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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Relato, Drama

El pintor de batallas (4 page)

Ahora estudiaba las imágenes del mural con atención, fruncido el ceño.

—¿También están entre sus recuerdos las guerras antiguas?… ¿Troya y sitios así?

Le tocó a Faulques el turno de sonreír a medias.

—De eso se trata. Los sitios así siempre son el mismo sitio.

Aquello debió de parecerle interesante al otro, pues se quedó quieto, la mirada inmóvil, meditando sobre lo que acababa de escuchar. El mismo sitio, repitió en voz baja. Dio unos pasos, observando los detalles de cerca. De pronto parecía incómodo.

—No entiendo de pintura —dijo.

Después fue hasta su mochila, que había dejado junto a la puerta, y cogió una carpeta de cuyo interior extrajo una hoja doblada por la mitad. Papel viejo, manoseado: una página de revista. La portada de
Newszoom
con la fotografía hecha diez años atrás. Se acercó con ella a la mesa, la puso junto a los frascos de pintura y los pinceles, y ambos la contemplaron en silencio. Era realmente una foto singular, se dijo Faulques. Fría, objetiva. Perfecta. La había visto muchas veces, pero seguían complaciéndolo las líneas geométricas invisibles —o visibles para un observador atento— que la sustentaban como un cañamazo impecable: el primer plano del soldado exhausto, la mirada perdida que parecía formar parte de las líneas de esa carretera que no llevaba a ninguna parte, los muros casi poliédricos de la casa en ruinas salpicada por la viruela de la metralla, el humo lejano del incendio, vertical como una columna negra y barroca, sin un soplo de brisa. Todo aquello, encuadrado en un visor fotográfico e impreso en un negativo de 24x36 milímetros, era más fruto del instinto que del cálculo, aunque el jurado que premió la imagen subrayara que lo casual resultaba relativo. No es sólo su perfección, declaró un miembro del comité del Europa Focus. Es nuestra certeza de que el punto de vista, la mirada de quien la obtuvo, se ha formado con una intensa experiencia, y que esa imagen es el sedimento final, la culminación de un largo proceso personal, profesional y artístico.

—Yo tenía veintisiete años —dijo el visitante, alisando la página con la palma de la mano.

Lo dijo en tono neutro, sin nostalgia ni melancolía; pero Faulques no le prestó atención. La palabra
artístico
oscilaba en su memoria, produciéndole un malestar retrospectivo. En nuestro oficio, había dicho una vez Olvido —rebobinaba la película sentada en un sillón destripado, las cámaras en el regazo, ante el cadáver de un hombre sin cabeza del que sólo había fotografiado los zapatos—, la palabra arte siempre suena a mixtificación y a paños calientes. Mejor seamos amorales que inmorales. ¿No te parece? Y ahora, por favor, bésame.

—Es una buena foto —prosiguió el visitante—. Se me ve cansado, ¿verdad?… Y lo estaba. Supongo que el cansancio es lo que le da a mi cara ese aspecto dramático… ¿El título lo eligió usted?

Aquello era precisamente lo opuesto al arte, pensaba Faulques. La armonía de líneas y formas no tenía otro objeto que llegar a las claves íntimas del problema. Nada que ver con la estética, ni tampoco con la ética que otros fotógrafos usaban —o decían usar— como filtro de sus objetivos y su trabajo. Para él todo se había reducido a moverse por la fascinante retícula del problema de la vida y sus daños colaterales. Sus fotografías eran como el ajedrez: donde otros veían lucha, dolor, belleza o armonía, Faulques sólo contemplaba enigmas combinatorios. Lo mismo ocurría con la vasta pintura en la que ahora trabajaba. Cuanto intentaba resolver en aquella pared circular estaba en las antípodas de lo que el común de la gente llamaba arte. O tal vez lo que ocurría era que, una vez dejado atrás cierto punto ambiguo y sin retorno donde, ya sin pasión, languidecían ética y estética, el arte se convertía —y tal vez las palabras adecuadas eran
de nuevo
— en una fórmula fría y puede que eficaz. Una impasible herramienta para contemplar la vida.

Tardó en darse cuenta de que el otro aguardaba su respuesta. Se esforzó en recordar. El título, eso era. Había preguntado por el título de la foto.

—No —dijo—. Eso lo hacían las revistas, los diarios y las agencias, por su cuenta. No era cosa mía.


El rostro de la derrota
. Muy apropiado. ¿Cuáles son sus recuerdos de aquel día, señor Faulques?… ¿De aquella derrota?

Lo observaba con curiosidad. Tal vez una curiosidad demasiado formal, como si la pregunta estuviese menos motivada por interés que por cortesía. El pintor de batallas movió la cabeza.

—Me acuerdo de casas que ardían y de su grupo retirándose del combate… Poco más.

No era exacto. Recordaba otras cosas, pero no lo dijo. Recordaba a Olvido caminando en silencio por el lado opuesto de la carretera, una cámara sobre el pecho y la pequeña mochila a la espalda, el pelo trigueño sujeto en dos trenzas, las piernas largas y esbeltas enfundadas en los vaqueros, las deportivas blancas haciendo crujir la gravilla de la carretera suelta por las granadas de mortero. A medida que se acercaban al frente y el combate sonaba próximo, el paso de ella parecía más vivo y firme, como si se esforzara, sin saberlo, en llegar a tiempo a la cita ineludible que la aguardaba tres días más tarde en la carretera de Borovo Naselje. Y al remontar una cuesta que los dejaba al descubierto, cuando las líneas curvas se hicieron tangentes con rectas hostiles y sobre sus cabezas pasó el ziaaang, ziaaang de dos balas perdidas y al límite de su alcance, Faulques la había visto detenerse ligeramente encorvada, mirando alrededor con la cautela de un cazador cercano a su presa, antes de volverse hacia él y sonreír con ternura feroz, un poco distraída y como ausente, dilatadas las aletas de la nariz, los ojos brillando cual si estuviesen a punto de llorar adrenalina.

El visitante cogió su vaso de la mesa, y tras sostenerlo un momento volvió a dejarlo donde estaba, sin probarlo.

—Pues yo recuerdo muy bien cuando me hizo la foto.

Aunque nuestras circunstancias eran distintas, añadió. Para Faulques era un trabajo más, claro. Rutina profesional. Pero él era la primera vez que se veía en algo así. Lo habían reclutado pocos días antes, y terminó entre camaradas tan asustados como él, con un fusil en las manos frente a los tanques serbios.

—Nos destrozaron, oiga. Literalmente. De cuarenta y ocho que éramos, volvimos quince… Los que vio en la carretera.

—No tenían buen aspecto.

—Imagínese. Habíamos corrido como conejos, campo a través, hasta reagruparnos en las afueras de Petrovci. Estábamos tan asustados que los jefes nos ordenaron retirarnos hacia Vukovar… Fue entonces cuando usted y la mujer se cruzaron con nosotros. Recuerdo que me sorprendió verla. Es una fotógrafa, pensé. Una corresponsal. Pasó por nuestro lado caminando rápido, como si no nos viera. Me quedé mirándola, y al volver la cara me encontré con usted delante. Me apuntaba, o encuadraba, o como se diga, haciéndome la foto… Sí. Hizo clic y siguió camino sin un gesto ni un saludo. Nada. Creo que ya había dejado de pensar en mí, incluso de verme, cuando bajó la cámara.

—Es posible —concedió Faulques, molesto.

El visitante indicó la fotografía con un vago ademán. No puede sospechar, dijo luego, la cantidad de cosas en que he pensado estos años, mirándola. Todo cuanto he aprendido de mí, de los otros. De tanto estudiar mi cara, o más bien la que tenía entonces, he llegado a verme como desde fuera, ¿comprende?… Se diría que es otro el que mira. Aunque lo que ocurre, supongo, es que realmente es otro el que ahora mira.

—Pero usted —concluyó volviéndose muy despacio hacia el pintor— no ha cambiado mucho.

Su tono era extraño. Faulques lo interrogó con una mirada suspicaz, en silencio, y vio que alzaba levemente una mano, cual si aquella pregunta no formulada careciera de sentido. Nada de particular. Pasaba por aquí y quise saludarlo, apuntaba el gesto. Qué otra cosa quiere que yo quiera.

—No —prosiguió al cabo de un momento—. Lo cierto es que no ha cambiado casi nada… El pelo gris, tal vez. Y más arrugas en la cara. Aun así, no ha sido fácil encontrarlo. Anduve por muchos sitios, preguntando. Fui a sus agencias de fotos, a revistas… Sabía poco de usted, pero, a medida que iba averiguando cosas, supe que era un fotógrafo famoso. De los mejores, dicen. Que casi siempre trabajó en guerras, que tiene muchos premios… Que un día lo dejó todo y desapareció. Al principio pensé que la muerte de aquella mujer tenía que ver con eso, pero luego comprobé que aún siguió trabajando unos años más. No se retiró hasta después de lo de Bosnia y Sarajevo, ¿verdad?… Y alguna cosa en África.

—¿Qué quiere de mí?

Imposible saber si el otro sonreía, o no. La mirada parecía ir por su cuenta, fría, ajena al rictus benévolo de la boca.

—Me hizo famoso. Decidí conocer a quien me había hecho famoso.

—¿Cómo se llama?

—Eso tiene gracia, ¿verdad? — los ojos seguían fijos y fríos, pero se ensanchó la sonrisa del visitante—. Usted le hizo una foto a un soldado con quien se cruzó un par de segundos. Un soldado del que ignoraba hasta el nombre. Y esa foto dio la vuelta al mundo. Luego olvidó al soldado anónimo e hizo otras fotos. A otros cuyo nombre también ignoraba, imagino. Tal vez los hizo famosos como a mí… Era un curioso trabajo, el suyo.

Se calló, reflexionando quizá sobre las singularidades del antiguo trabajo de Faulques. Miraba absorto el vaso de coñac, que estaba junto a la fotografía. Pareció reparar en él y lo cogió, llevándoselo a los labios.

—Me llamo Ivo Markovic.

—¿Por qué me busca?

El otro había dejado el vaso y se limpiaba la boca con el dorso de la mano.

—Porque voy a matarlo a usted.

Durante un rato sólo se escuchó el rumor de las cigarras afuera, entre los matorrales. Faulques cerró la boca —la había dejado entreabierta al oír aquello— y miró alrededor. El corazón le latía lento y sin compás. Lo notaba agitarse en el pecho.

—¿Por qué? — preguntó.

Se había movido despacio, sólo unos centímetros. Con extrema precaución. Ahora estaba de lado, oponiéndole al visitante el hombro izquierdo. Lo que tenía más a mano era una espátula ancha y acabada en punta, cuyo mango asomaba entre los botes y frascos de pintura. Alargó una mano hacia ella sin que el otro hiciera observación alguna, ni mostrase alarma.

—La suya es una pregunta de respuesta difícil —el visitante miraba, pensativo, la espátula en poder de Faulques—. Después de tantos años dándole vueltas, planificando cada paso y cada circunstancia, el asunto es más complejo de lo que parece.

Sin dejar de prestarle atención, el pintor de batallas calculó líneas, ángulos y volúmenes: espacios libres, distancia a la puerta, cualidades físicas. Para su íntima sorpresa, no se sentía alarmado. Quedaba por establecer si era por el tono y actitud del visitante, o por su propio modo de ver las cosas.

—No me diga. ¿Más?… A mí ya me parece complejísimo. Siempre y cuando se encuentre en sus cabales.

—¿Perdón?

—Que no esté mal de la cabeza. Loco.

Asintió el otro, casi solícito. Me hago cargo de sus reservas, dijo con naturalidad. Pero lo que pretendo decirle es que antes, al principio, todo se me antojaba extremadamente simple. Entonces habría podido matarlo sin que mediara una palabra. Sin explicaciones. Pero el tiempo no pasa en balde. Uno piensa, y piensa. He tenido tiempo para pensar. Y matarlo sin más no me parece suficiente.

—¿Pretende hacerlo aquí?… ¿Ahora?

—No. Precisamente vengo a conversar por eso. Ya he dicho que no puedo hacerlo sin más. Necesito que hablemos antes, conocerlo mejor, conseguir que también usted conozca ciertas cosas. Quiero que sepa y comprenda… Después podré matarlo, al fin.

Dicho aquello se lo quedó mirando con aire tímido, cual si no estuviera seguro de haber sido cortés explicándose, o de emplear la construcción sintáctica adecuada. Faulques dejó salir el aire que retenía en los pulmones.

—¿Qué es lo que quiere que comprenda?

—Su foto. O mejor dicho: mi foto.

Los dos miraban la espátula que Faulques sostenía en la mano derecha. De pronto, a este le pareció ridícula. La devolvió a su sitio. Cuando alzó la vista leyó en los ojos del visitante una sobria aprobación. Entonces el pintor de batallas sonrió un poco, esquinado.

—¿Se le ha ocurrido pensar que puedo defenderme?

El otro parpadeó. Parecía molesto porque su interlocutor creyera que no había considerado eso. Claro que sí, repuso. Todos merecemos una oportunidad. También usted, por supuesto.

—¿O que puedo —Faulques vaciló un segundo, pues la palabra parecía absurda— huir?

El visitante tardó en responder. Había alzado ambas manos, como para mostrar que nada ocultaba o que nada se disponía a esgrimir, antes de ir hasta la mochila y sacar un ajado libro de fotografías. Mientras se acercaba de nuevo, Faulques reconoció la edición inglesa de uno de sus trabajos recopilatorios:
The Eye of War
. El otro puso el libro abierto sobre la mesa, junto a la portada de
Newszoom
.

—No creo que huya —hojeaba páginas, indiferente al hecho de que Faulques no mirase el álbum, sino a él—. Llevo años estudiando su trabajo, señor. Sus fotografías. Las conozco tan bien que a veces creo que he llegado a conocerlo a usted. Por eso sé que no huirá, ni hará nada por el momento. Se quedará aquí mientras conversamos. Un día, varios… Todavía no lo sé. Hay respuestas que necesita tanto como yo.

3.

En la bóveda negra del cielo, las estrellas giraban muy despacio hacia la izquierda, alrededor del punto fijo de la Polar. Sentado a la puerta de la torre, la espalda contra las piedras erosionadas por trescientos años de viento, sol y lluvia, Faulques no podía ver el mar; pero alcanzaba a distinguir a lo lejos los destellos del faro de Cabo Malo y oía el rumor de la marejada batiendo las rocas, abajo, al pie de la cortadura donde se inclinaban las siluetas de los pinos, semejantes a suicidas indecisos en el contraluz de una luna menguante y amarilla.

Tenía en las manos el vaso de coñac, que había vuelto a llenar después de que el visitante se marchara sin despedirse; como si su partida fuese una pausa sin importancia, pequeño aplazamiento técnico en el complejo asunto que ambos —el propio Faulques reconocía que ahora era cosa de ambos, sin la menor duda— se traían entre manos. En un momento de la conversación, prolongada más allá del anochecer, el otro se había interrumpido a mitad de una frase, cuando estaba describiendo un paisaje: una alambrada y una montaña pedregosa y desnuda, sin vegetación, que aquella enmarcaba como un encuadre irónico y perverso, o una fotografía. Y con esa palabra, fotografía, en los labios, el visitante se había levantado en la oscuridad —Faulques y él conversaban desde hacía rato, dos bultos sentados frente a frente sin otra luz que la luna en la ventana— y tras buscar a tientas su mochila se recortó en la puerta abierta, inmóvil un momento, cual si dudara entre irse en silencio o decir algo antes. Luego anduvo sin prisa hasta el sendero que bajaba al pueblo, mientras Faulques se levantaba y salía tras él, a tiempo de ver alejarse la mancha clara de su camisa entre las sombras del pinar.

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