—Gracias.
Y nos alejamos en silencio. El sonríe: «¿Ves? ¡Se aproxima más a mi explicación!».
Pero esto en sí no es que tuviera gran importancia. Lo que no olvido de aquel día es que, en lo que hacía, no cabía nunca la posibilidad de percibir una enseñanza molesta. Lo hacía y ya está. Luego eras tú quien decidía cómo interpretarlo. Como en aquel caso: «Cualquiera puede saber más que tú». O bien: «No juzgues a quien no conoces». O: «El hombre siempre puede sorprenderte, para bien o para mal». O también: «Ser pobre no significa renunciar a la propia dignidad». «Una persona pobre puede lo mismo saber más que tú». O simplemente: «¿Has visto? Yo tenía razón».
En cualquier caso, de un modo u otro, siempre te enseñaba algo sin hacer que te pesara. Y te asombraba.
Hoy no hay nadie en el quiosco. Así que tomamos algo y nos quedamos un rato en silencio contemplando el mar. A lo lejos, unos barcos de vela han abierto algún que otro
spinnaker
. Grandes retazos de color que brotan de aquellas barcas y danzan al viento antes de que los sujeten y los dispongan para todo lo que deberán hacer en realidad.
Decidimos regresar y le llevamos al bañero un café.
—Ha sido tan amable con nosotros que me apetece…
Lo lleva él. Lo sostiene con mano firme y ha colocado encima una tapa para que el viento no lo enfríe. En la otra lleva un poco de azúcar y un palito para removerlo.
De todos modos, es cierto. Ese bañero siempre ha sido amable. Nos hacía reír y realizaba bien su trabajo, y nos trataba a todos como a sus nietos, con la severidad justa pero también con ganas de jugar. Y, mientras volvemos, echo a correr, más joven aún. Huyo entre las barcas, seguido de Walter el bañero y de sus reproches por haber arrojado demasiadas medusas a la orilla y haber jugado con ellas con un palo, haciéndolas pedazos. Al cabo de unos metros, sin embargo, he crecido de repente. Tengo el pelo más largo y transporto unas cuantas cervezas y cafés calientes y algún aperitivo y algún Campari en una gran bandeja. Era el joven camarero del grupo de amigos de mi padre. Ir al quiosco para llevarles el café de la sobremesa me daba derecho a un
cremino
o un
piper
, o a un helado de cola si no los habían terminado ya, o incluso a un
arcobaleno
, si tenía suerte de verdad. Y, así, iba de muy buena gana y no eran pocos los hijos de amigos que intentaban soplarme el privilegio.
De cuando en cuando, hacía que me acompañaran, y volvíamos como si hubiéramos hecho la compra. Estaban todos allí: abogados, notarios, contables, médicos…, tendidos en aquellas tumbonas con sus mujeres, sonriendo y charlando y contando chistes y hablando de los nuevos fichajes de su amado equipo de fútbol, y gastándose también bromas entre sí. Se lanzaban cubos de agua de mar, y el culpable salía en seguida corriendo, justificando la razón de ese gesto, casi siempre por haber perdido a las cartas la noche anterior, o por cualquier otra cosa que sólo ellos sabían.
Y estaba también aquella bellísima mujer. De otro grupo de amigos, de la misma edad, simpáticos también ellos. Alta, morena, con la cintura estrecha y el cabello rizado que le caía sobre los hombros, y una sonrisa preciosa, y unos pechos grandes, y aquellos ojos oscuros y profundos. Llevaba siempre bañadores de vivos colores y me gustaba muchísimo. No tanto como mi madre, claro. Pero era hermosa de una manera distinta. No sé por qué siempre me gustaba salirle al encuentro y saludarla. Ahora no me acuerdo bien, pero me parece que daba una vuelta a propósito para pasar justo por donde ella tenía su tumbona. Y ella siempre me sonreía, pero nunca conseguí decirle nada más. Además, tampoco sé qué podría haberle dicho…
—¿En qué estás pensando?
—Oh, en nada…
Sonrío, ligeramente azorado. El sonríe a su vez. Qué tonto, tal vez lo sepa. Entregamos el café y seguimos andando. Bajamos, bajamos más aún, en dirección a los muelles. Primero. Segundo. Tercer muelle. Allí fue donde pesqué mi primer pulpo con una redecilla. Lo cogí a las ocho de la tarde y mi abuelo lo golpeó contra esas mismas rocas y lo preparó de inmediato para cenar. Hablamos de ello, y también él se acuerda. Teníamos alquilado el chalet de unos amigos, justo frente a ese muelle. De noche, cuando había un poco de luna, siempre daba un paseo entre las rocas. Y mis padres me dejaban ir, porque, aunque era pequeño, podían controlarme desde casa. Y yo me asomaba sin dejarme ver demasiado y observaba, abajo, los peces más diversos y su lento navegar nocturno, y todos aquellos reflejos de la luna que, de vez en cuando, hacían centellear sus vientres de plata. Mira. Está anocheciendo.
—¿Algo va mal?
Ahora me observa serio, con una sonrisa disgustada pero sereno. Y yo permanezco en silencio por unos instantes. Después, decido abrirme, hablarle.
—Me siento traicionado por la vida. No debería transcurrir así. No sin darme el tiempo que necesito…, para ti, para mí, para poder seguir hablándote…
El sonríe y me apoya una mano en el hombro.
—¿Qué más querías decirme? No siempre es preciso hablar para decir algo. Y tú me has dicho muchas cosas…
—Sí, lo sé. Pero me gustaría no tener dudas.
El cierra ahora los ojos como diciendo «tienes razón», y me deja hablar. Y logro por fin decírselo todo, es decir, mucho, y muchísimo más. Todo lo que siempre había querido decirle y, no sé por qué, nunca le había dicho. Y lo hago con vehemencia, con pasión, mezclando un poco de todo, intentando no dejarme nada. Es exactamente como cuando has pasado una velada estupenda en compañía de un amigo, has hablado de muchas cosas, y quizá ha habido una en relación con la que ambos os habéis bloqueado, un nombre que no os venía a la cabeza a ninguno de los dos, y que, sin embargo, habéis sabido siempre. Pero ya no tienes tiempo, debes volver a casa. Y, justo cuando estás regresando, lo recuerdas de golpe. Y entonces querrías llamar en seguida a ese amigo y decirle: «Eh, ¿sabes que me he acordado?», y dices el nombre de aquella canción o de aquel actor o de aquella película o de aquel libro que tanto te gustaría que él leyese…
Eso es, en resumidas cuentas, la cosa es un poco así. Y sigo hablando, de cómo a veces no he sido capaz de aceptar el tiempo que pasaba, de aquel tiempo que se robaba, traidor, pedazos que habría querido volver a vivir con la misma lucidez, con aquella agudeza, aquella ironía, aquel saber moverse en todas direcciones que tanto le había envidiado siempre. Y recuerdo que a veces lo habíamos discutido. Yo, demasiado joven aún, con ganas de cambiar el mundo y también a algunos de sus amigos y, en cualquier caso, a aquellos que a mí no me convencían, que habían aceptado compromisos o se habían sometido, que ya no sonreían. También entonces él había sonreído, aceptando mi rebelión juvenil como el precio natural, el paso obligado por aquella franja de vida, aquel mar tormentoso entre padre e hijo. Esos días de enfrentamiento no obstante el inevitable amor que nos teníamos, y que serán siempre motivo de pesar. Pero él lo sabía entonces. Y también hoy me sonríe. Hoy, que nos han regalado este paseo. Y vuelve a acariciarme la cabeza. Y se acerca a mí y me estrecha contra su cuerpo y me dice cosas al oído. Una tras otra, con esa seguridad… ¡Cómo se la envidio! Me dice cosas bonitas, pero de un bonito…, cosas que no puedo decir de lo bonitas que son y por cómo sé ya que las estropearía. Y, entonces, me echo a llorar. Durante largo rato. Pero no me siento incómodo. Luego, lanzo un suspiro y me parece haberme liberado de un montón de cosas y me siento mejor.
Y él espera a que pase este momento, que todo esté de nuevo en orden, que vuelva ese equilibrio desabrido, sano y moderado que nos acompaña siempre a los ojos del mundo.
Después, se pone en pie y mira hacia el mar.
—Hoy también se está poniendo el sol…
Y me mira.
—…Y esto seguirá sucediendo…
Me da la mano, y yo se la estrecho con fuerza. Y querría no dejarlo marchar, pero sé que he recibido ya un gran regalo, que lo pondría en un apuro, que sería un maleducado. Y entonces suelto esa gran mano, caliente y protectora. La dejo libre sin más… Y cierro los ojos. Cuando vuelvo a abrirlos, él está ya lejos.
Camina despacio por la playa. Y yo me quedo ahí, en el muelle, mirándolo fijamente. Desearía enormemente que se volviera, que pudiera saludarme una vez más. Pero sólo sería otro dolor, porque el deseo de seguir teniéndolo a mi lado, de dar otro paseo, y luego otro más, como dos simples buenos amigos que hablan de sueños, de dudas y de decisiones que tomar, no acabará nunca.
Lo veo subirse a las rocas. Trepa por ellas con agilidad, tuerce en la punta y sigue caminando veloz hacia la playa de Marinaretti. Lo veo desaparecer en el horizonte, en medio de un cálido sol rojo al final de ese largo muelle.
Sonrío. Me he quedado con las ganas de ese buen consejo que, de alguien como él, siempre querrías tener.
FEDERICO MOCCIA
, (Roma, 1963) ha trabajado como escenógrafo en el cine y como guionista de televisión. Es autor de
Perdona si te llamo amor
,
A tres metros sobre el cielo
,
Tengo ganas de ti
, y
Perdona pero quiero casarme contigo
. De todas ellas se ha hecho la versión cinematográfica y algunas ya se han estrenado en España. Para más información, visita su página web:
www.federicomoccia.es