—A ver si esto sirve para poner en movimiento tu entumecido cerebro. Aquí tienes veinte mil, cincuenta, ochenta, cien mil. Pero ésta es realmente mi última palabra. ¡Ve de una vez, y tráeme tu parte del rollo! ¡Rápido! ¡Corre! Si no, cambiaré de opinión.
Pero Sarcasmo no se movió.
Temía que las amenazas de la tía fueran en serio y sabía que con este último envite se jugaba todo, pero tenía que arriesgarse.
Con el rostro petrificado, dijo:
—Quédate con tu dinero, tía Titi. No me interesa.
La bruja perdió los nervios. Jadeante, le tiró a la cara nuevos fajos de billetes y gritó fuera de sí:
—¡Toma, toma, toma…! ¿Qué más puedo ofrecerte? ¿Cuánto pides, hiena? ¿Un millón? ¿Tres? ¿Cinco? ¿Diez?
Metió las dos manos en la montaña de billetes y comenzó a tirarlos al aire como una loca, con lo que pareció que caían por el laboratorio un montón de copos de nieve. Finalmente se dejó caer, agotada, en una silla y jadeó:
—¿Qué te ha pasado, Belcebucito? Antes eras venal y avaricioso, un muchacho simpático y sumiso. ¿Por qué has cambiado tanto?
—No hay nada que hacer —repuso él—. O me das tu parte del pergamino o me dices claramente por qué te interesa tanto la mía.
—¿A quién? ¿A mí? —preguntó la bruja en voz baja y en un último intento de hacerse la tonta—. ¿Por qué dices eso? ¿Qué interés puedo tener yo en semejante cosa? Se trata sólo de una broma de San Silvestre.
—Eso —dijo fríamente Sarcasmo— ni siquiera me hace reír. Nuestro sentido del humor es muy diferente, querida tía. Será mejor que olvidemos el asunto. Así pues, pasemos la hoja. ¿Te apetece tomar una infusión de cicuta?
Pero, en vez de agradecer el ofrecimiento, Tirania cayó en un ataque de ira. Palideció bajo su maquillaje amarillo azufre, lanzó un grito inarticulado que resonó como la señal de una boya silbante, se levantó de un salto y comenzó a dar pataletas como un niño enrabietado. Pero ya se sabe que, tratándose de brujas y magos, tales ataques tienen consecuencias completamente distintas que en el caso de los niños enrabietados.
Con un crujido estruendoso, se reventó el suelo del piso; de la grieta brotaron llamas y humo. Y un gigantesco camello rojo sacó la cabeza, que se asentaba sobre un cuello en forma de serpiente, abrió la boca y lanzó al Consejero Secreto un rugido ensordecedor.
Pero el mago no se dejó impresionar por eso.
—Por favor, tía —dijo con gesto cansado—. Me estás destrozando el pavimento, ¡y el tímpano!
Tirania le indicó al camello que desapareciera, el suelo del piso se cerró sin que quedara ninguna huella, y la bruja dejó perplejo al mago con algo inesperado: Lloró.
Es decir, hizo como si llorara, porque, naturalmente, las brujas no pueden derramar verdaderas lágrimas. De todos modos, arrugó el rostro como un limón reseco, se secó los ojos con el pañuelito y gimió:
—¡Oh, muchachito, joven perverso y cruel! ¿Por qué tienes que enojarme siempre de esta manera? Ya sabes que soy muy temperamental.
Sarcasmo la contempló con gesto de fastidio.
—Penoso —se limitó a decir—, realmente penoso.
La bruja fingió un par de sollozos por si surtían efecto, pero luego renunció a seguir haciendo el número y declaró con voz quebrada:
—Está bien. Si te lo digo, me tienes totalmente en tus manos. Y, naturalmente, te aprovecharás sin pudor de la situación, ¡te conozco bien! Pero qué voy a hacer. De todos modos, estoy perdida. Hoy ha estado en mi casa un funcionario infernal, un tal Maledictus Oruga, por encargo de mi protector Mammon, ministro de Finanzas Infernales. Me ha comunicado que esta misma noche, al finalizar el año, seré secuestrada personalmente. ¡Y tú eres el único culpable de esto, Belcebú Sarcasmo! Por ser clienta tuya, estoy en un gravísimo aprieto. Porque
tú
nunca has cumplido a tiempo, yo me he retrasado en mis negocios y no he podido hacer tantas maldades como debía, según mi contrato. Por eso me piden cuentas los Círculos Abismales. ¡Me hacen a mí responsable de eso! ¡Ésa es mi recompensa por haber financiado a un sobrino incompetente y perezoso, dejándome llevar por el apego a la familia! Si tienes un ápice de conciencia de culpabilidad, dame inmediatamente tu parte de la receta para poder beberme el ponche de los deseos. Es mi única salvación. Si no, te maldeciré con la maldición más terrible que existe: con la maldición de una tía rica soltera.
Sarcasmo se había levantado cuan alto y esquelético era. Durante la perorata de Tirania, la punta de su nariz había ido adquiriendo un color cada vez más verdoso.
—¡Detente! —exclamó, y levantó la mano en ademán de parar un golpe—. Detente y no hagas algo que luego te pesaría. Si es como tú dices, no nos queda otro remedio que hacer causa común. Porque cada uno de nosotros tiene en sus manos al otro. También aquí ha estado ese alguacil infernal, y yo seré secuestrado personalmente a medianoche si no saldo mi deuda en materia de maldades. Navegamos en el mismo barco, querida, y nos salvaremos juntos o juntos nos iremos a pique.
Tirania, que se había levantado mientras hablaba el mago, miró a su sobrino y abrió los brazos.
—¡Muchachito —balbució—, déjame darte un beso!
—Luego, luego —respondió evasivo Sarcasmo—. Ahora tenemos que hacer algo más urgente. Tenemos que proceder inmediatamente y en común a la preparación del fabuloso ponche genialcoholorosatanarquiarqueologicavernoso. Luego lo beberemos alternándonos, un vaso yo, un vaso tú, y formularemos juntos nuestros deseos, primero yo, luego tú, luego otra vez yo…
—No —le interrumpió la tía—. Mejor, primero yo, después tú…
—Podemos echarlo a suertes —propuso él.
—De acuerdo —respondió ella.
Y los dos pensaban que más tarde podrían encontrar alguna treta para burlar al otro. Y los dos sabían que el otro pensaba eso. No en vano eran de la misma familia.
—Entonces voy a buscar mi parte de la receta —dijo él.
—Te acompaño, muchachito —respondió ella—. Confiar es bueno, pero controlar es mejor, ¿no te parece?
Sarcasmo salió presuroso, y Tirania le siguió con sorprendente agilidad.
E
N cuanto se extinguieron los pasos de ambos, el gato saltó del contenedor y rodó por el pavimento. Estaba mareado y se sentía mal. El cuervo, que no se encontraba mejor, lo siguió aleteando.
—Bien —graznó—. ¿Has oído todo?
—Sí —dijo Maurizio.
—¿Y has comprendido todo?
—No —respondió Maurizio.
—Pues yo sí —declaró el cuervo—. ¿Y quién ha ganado la apuesta?
—Tú —dijo Maurizio.
—¿Y qué hay del clavo oxidado, colega? ¿Quién tiene que tragárselo?
—Yo —dijo Maurizio. Y un poco atropelladamente añadió—. ¡Qué le vamos a hacer! De todas formas, ¡quiero morirme!
—¡Bobadas! —rezongó Jacobo—. Era una broma. ¡Olvídalo! Lo importante es que te hayas convencido de que yo tenía razón.
—Por eso quiero morir —respondió Maurizio con gesto trágico—. Ningún caballero minnesínger sobrevive a una vergüenza como ésta. Tú no comprendes eso.
—¡Bah! Deja de hablar en ese tono altisonante —dijo Jacobo, irritado—. Para morir no te faltará tiempo. Ahora tenemos algo más importante que hacer.
Y recorrió el laboratorio saltando sobre sus débiles patas.
—Tienes razón. Lo aplazaré un poco —afirmó Maurizio—, porque primero quiero decirle lo que pienso a ese infame sin escrúpulos al que antes llamaba maestro. Le escupiré mi desprecio a la cara. Tiene que enterarse de…
—No harás nada —cacareó Jacobo—. ¿O es que quieres echar todo a rodar otra vez?
Los ojos de Maurizio brillaban furiosamente resueltos.
—Yo no le temo. Tengo que mostrarle mi indignación. De lo contrario, ni yo mismo podría mirarme a la cara. Debe saber qué opina de él Maurizio di Mauro.
—Sí, claro —dijo secamente Jacobo—. Eso le importará mucho. ¡Ahora, haz el favor de escucharme de una vez, fatuo tenor dramático! Esos dos no deben advertir que sabemos qué se proponen.
—¿Por qué no? —preguntó el gato.
—Porque mientras no sepan que lo sabemos, tendremos alguna posibilidad de impedir todo. ¿Entiendes?
—¿Impedir? ¿Cómo?
—Por ejemplo, con… ¡Uf, no lo sé todavía! Tendríamos que planear algo para que no terminen a tiempo su ponche mágico. Podemos hacernos el loco y tirar el recipiente en que tienen el brebaje o…, bueno, ya se nos ocurrirá algo. Tenemos que estar en guardia.
—¿Estar en qué?
—No entiendes nada, muchacho. Tenemos que estar muy atentos, ¿comprendes? Hemos de observar cuidadosamente todo lo que hacen. Por eso es preciso que ellos no adviertan que nos hemos enterado de todo. Ésta es nuestra única ventaja, colega. ¿Tienes ya clara la dirección del vuelo?
Voló y se posó sobre la mesa.
—¡Ah! —dijo Maurízio—. Eso significa que el futuro del mundo está ahora en nuestras zarpas.
—Más o menos —respondió el cuervo mientras revolvía con las patas los papeles de la mesa—. Pero yo no diría zarpas.
Maurizio se engalló y murmuró como quien habla consigo mismo:
—¡Oh, una gran proeza!… El destino me llama… Un noble caballero como yo no se arredra ante el peligro…
Trataba de recordar cómo seguía la famosa
Aria de los gatos
, cuando Jacobo graznó súbitamente:
—¡Oye, ven aquí!
Había descubierto el pergamino de Tirania, que seguía encima de la mesa, y lo examinó primero con un ojo y luego con el otro.
El gato se colocó a su lado de un salto.
—¡Mira, mira! —susurró el cuervo—. Si lo arrojáramos al fuego, se acabaría toda esta historia del ponche mágico. Tu mismo maestro ha dicho que con la segunda parte sólo no puede conseguir nada.
—¡Lo sabía! —exclamó Maurizio—. Estaba seguro de que se nos ocurriría una idea fabulosa. ¡Rápido! ¡Al fuego con él! Y cuando los dos truhanes lo estén buscando, nos presentamos nosotros y les decimos…
—Que ha sido el viento —lo interrumpió Jacobo—. Les diremos eso si no nos queda otra salida. O, mejor, que no sabemos nada de nada. ¿Crees que estoy dispuesto a dejar que esos dos acaben conmigo retorciéndome el pescuezo?
—Eres un plebeyo —afirmó Maurizio, decepcionado—. No tienes ningún sentido de la grandeza.
—Es cierto —asintió Jacobo—. Por eso estoy aún vivo. Ven. Échame una mano.
Cuando los dos iban a ponerse manos a la obra, la serpiente de pergamino se desenrolló súbitamente por sí misma y su parte delantera se irguió como una cobra gigantesca danzando ante el encantador.
A los dos héroes se les heló inmediatamente la sangre, al uno debajo de las plumas, al otro debajo del pellejo. Se abrazaron y contemplaron el final del pergamino, que, balanceándose, parecía mirarlos amenazadoramente desde arriba.
—¿Morderá? —musitó Maurizio temblando.
—Ni idea —respondió Jacobo, y castañeteó levemente.
Antes de que comprendieran lo que ocurría, el rollo de pergamino se enroscó alrededor de ellos en un movimiento fulminante y los fue envolviendo cada vez más, hasta que se asemejaron a un paquete desde cuya parte superior miraban atónitas una cabeza de gato y una cabeza de cuervo. Los dos estaban inmovilizados y apenas podían respirar. La envoltura se iba apretando más y más. El gato y el cuervo luchaban con todas sus débiles fuerzas, pero el pergamino no se rasgaba.
—¡Ay! ¡Oh! ¡Uf! —era lo único que lograban proferir.
De pronto, resonó la voz ronca de Sarcasmo:
¡Espíritu maligno!
¡Fantasma enmascarado,
a la orden del maestro,
retrocede presto!
En ese mismo momento, la serpiente de pergamino se desenroscó, dio algunos respingos y quedó tendida, inerte como una larga tira escrita.
—M
IS más rendidas gracias. Excelencia —jadeó Jacobo—. ¡Ha faltado poco!
Maurizio ni siquiera pudo hablar, primero porque le dolían todos los huesos, pero también porque lo dejó sin habla el hecho de que les hubiera salvado la vida precisamente Sarcasmo, del que quería vengarse con su más profundo desprecio. Su corto entendimiento era incapaz de afrontar semejantes complicaciones.
Entonces apareció Tirania detrás del mago.
—¡Por todos los tributos! —exclamó—. Pobrecitos, ¿os habéis hecho daño?
Le acarició la cabeza al cuervo.
También el mago le pasó al gato la mano por el lomo y le dijo en tono bondadoso:
—Escucha. Lo que hay aquí no son juguetes. En realidad, tú deberías saberlo, Maurizio di Mauro. No podéis tocar nada sin mi permiso. Son cosas muy peligrosas. Podría pasaros algo, y eso pondría muy, muy triste a tu buen maestro.