profundos y ávidos.

—Allí.

Von Neuman señaló un lugar marcado por un inmenso y viejo árbol destacado en las indicaciones. Gaillard redujo la velocidad y se acercó al arcén, y esperó hasta que no hubo tráfico en ambos sentidos, antes de introducirse en el espacio que se abría entre los árboles. Condujo por el túnel verde que formaban las ramas arqueadas de una docena de variedades de árboles que cubrían el camino con sus ramas. El pavimento, que estaba camuflado para parecer un sendero descuidado, zumbaba bajo los neumáticos del Land Rover. De pronto, el camino se doblaba en una pronunciada curva hacia la derecha; Gaillard redujo la velocidad y se preparó para detenerse. Justo a lo largo de la pronunciada curva, un ancho tronco bloqueaba el paso. Gaillard se acercó hasta él y se detuvo. Bajaron las ventanillas y Gaillard apagó el motor.

—Es sorprendente —dijo Von Neuman, mirando atentamente el terreno frondosamente boscoso—. No puedo verles, pero sé que tienen que estar aquí, observando.

—Y escuchando —Gaillard asintió.

Ella consultó su reloj, las 3:58, llegaban dos minutos antes.

Tokutaro Kurata veneraba la naturaleza y rendía culto a las deidades del bosque y de los ríos, como correspondía a un devoto seguidor del sintoísmo. Por consiguiente deseaba que ese camino conservase su estado ancestral para que pareciese un simple sendero de campo. Y lo que Kurata deseaba, Kurata obtenía. La ocultación de todas las comodidades y las medidas de seguridad habían costado muchísimo más que las de un diseño convencional, pero el coste era algo que no le preocupaba. Kurata estaba dispuesto a pagar lo que fuese en los terrenos de todas sus residencias alrededor del mundo para que tuviesen un aspecto natural, como si no se hubiese gastado ni un centavo en absoluto.

Exactamente a las cuatro en punto de la tarde, dos guardas de seguridad uniformados surgieron del búnker inteligentemente camuflado, uno de la serie que rodeaban la finca de más de 200 km
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, todos unidos por pasadizos subterráneos y equipados por equipos electrónicos que controlaban el sonido, los infrarrojos, la vibración e incluso los sensores que captaban el rastro del olor de los seres humanos.

Uno de los guardas, un hombre alto que rondaba los cuarenta años y con una complexión de defensa de fútbol americano, se acercó al Land Rover. El segundo, que parecía el hermano más joven de su compañero, permaneció cautelosamente al lado de un grueso nogal, sosteniendo la metralleta Shin Chuo Kogyo 9 mm Parabellum que ostentaba todo el personal de seguridad de Kurata. Los dos intrusos sabían que, oculto a su visión en aquel momento, estaba disimulado el armamento más pesado. Podrían hacerlos pedazos en un instante si su entrada les pareciese hostil.

El guarda de más edad se detuvo al lado de la ventanilla abierta de la conductora del Land Rover y, en silencio, esperó a que Gaillard hablase.

—Gaillard y Von Neuman —dijo Sheila lacónicamente.

El guarda asintió y pulsó una tecla de su
walkie talkie
. Instantes después, los árboles hicieron un débil sonido hidráulico cuando unas hileras de postes de acero, formando barrera, surgieron del suelo y formaron una amplia «U» alrededor del Land Rover y alrededor de una zona lo suficientemente amplia para contener un semitrailer. El «tronco» de la carretera cerró la parte superior de la «U», asegurando que cualquiera que intentase introducirse con una falsa identidad en la residencia de Kurata se quedaría para responder a todas las preguntas si sus identificaciones no consiguiesen pasar la inspección.

Los postes se extendieron unos cuatro pies sobresaliendo del suelo, y luego, de forma audible, se quedaron fijos en su lugar. Entonces, el guarda sacó un aparato de su cinturón parecido a unos binoculares con un pequeño teclado fijado en la parte superior. El aparato pitó dos veces cuando el guarda pulsó los botones; después le alargó el aparato a Gaillard.

—Mire dentro hasta que suene de nuevo —dijo el guarda.

Gaillard tomó el escáner portátil de identificación de retina y lo sostuvo a la altura de sus ojos. Sabía que para los visitantes programados como ella y Von Neuman la estructura retinal única de sus vasos sanguíneos había sido descargada del ordenador central y almacenada digitalmente en la memoria del escáner para permitir una comprobación rápida. Cuando se trataba de visitantes autorizados, pero inesperados, el escáner de retina era transmitido a través de una red inalámbrica encriptada segura, que permitía un acceso en tiempo real, vía satélite, a los superordenadores de Daiwa Ichiban Corporation de Tokio y Kioto.

El escáner pitó y Gaillard se lo devolvió. El guarda miró la pequeña pantalla digital que estaba junto al teclado y aprobó con la cabeza. Caminó hacia el otro lado del coche. El escáner pitó cuando lo reinicializó. Se lo entregó a Von Neuman y repitió las mismas instrucciones que le había dado a Gaillard.

Segundos después de que Von Neuman pasase su escáner retinal, el «tronco» formó un arco y despejó el camino que permitía que el Land Rover pasase la primera línea de seguridad. Condujeron unos cuarenta y cinco metros antes de que un equipo de guardas, esta vez japoneses, los detuviese y pidiesen que Gaillard y Von Neuman hablasen por el analizador de voz.

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