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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

El primer caso de Montalbano (13 page)

Se sentó sobre la arena seca, hechizado. Y así se quedó, fumándose un cigarrillo tras otro, perdido en la contemplación de las variaciones de color del sol a medida que su luz iba bajando hacia los peldaños inferiores de la Escalera de los Turcos. Se levantó al oscurecer y decidió regresar de noche a Mascalippa; merecía la pena darse otro atracón en la
trattoria
San Calogero. Recorrió el camino hasta el coche muy despacio, volviendo de vez en cuando la mirada hacia atrás; no le apetecía abandonar aquel lugar. Regresó al centro de Vigàta circulando a diez kilómetros por hora, bajo los insultos y las maldiciones de los automovilistas, que se veían obligados a adelantarlo en aquella carretera tan estrecha. No reaccionó en ningún momento, su estado de ánimo era tal que si alguien le hubiese propinado un tortazo, le habría ofrecido la otra mejilla. A la entrada del pueblo se detuvo en un estanco y se abasteció de cigarrillos para el viaje de vuelta. Después se dirigió a un surtidor de gasolina, llenó el depósito y comprobó el estado de los neumáticos y el aceite. Consultó el reloj, aún tenía que perder una media hora. Aparcó el coche y regresó a pie al puerto. Ahora, atracado en el muelle, había un transbordador de gran tamaño.

Una hilera de automóviles y camiones esperaba para subir.

—¿Adónde va? —le preguntó a alguien que pasaba.

—Es el correo de Lampedusa.

Al fin fue una hora decente. En efecto, cuando entró en la
trattoria
, tres mesitas ya estaban ocupadas. Ahora el camarero tenía un ayudante más joven. Se acercó a Montalbano con una sonrisita.

—¿Le sirvo yo como al mediodía?

—Sí.

El hombre se inclinó hacia él.

—¿Le ha gustado la Escalera de los Turcos?

Montalbano lo miró perplejo.

—¿Quién le ha dicho que...?

—Aquí las cosas se saben.

¡Y puede que hasta supieran que era policía!

Una semana después, cuando todavía estaban acostados, Mery le salió con una pregunta.

—¿Has ido finalmente a Vigàta?

—No —mintió Montalbano.

—¿Por qué?

—No he tenido tiempo.

—¿No sientes curiosidad por ver cómo es? Me has dicho que estuviste allí de niño, pero no es lo mismo.

¡Pero bueno, menuda lata! Como no tomara una decisión repentina, cualquiera sabía lo que iba a durar aquella historia.

—Iremos el domingo que viene, ¿te parece bien?

Acordaron que Mery saldría con su coche y lo esperaría en el bar que había en la encrucijada de Caltanissetta. Allí, en el aparcamiento, dejaría su coche y ambos proseguirían el viaje en el de Montalbano.

Así pues, le tocaría regresar a Vigàta fingiendo no haber estado allí unos días atrás.

* * *

Montalbano acompañó a Mery primero al puerto y después a la Escalera de los Turcos.

La muchacha se quedó impresionada. Pero puesto que era mujer, es decir, perteneciente a esa categoría de criaturas que saben conjugar las cumbres más altas de la poesía con las más toscas materialidades, de repente miró a Montalbano, que por su parte tampoco lograba apartar los ojos de toda aquella belleza, y le dijo en dialecto:


Pititto mi vinni
, me ha entrado apetito.

Y ése era el busilis shakespeariano con que Montalbano tenía que enfrentarse. ¿Ir a la
trattoria
San Calogero a riesgo de que los camareros lo reconocieran, o probar otro restaurante con muchas probabilidades de comer muy mal?

Ante la idea de recorrer el camino de vuelta con el estómago devastado por una comida que hasta los perros habrían rechazado, no le cupo la menor duda. Al regresar al pueblo, hizo que él y Mery se encontraran como por casualidad bajo el rótulo de la
trattoria
conocida.

—¿Quieres que probemos aquí?

Nada más entrar, intentó y consiguió que sus ojos se cruzaran con los del camarero.

Bastó que ambos se miraran un instante.

«Tú nunca me has visto», dijeron los ojos de Montalbano.

«Yo nunca te he visto», contestaron los ojos del camarero.

Después de haber comido como reyes, Montalbano acompañó a Mery al Castiglione y le aconsejó tomar un trozo duro.

Al terminarse el helado, Mery dijo que necesitaba ir al servicio.

—Te espero fuera —dijo Montalbano.

Salió a la acera. La calle estaba prácticamente desierta. Tenía delante el edificio del Ayuntamiento con su pequeña columnata. Apoyado contra una columna, un guardia urbano les hablaba a dos perros callejeros. Por la izquierda se acercaba lentamente un coche. De pronto apareció a gran velocidad un vehículo deportivo. Justo al llegar a la altura de Montalbano, el automóvil derrapó un poco y rozó el coche que circulaba despacio al pretender adelantarlo. Ambos conductores se detuvieron y bajaron. El del coche lento era un anciano con gafas. El otro era un joven gamberro alto y bigotudo. Cuando el caballero se inclinaba para examinar los desperfectos de su automóvil, el joven bigotudo le apoyó una mano en el hombro y, en cuanto el viejo se enderezó para mirarlo, le soltó un tortazo en pleno rostro. Todo ocurrió a la velocidad de un rayo. Mientras el anciano caía al suelo, se apeó del deportivo un sujeto corpulento con un antojo en la cara, el cual agarró al gamberro y lo hizo subir a la fuerza al coche, que inmediatamente después salió derrapando.

Montalbano se acercó al anciano, que tenía la cara ensangrentada y ni siquiera podía hablar. Aparte de la nariz, también le sangraba la boca. Entretanto, el guardia urbano se estaba acercando muy despacio. Montalbano ayudó al agredido a sentarse en el asiento del copiloto, pues era obvio que no se encontraba en condiciones de conducir.

—Acompáñelo a urgencias —le dijo al urbano. Éste parecía moverse a cámara lenta—. ¿Recuerda el número de la matrícula del otro automóvil? —le preguntó.

—Sí —contestó, sacándose del bolsillo un bolígrafo y un pequeño bloc.

Anotó el número. Montalbano, que lo había memorizado a su vez, advirtió que lo había escrito mal.

—Mire, las dos últimas cifras están equivocadas. Yo las he visto bien. No son cincuenta y ocho sino sesenta y tres.

El guardia corrigió de mala gana el número de la matrícula y puso en marcha el automóvil.

—Espere. ¿No quiere mis datos? —preguntó Montalbano.

—¿Por qué?

—¿Cómo que por qué? Soy un testigo.

—Ah, bueno. Si se empeña.

Apuntó su nombre, apellido y dirección como si fueran palabras ofensivas. Después cerró el bloc, le dirigió una siniestra mirada a Montalbano y se fue sin despedirse siquiera.

Cuando Mery salió también a la acera, el guardia ya se alejaba en el automóvil del anciano para llevarlo al hospital.

—Me he refrescado un poco —dijo ella, que no se había dado cuenta de nada—. ¿Vamos?

Transcurrió un mes sin que se moviera ni una hoja. Desde las Supremas Esferas no llegaban mensajes ni de ascensos ni de traslados. Montalbano empezó a pensar que todo había sido una broma, que alguien había querido tomarle el pelo. Y se le agrió el carácter; propinaba puntapiés metafóricos a diestro y siniestro como un caballo acosado por moscas cojoneras.

—Intenta razonar —procuraba calmarlo Mery, que se había convertido en el blanco principal de los desahogos de su amigo—, ¿por qué iba alguien a gastarte una broma semejante?

—¡Y yo qué sé! ¡Quizá el porqué lo sepáis tú y tu tío Giovanni!

Y todo terminaba invariablemente en una pelea.

Después, una buena mañana el comisario Sanfilippo lo llamó a su despacho y, con una sonrisa de oreja a oreja, le entregó finalmente la respuesta del consejo de los dioses. Comisario en Vigàta.

El rostro de Montalbano se puso primero amarillo, a continuación pasó a rojo pimiento y después empezó a virar a verde. Sanfilippo temió que fuera a darle un ataque.

—Montalbano, ¿se encuentra mal? ¡Siéntese! —Llenó un vaso con la botella de agua mineral que siempre tenía sobre la mesa y se lo ofreció—. ¡Beba!

Montalbano obedeció. A causa de aquella reacción, Sanfilippo se hizo una idea equivocada de lo que estaba ocurriendo.

—¿Qué le pasa? ¿No le gusta Vigàta? Yo la conozco, ¿sabe? Es una localidad deliciosa, ya verá como se encontrará muy a gusto.

* * *

A la deliciosa localidad —tal como la había calificado el comisario— Montalbano regresó cuatro días después. Y esa vez con carácter oficial, para presentarse ante su compañero Locascio, a quien debería sustituir. La comisaría estaba ubicada en un edificio aceptable, una casita de tres pisos que se hallaba justo a la entrada de la calle para quien llegaba por la carretera de Montereale y al final de la misma para quien llegaba, en cambio, por la carretera de Montelusa, la capital donde estaban la Prefectura, la Jefatura Superior de Policía y el Tribunal. Locascio, que vivía en el apartamento del tercer piso con su mujer, le dijo de inmediato que, antes de irse, mandaría limpiarlo bien.

—¿Por qué?

—¿Cómo que por qué? ¿Tú no tienes intención de utilizar la vivienda de servicio?

—Yo, no.

Locascio no interpretó bien su respuesta.

—Te interesa que nadie te controle, ¿eh? ¡Dichoso tú, que por la noche puedes dedicarte a tus asuntos! —le dijo, dándole un codazo en las costillas.

El día del traspaso de poderes, Locascio le presentó uno por uno a todos los hombres de la comisaría. Había un inspector de más edad que a Montalbano le cayó enseguida muy bien. Se llamaba Fazio.

Buscaría con calma el apartamento donde pensaba instalarse.

Entretanto, alquiló un bungalow en un hotel situado a dos kilómetros del pueblo. Los libros y sus escasas pertenencias los había mandado guardar en un almacén de Mascalippa, donde podrían esperar tranquilamente.

3

A los dos días de su llegada a Vigàta, cogió el coche y se dirigió a Montelusa para presentarse ante el jefe superior, que se llamaba Alabìso. Acerca de él los adivinos vaticinaban que, a la primera actuación decretada por el Ministerio, le darían la orden de alejamiento: llevaba mucho tiempo al frente de la brigada política (la cual seguía existiendo, aunque de vez en cuando le cambiaran el nombre) y sabía demasiadas cosas. Por si fuera poco, tenía un carácter inflexible y poco inclinado a los compromisos. En resumen, hay hombres con grandes cualidades que, colocados en determinados puestos, resultan inadecuados precisamente por sus cualidades a los ojos de la gente que carece de cualidades y que, como compensación, se dedica a la política. Y ahora a Alabìso se lo consideraba inadecuado porque no se rebajaba ante nadie.

El jefe superior lo recibió enseguida, le tendió la mano y lo invitó a sentarse. Pero estaba como distraído, de vez en cuando tartamudeaba mientras hablaba, y miraba fijamente a Montalbano.

De repente le soltó:

—Tengo una curiosidad. ¿Nosotros ya nos conocemos?

—Sí —contestó Montalbano.

—¡Ah, claro! ¡Ya me parecía a mí que lo había visto! ¿Nos hemos conocido durante el ejercicio de nuestras funciones?

—En cierto sentido, sí.

—¿Y cuándo fue?

—Hace unos diecisiete años.

El jefe superior lo miró, sorprendido.

—¡Pero si en aquella época era usted un chiquillo!

—No exactamente. Tenía dieciocho años.

El jefe superior se desconcertó visiblemente. Empezaba a abrigar ciertas sospechas.

—¿En el sesenta y ocho? —se aventuró a preguntar.

—Sí.

—¿En Palermo?

—Sí.

—Yo entonces era comisario.

—Y yo, estudiante universitario.

Se miraron en silencio.

—¿Qué le hice? —preguntó el jefe superior.

—Me dio un puntapié en el trasero. Tan fuerte que me rompió los fondillos de los pantalones.

—Ah. ¿Y usted?

—Conseguí soltarle una hostia.

—¿Lo detuve?

—No pudo. Mantuvimos un breve forcejeo, pero logré escapar.

Y ahí el jefe superior dijo una cosa increíble, hablando tan bajo que Montalbano creyó no haberlo oído bien:

—¡Qué tiempos aquéllos!

Quien primero se echó a reír fue Montalbano, seguido de inmediato por el jefe superior. Acabaron abrazados en el centro del despacho.

Después hablaron más en serio. Sobre todo de la guerra entre la familia Cuffaro y la familia Sinagra por el control del territorio, una guerra que se cobraba cada año por lo menos dos muertos por bando. Según el jefe superior, cada familia tenía un santo en el paraíso.

—Disculpe, ¿qué paraíso?

—Un paraíso parlamentario.

—¿Y son dos honorables diputados de partidos distintos?

—No; del mismo partido de la mayoría y de la misma corriente. Mire, Montalbano, se trata de una idea mía. Pero es muy difícil de demostrar.

«Y por esa idea tuya es por lo que quieren joderte», pensó Montalbano.

—A lo mejor es una suposición descabellada. Tal vez —añadió el jefe superior—. Pero hay ciertas coincidencias que... quizá valdría la pena.

—Disculpe, pero ¿ha hablado de ello con mi antecesor?

—No.

Sin más explicaciones.

—Pues entonces, ¿por qué lo comenta conmigo?

—El comisario Sanfilippo es un fraternal amigo mío. Me ha dicho acerca de usted lo que se tenía que decir.

Cada día que salía del hotel para dirigirse a la comisaría, Montalbano debía recorrer en coche, después de toda una serie de curvas, una recta paralela a la playa, muy larga y profunda. Era una zona que se llamaba Marinella. Construidos justo sobre la arena habría en total unos tres o cuatro chalets, muy separados entre sí. Nada pretenciosos: ninguno disponía de piso superior, constaban de una sola planta y las habitaciones estaban alineadas una al lado de la otra. Y todos, con los imprescindibles y gigantescos depósitos en el tejado para la recogida de agua. En dos de ellos, en cambio, los depósitos estaban colocados al fondo de una especie de azotea que servía de techo y de solárium, y a la cual se accedía por una escalera exterior de obra. Además, todos los chalets disponían en la parte anterior de una pequeña terracita en la cual, por la noche, se podía incluso cenar contemplando el mar. Cada vez que pasaba por delante de ellos se le iban los ojos: como consiguiera entrar en alguno de aquellos chalets, jamás volvería a salir. ¡Qué sueño, Virgen santa! ¡Levantarse por la mañana temprano y acercarse caminando a la orilla del mar! ¡Y también, si el tiempo lo permitía, darse un buen chapuzón!

* * *

Montalbano aborrecía las barberías. El día que se veía obligado a ir porque el cabello le llegaba hasta los hombros, se ponía de mal humor.

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