—Desde luego —explicó el profesor—. Oí en el barco que los nativos capturan a veces elefantes provenientes de las regiones cuánticas. Son mucho mejores que los demás y, en nuestro caso, representará una indiscutible ventaja, pues el animal se sentirá a sus anchas en la selva cuántica.
El señor Tompkins examinó al elefante por los cuatro costados; era un hermoso animal corpulento, pero no se comportaba diferente de los elefantes que había visto en el zoológico. Se dirigió al profesor:
—Dice usted que es un elefante cuántico, pero no me parece distinto de los demás elefantes, ni actúa de manera divertida, como aquellas bolas de billar hechas con los colmillos de sus parientes. ¿Por qué, pues, no se dispersa en todas direcciones?
—Manifiesta usted una comprensión peculiarmente lerda —dijo el profesor—. No lo hace por la razón de que su masa es considerable. Hace tiempo le expliqué a usted que toda incertidumbre en la posición o en la velocidad depende de la masa: cuanto mayor es ésta, tanto menor resulta la incertidumbre. De ahí que las leyes cuánticas no se hayan observado, en el mundo ordinario, ni siquiera en cuerpos tan diminutos como las partículas de polvo. Se tornan importantísimas en los electrones, que son billones de veces más ligeros que un grano de polvo. Pues bien, aunque en la selva cuántica la constante cuántica es considerable, no basta, con todo, para hacer que se manifiesten efectos notables en un animal tan pesado como este elefante. La única manera de apreciar la incertidumbre en la posición del elefante cuántico es examinar de cerca sus contornos. Tal vez haya usted notado que la superficie de la piel no es del todo definida, sino que aparece algo confusa. Con el tiempo, esta incertidumbre va en lento aumento, lo cual me parece el origen de una leyenda de los nativos, según la cual los elefantes muy viejos de la selva cuántica tienen pelo largo. Espero, sin embargo, que todos los animales de menor tamaño exhibirán efectos cuánticos notables.
—Que suerte —pensó el señor Tompkins— que no vamos a hacer la expedición a caballo, pues no habría sabido si el animal estaba entre mis rodillas o andaba detrás de cualquier cerro.
En cuanto el profesor y Sir Richard con sus fusiles hubieron trepado a la cesta qué llevaba el elefante sobre el lomo, y el señor Tompkins, en su nuevo papel de conductor, se hubo instalado en el cuello, aguijón en mano, partieron hacia la selva misteriosa.
Los lugareños les informaron de que tardarían alrededor de una hora en llegar, así que el señor Tompkins, esforzándose por guardar el equilibrio, decidió aprovechar el tiempo aprendiendo del profesor más detalles sobre los fenómenos cuánticos.
—¿Tendría usted la amabilidad de explicarme —preguntó, volviéndose hacía él—
por qué
los cuerpos de masa pequeña se comportan en forma tan especial y cuál es, a fin de cuentas, el significado de esa constante cuántica a la que invoca usted a cada paso?
—No es muy difícil de entender —dijo el profesor—. El comportamiento divertido que observa en todos los objetos del mundo cuántico se debe, sencillamente, a que usted los está mirando.
—¿Tan vergonzosos son? —preguntó sonriendo el señor Tompkins.
—"Vergonzosos" no es la palabra justa —fue la fría respuesta—. Lo que pasa es que, para efectuar cualquier observación de un movimiento, es inevitable perturbarlo. En realidad, para percibir algunas características de un cuerpo en movimiento es necesario que éste ejerza cierta acción sobre los sentidos o sobre el aparato empleado. En virtud de la igualdad de la acción y la reacción, debemos concluir que el instrumento de medición también ha actuado necesariamente sobre el cuerpo, que ha estropeado su movimiento, por así decirlo, introduciendo una incertidumbre tanto en su posición como en su velocidad.
—Estoy de acuerdo —dijo el señor Tompkins— en que si hubiera tocado la bola de billar cuántica con el dedo, habría perturbado su movimiento. Pero no pasé de mirarla. ¿También eso la trastorna?
—Por supuesto. Es imposible ver la bola en la oscuridad, pero si se enciende la luz, los rayos reflejados por la bola (que son los que la hacen visible) actúan sobre ella y "estropean" su movimiento. "Presión de la luz" llamamos a este efecto.
—Pero supongamos que utilizo aparatos sumamente delicados y sensibles. ¿No puedo lograr así que la acción de mis instrumentos sobre el cuerpo móvil se reduzca hasta lo insignificante?
—Tal era la opinión de la física clásica antes del descubrimiento del
cuanto de acción
. A principios del presente siglo hubo que reconocer que la
acción
de cualquier objeto no puede ser inferior a cierto límite, representado por la constante cuántica, la cual es designada por el símbolo
h
. En el mundo ordinario, el
cuanto
de acción es diminuto; en las unidades acostumbradas se expresa por un número con 27 ceros tras el punto decimal, de modo que sólo es importante en partículas ligerísimas, como los electrones, que, gracias a su minúscula, masa, son afectados por acciones muy pequeñas. Pero vamos rumbo a la selva cuántica, donde el
cuanto
de acción es enorme. Es un mundo tosco, donde son imposibles las acciones débiles. Allí, si alguien intentara acariciar a un gatito, no sentiría nada o lo desnucaría al primer
cuanto
de caricia.
—Todo eso esta muy bien —dijo el señor Tompkins, pensativo—, pero cuando nadie los esté mirando me imagino que los cuerpos se comportarán normalmente, quiero decir: en la forma a que nos tienen acostumbrados.
—Cuando nadie mira —dijo el profesor—, nadie puede saber lo que está pasando, de modo que su pregunta carece de sentido físico.
—¡Vaya, vaya! —exclamó el señor Tompkins. Francamente eso me suena a filosofía.
—Llámelo así, si gusta —el profesor evidentemente se había ofendido—. En realidad es el principio fundamental de la física moderna: nunca hablar de aquello que no se puede conocer. La totalidad de la teoría física moderna se funda en este principio, que el filósofo suele pasar por alto. Por ejemplo, Kant, el famoso filósofo alemán, dedicó muchísimo tiempo a considerar las propiedades de los cuerpos, pero no tal como se nos aparecen, sino como son "en sí". Para el físico moderno sólo tienen sentido los "observables" (propiedades observables, sobre todo), y la ciencia se basa en sus relaciones mutuas. Las cosas imposibles de observar no sirven más que a la especulación ociosa: puede usted inventarlas a placer, pero jamás logrará confirmar su existencia o aplicarlas a cualquier fin. Debo añadir que...
En aquel preciso instante resonó un rugido pavoroso y el elefante dio tal respingo que el señor Tompkins estuvo a punto de caer al suelo. Una nutrida banda de tigres acosaba al elefante por todas partes. Sir Richard se echó el fusil a la cara y tiró del gatillo, apuntando precisamente entre los ojos del tigre más cercano. Inmediatamente el señor Tompkins le oyó murmurar cierta palabrota que suelen usar los cazadores: había atravesado la cabeza del tigre sin hacerle el menor daño.
—¡Siga disparando! —gritó el profesor—. ¡Reparta el fuego alrededor, sin cuidarse de hacer blancos precisos! No es más que un tigre, pero está disperso en torno a nuestro elefante. ¡Nuestra única esperanza es alzar el hamiltoniano!
El profesor cogió otro rifle y el estruendo de las descargas se mezcló con los rugidos del tigre cuántico. Al señor Tompkins le pareció que pasaba una eternidad. Finalmente, una de las balas "acertó" y, para gran sorpresa del señor Tompkins, el tigre (pues en uno se convirtió) salió por el aire con tal ímpetu que, tras describir un arco, fue a caer detrás de un palmar distante.
—¿Quién es el hamiltoniano? —preguntó el señor Tompkins cuando volvió la calma—. ¿Algún famoso cazador que trató usted de sacar de la tumba para que viniera en nuestra ayuda?
—!Oh, lo siento de veras! —explicó el profesor—. Excitado por el combate empecé a utilizar el lenguaje científico, que usted no entiende. Hamiltoniana se llama a una expresión matemática que describe la interacción cuántica entre dos cuerpos. Toma el nombre de un matemático irlandés, Hamilton, quien fue el primero en aplicarla. Sólo quise decir que disparando más balas cuánticas aumentaríamos la probabilidad de interacción entre la bala y el cuerpo del tigre. En el mundo cuántico, como acaba usted de ver, por cuidado que se ponga al apuntar, es imposible contar con dar en el blanco. Como la bala se dispersa, lo más que llega a alcanzarse es cierta probabilidad finita de acertar, jamás la certidumbre. Hemos gastado aproximadamente 30 balas para lograr un verdadero blanco sobre el tigre. Lo mismo sucede en nuestro mundo de todos los días, pero en escala mucho menor. Lo que pasa es que, como ya le he explicado, en el mundo ordinario hay que investigar partículas diminutas, como los electrones, para advertir estos efectos. Tal vez sepa usted que todo átomo consta de un núcleo relativamente pesado, en torno al cual gira determinado número de electrones. En un principio se creyó que el movimiento de estos electrones en torno al núcleo era del todo análogo al de los planetas alrededor del Sol hasta que un análisis más profundo demostró que las nociones ordinarias acerca del movimiento son demasiado groseras para los sistemas de dimensiones atómicas. Las acciones que intervienen en los átomos son del mismo orden de magnitud que el
cuanto
elemental de acción; de ahí que el cuadro se haga muy confuso. El movimiento de un electrón alrededor de un núcleo atómico es, en buena parte, análogo al del tigre por los alrededores de nuestro elefante: parecía estar en todas partes a la vez.
—¿Y alguien se dedica a disparar a los electrones, como nosotros al tigre?
—¡Naturalmente! El núcleo mismo emite en ocasiones
cuantos
de luz de elevada energía, unidades elementales de acción luminosa. Y también es posible disparar a los electrones desde el exterior, iluminando el átomo con un rayo de luz. Sucede lo mismo que con el tigre: muchos
cuantos
de luz atraviesan la zona ocupada por el electrón sin afectarlo en lo más mínimo, hasta que uno acaba por actuar sobre él, expulsándolo del átomo. Es imposible perturbar levemente un sistema cuántico; o no sucede nada o el cambio es decisivo.
—Igual que el gatito que no puede ser acariciado en el mundo cuántico sin perecer —concluyó el señor Tompkins.
—¡Miren, gacelas! ¡Son muchas! —exclamó Sir Richard alzando el fusil. Efectivamente, una manada de gacelas surgía entre los bambúes.
—Gacelas amaestradas —dijo el señor Tompkins para sí—. Van tan bien formadas como los soldados en un desfile. Me imagino que no se tratará de otro efecto cuántico.
El grupo de gacelas se acercaba velozmente al elefante y Sir Richard estaba ya dispuesto a disparar cuando el profesor se lo impidió.
—No desperdicie sus cartuchos —recomendó— es muy poco probable hacer blanco en un animal cuando se está difractando.
—¿Qué es eso de
un
animal? —exclamó Sir Richard—. Por lo menos hay unas cuantas docenas.
—¡En modo alguno! Es una sola gacelita, seguramente asustada, que corre entre los bambúes. Ahora bien, la "dispersión" de los cuerpos conduce a propiedades análogas a las de la luz ordinaria, por lo cual al atravesar una serie ordenada de aberturas, como las que separan a las cañas de bambú se produce el fenómeno de la difracción, que quizá le hayan explicado en la escuela. Por eso hablamos del carácter ondulatorio de la materia.
Ni Sir Richard ni el señor Tompkins alcanzaban a explicarse el significado de la misteriosa palabra "difracción", y la conversación se interrumpió.
En su recorrido por las tierras cuánticas, los tres viajeros tropezaron con innumerables fenómenos interesantes, como los mosquitos cuánticos, dificilísimos de localizar, en virtud de su reducida masa, y también algunos monos cuánticos muy graciosos. Al fin vislumbraron lo que, según todas las apariencias, era una aldea indígena.
—No tenía noticia de que estas regiones estuviesen habitadas —dijo el profesor—. El ruido me hace sospechar que celebran una especie de festival. Escuchen el campanilleo.
Era casi imposible discernir por separado las siluetas de los nativos que bailaban una danza salvaje alrededor de una enorme hoguera. A cada instante se alzaban sobre la turba manos morenas que sacudían campanas de todas dimensiones. Conforme se acercaban, todo, incluso las chozas y los árboles frondosos, se empezó a confundir y el tintineo de las campanillas llegó a hacerse insoportable para los oídos del señor Tompkins. Tendió la mano, agarró algo y lo tiró. El despertador dio en el vaso de agua que tenía en la mesa de noche, y un chorro de agua fría acabó de despertar al señor Tompkins. Se puso en pie de un salto y empezó a vestirse a toda prisa. Media hora después debería estar en el banco.
[Las condiciones son las del tercer sueño: la velocidad de la luz es de unos 15 kilómetros por hora; las demás constantes permanecen inalteradas.]
El señor Tompkins había quedado encantado con sus aventuras en la ciudad relativista, pero lamentaba de veras la ausencia del profesor, que le hubiera explicado los extraños acontecimientos que observó: los misteriosos métodos aplicados por el guardafrenos para evitar que los pasajeros envejecieran lo preocupaban particularmente. Más de una noche se metió en la cama con la esperanza de volver a aquella interesante ciudad, pero los sueños eran escasos y casi siempre desagradables; en el último, el director del banco le echaba en cara la incertidumbre que introducía en las cuentas... De modo que resolvió tomar una buena semana de vacaciones en alguna playa. Sentado en un compartimento de ferrocarril miraba por la ventanilla cómo los tejados grises de las afueras iban cediendo poco a poco su lugar a la campiña verde. Cogió un periódico al azar y trató de interesarse en el conflicto franco-italiano, pero todo era tan soso... y el vagón lo arrullaba tan dulcemente...
Cuando bajó el periódico y volvió a mirar por la ventanilla, el paisaje había cambiado considerablemente. Los postes del telégrafo estaban tan juntos que hacían el efecto de una valla, y los árboles tenían copas tan angostas que parecían cipreses italianos. Frente a él iba sentado su viejo amigo el profesor, mirando afuera con gran interés. Seguramente había entrado mientras el señor Tompkins leía el periódico.
—Estamos en el país de la relatividad —dijo el señor Tompkins—. ¿No es cierto?