El pequeño vampiro en la boca del lobo (10 page)

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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

Tags: #Infantil

—¿Y el dinero? —preguntó Anton.

Pero el vampiro ya había extendido los brazos por debajo de la capa y se había marchado de allí volando.

—¡Plena confianza! ¡Ya! —dijo furioso Anton—. ¡Plena confianza en mi cerdito hucha!

Llorar de emoción

Pero hasta el sábado Anton tuvo tiempo suficiente para pensar cómo podía conseguir las cosas sin tener que dejar demasiado flaco su cerdito hucha.

Y a la mañana siguiente empezó contándole a su madre que volvían a dolerle los ojos; exactamente igual que aquella vez cuando la doctora Dósig, su médico de cabecera, le recetó las gotas para los ojos: aquellas «Tulli-Ex» que él luego le había dado a Anna.

—¡Es que lees demasiado! —observó su madre.

—¡Sí, eso es verdad! —contestó Anton con un profundo suspiro—. Si supieras todo lo que tengo que leer: diez páginas de lengua, cuatro de ciencias…

—¡No me refiero a esas lecturas! —repuso ella.

Anton sonrió para sus adentros pero no objetó nada. Después de todo, había conseguido convencer a su madre de que para proteger sus sensibles ojos necesitaba sin falta… ¡unas gafas de sol!

Luego, en los grandes almacenes, Anton, después de conseguir unas gafas de cristales oscurísimos, logró incluso convencer a su madre de que fueran a la sección de deportes. Y allí —después de que él hablara entusiasmado de los partidos de hockey con Ole y del nuevo equipo deportivo de Ole— su madre le compró un chándal, unos calcetines y una cinta para la frente. ¡Todo de color amarillo intenso! Anton estaba muy contento. ¡Sí, su satisfacción era tan grande que se compró con su propio dinero la crema solar y el aceite bronceador!

El sábado los padres de Anton se marcharon ya de su casa poco después de las siete de la tarde y Anton tuvo que pasarse dos horas —dos interminables horas— viendo un aburrido programa de televisión de la tarde de los sábados antes de que el pequeño vampiro aterrizara sobre el alféizar de la ventana y llamara al cristal.

Anton, aliviado, se puso de pie de un salto. Corrió hacia la ventana y la abrió.

—Vaya programa más malo, ¿no? —dijo el vampiro hablando como un experto y señalando la televisión con la cabeza—. Toda la gente a la que he visto en la sala de estar de sus casas estaba dando cabezadas delante de la televisión.

Y soltando una carcajada como un graznido añadió:

—¡Los de la televisión deberían dejarme a

seleccionar las películas! ¡Entonces los espectadores se
subirían
a las sillas de la tensión!… ¡O se meterían debajo del sofá, de puro miedo, ja, ja!

Anton sonrió irónicamente.

—O llorarían de emoción.

—¿Llorar de emoción? —preguntó desconfiado el vampiro—. ¿Qué quieres decir con eso?

—Bueno, pues… Probablemente pondrías siempre películas de amor… ¡por Olga!

Para sorpresa de Anton el pequeño vampiro no se sintió ofendido, ni mucho menos, por aquella observación, sino más bien halagado.

—Sí, exactamente —dijo—. ¡Y sólo aquellas en las que al final el chico consigue a la chica!

«¿En las que al final el chico consigue a la chica?», pensó dubitativo Anton. En el caso del pequeño vampiro y de su «gran amor» a Olga —no muy correspondido— ¡no creía en un final feliz! Y Anton tampoco podía imaginarse que Olga von Seifenschwein tuviera esa enorme nostalgia por la Cripta Schlotterstein y quisiera regresar a ella lo antes posible.

Pero, al parecer, al pequeño vampiro nada le podía trastornar sus sentimientos por Olga.

El gusto atrofiado

—¿Nos vamos ya de una vez? —siseó.

—Sí, sí, en seguida —contestó Anton.

Se fue hacia su cama y cogió la bolsa con las cosas.

Lo primero que le enseñó al pequeño vampiro fueron los calcetines amarillos.

—Toma, tenemos que llevárnoslos.

—¡Iiiih…, puaj! —exclamó con repugnancia el vampiro—. ¡Se me va la vista! Tú últimamente debes de tener el gusto atrofiado, ¿no?

—Yo no —dijo Anton—. En todo caso el señor Schwartenfeger.

—¡¿Qué?! ¿No me digas que le entusiasma ese horrible… ¡brrrr!… amarillo?

—No, es que forma parte de su programa. ¡Ya te lo había dicho!

—¿A mí?

—¡Sí! Y también necesitas las gafas de sol.

—¡Puf, gafas de sol! —dijo el vampiro protegiéndose los ojos con la mano—. Jamás ningún vampiro se ha puesto un artilugio tan repugnante y tan indigno.

—Sólo te las tienes que poner para el entrenamiento —dijo Anton—. Todas estas cosas solamente son para el programa.

El pequeño vampiro gruñó algo y dejó caer las manos.

—Está bien, dámelo —siseó quitándole la bolsa a Anton—. ¡Venga, y ahora vámonos!

Anton vio cómo Rüdiger hacía desaparecer la bolsa bajo su capa. Probablemente se la sujetó con la cintura de sus viejos y agujereados leotardos.

—¿Qué pasa? —aulló el pequeño vampiro—. ¿A qué estás esperando?

—A…, a nada —dijo Anton.

Se puso la segunda capa de vampiro, que había escondido en el armario, lejos de las fastidiosas miradas de sus padres.

Luego salió de un vuelo hasta la ventana, detrás del pequeño vampiro… no sin antes haber cerrado con llave la puerta de su habitación… ¡Por si sus padres, en contra de lo esperado, regresaban antes que él!

¡No tan deprisa!

El trayecto que tenían que hacer volando ya se lo había estudiado Anton por la tarde en el plano de la ciudad, y, así, llegaron en poco tiempo a la casa en la que tenía su consulta el señor Schwartenfeger.

Aterrizaron en el jardín de delante de la casa, detrás de un par de matorrales de media altura que, para desagradable sorpresa de Anton, resultaron ser rosales.

—¡Ay! —se quejó Anton con un grito reprimido.

Debía de haberse rozado la mano derecha con una de las ramas y arañado la piel con una espina. Sintió cómo un líquido viscoso le corría en un fino hilo dedo índice abajo: ¡sangre!

Rápidamente se chupó el dedo y luego, temblándole las rodillas, salió de la sombra del matorral.

Pero entonces el pequeño vampiro le sujetó de la capa por detrás y le atrajo rudamente hacia sí.

El corazón de Anton latía como loco.

Un vampiro y sangre…

—¡Eh, no tan deprisa! —gruñó el pequeño vampiro—. De repente me encuentro tan raro…

—¿Ra… raro? —balbució Anton.

Se volvió a pasar la lengua por la herida. .. ¡y comprobó aliviado que había dejado de sangrar! Pero su herida no parecía ser en absoluto la razón de que el vampiro se sintiera «raro», pues dijo entonces con gesto temeroso:

—¿Y si resulta que lo del programa… es una trampa?

—¿Una trampa? —repitió Anton metiéndose la mano derecha en el bolsillo del pantalón… por si acaso—. ¿Crees que yo te llevaría a una trampa?

—Bueno… —dijo el vampiro con una tímida tosecilla—. Es que yo al tal Warzenpfleger no le conozco en absoluto.

—Schwartenfeger —le corrigió Anton, y añadió—: ¡Pero yo sí le conozco! Además…, él ya está tratando a otro vampiro: Igno Rante. Y tampoco a él le ha pasado nada; ahora incluso puede abandonar su ataúd
antes
de que se ponga el sol.

Aquello al parecer convenció al pequeño vampiro. Se irguió y dijo:

—Está bien. Bajo tu responsabilidad.

«¡Esto también es típico de Rüdiger!», pensó Anton. «¡Siempre cargándole… el muerto a los demás!»

La señal con el timbre

Fueron hasta la puerta de la casa y Anton llamó con dos timbrazos cortos y dos largos; la señal que había acordado con el señor Schwartenfeger.

—¡Para que sepa que sois vosotros! —le había dicho a Anton—. Así mi mujer se quedará en la sala de estar y os abriré yo mismo la puerta.

Anton no pudo por menos que estar de acuerdo con aquello. ¡Cuantos menos testigos hubiera, tanto mejor para el pequeño vampiro y para él! Mientras esperaban, el pequeño vampiro, nervioso, daba saltitos sobre uno y otro pie, y también Anton se fue poniendo cada vez más intranquilo. De repente ya no se sentía tan confiado y tan seguro de sí mismo.

Al oír que por el pasillo de la casa se acercaban pesadamente unos pasos, le angustió durante un segundo la idea de que quizá. .. ¡sí, que podía ser una trampa!

Luego se abrió la puerta de la casa y se encontraron delante de ellos al señor Schwartenfeger.

—¡Buenas noches! —les saludó—. ¡Me alegro de que hayáis venido!

—Buenas noches, señor Schwartenfeger —dijo Anton con voz un tanto temblorosa.

—Buenas —graznó el pequeño vampiro, al que la luz de la lámpara del pasillo le caía directamente en la cara.

—Entrad —dijo el señor Schwartenfeger.

Pareció no sorprenderse ni de la enmarañada melena hasta los hombros, ni de la pálida piel, ni de las profundas ojeras del vampiro…, ni de las agujereadas y malolientes capas que llevaban Anton y Rüdiger.

Fue él delante con sus grandes y rechinantes zapatos, y Anton y el pequeño vampiro le siguieron. Atravesaron el largo pasillo, que olía repugnantemente a pescado. A Anton casi se le revolvió el estómago. ¿O sería por los nervios?

Por fin llegaron a la sala de consulta.

El señor Schwartenfeger tomó asiento tras su gran escritorio, repleto de libros y expedientes y les hizo una seña con la cabeza invitándoles a sentarse. Anton se dirigió a la silla que había ante el escritorio y se sentó.

Rudolf Ber

—¿Y qué pasa contigo? —le preguntó el señor Schwartenfeger al pequeño vampiro, que se había quedado de pie en la puerta—. ¿No puedes entrar? ¿O es que tengo que llamarle de
usted
? —añadió bromeando.

El pequeño vampiro contrajo la comisura de los labios.

—Mis amigos me llaman de

—declaró con voz de ultratumba.

El señor Schwartenfeger sonrió satisfecho.

—Entonces, si me lo permites, te llamaré de tú. ¿Me lo permites?

—Por mí —siseó el vampiro, que ahora ya no parecía tan desconfiado.

«¡Una jugada muy hábil del señor Schwartenfeger!», pensó elogioso Anton.

Lentamente, el pequeño vampiro fue entrando en la habitación.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó el señor Schwartenfeger mirándole con una sonrisa amable y animosa.

—Rü…, es…, Ru…, ¡Rudolf! —contestó con voz ronca el pequeño vampiro.

Anton estuvo a punto de soltar la carcajada. Rápidamente se tapó la boca con una mano.

—¿Rudolf? —dijo el psicólogo—. ¿Y qué más?

—¿Qué mas?

—Sí, ¿que cómo te llamas de apellido?

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