El profesor

Read El profesor Online

Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

 

El relato empieza cuando McCourt tiene 27 años e, instalado en Nueva York, inicia una actividad académica para la cual sus estudios universitarios no han acabado de formarle. En efecto, las realidades sociales en un entorno tan duro como el neoyorquino resultan difíciles de digerir por parte de este inmigrante irlandés. Haciendo más caso a su intuición y a lo que le dicta su conciencia que a las directrices académicas, consigue despertar el interés de sus alumnos. Para ello, decide bajarse del pedestal en el que viven instalados la mayoría de profesores y se dedica a escuchar a sus alumnos y a aprender de ellos, poniéndose a su altura para conocer sus inquietudes, sus gustos y su forma de ver el mundo.

Frank McCourt

El profesor

Memorias III

ePUB v1.0

Enylu
13.01.12

Título de la edición original: Teacher Man

Traducción del inglés: Alejandro Pareja, cedida por Maeva Ediciones

Diseño: Winfried Bährle

© Frank McCourt, 2005

© de la traducción: Alejandro Pareja

© Maeva Ediciones, 2006

ISBN 84-672-2183-6

248 páginas

A las próximas generaciones de la tribu McCourt:

Siobhan (hija de Malachy) y sus hijos Fiona y Mark

Malachy de Bali (hijo de Malachy)

Nina (hijastra de Malachy)

Mary Elizabeth (hija de Michael) y su hija Sophia

Angela (hija de Michael)

Conor (hijo de Malachy) y su hija Gillian

Cormac (hijo de Malachy) y su hija Adrianna

Maggie (hija de Frank) y sus hijos Chiara, Frankie y Jack

Allison (hija de Alphie)

Mikey (hijo de Michael)

Katie (hija de Michael)

Cantad vuestro canto, danzad vuestra danza, contad vuestro cuento.

PROFESORES DEL AÑO EN AMÉRICA

El señor Frank McCourt, serio y aplicado profesor de Creación Literaria en el Instituto de Secundaria Stuyvesant, ha sido nombrado Profesor del Año 1976.

AGRADECIMIENTOS

Gracias a la Academia Americana de Roma, por tres meses de erudición, esplendor y alegría.

Gracias a Pam Carter, del hotel Savoy de Londres, por tres meses a cuerpo de rey en una suite con vistas al río.

Gracias a mi agente, Molly Friedrich, por sus palabras luminosas en los días oscuros.

A mi editora, Nan Graham, una fanfarria de trompetas y tambores.

Yo iba juntando palabras y después veía con asombro cómo ella hacía surgir un libro con sus sugerencias y su cincelado.

Y mi amor a ti, Ellen, esposa maravillosa, siempre alegre y risueña, siempre dispuesta para la próxima aventura, siempre bondadosa.

PRÓLOGO

Si yo supiera algo de Sigmund Freud y de psicoanálisis, podría encontrar el origen de mis problemas en mi desgraciada infancia en Irlanda. Esa infancia desgraciada me dejó sin autoestima, me produjo ataques de autocompasión, me paralizó las emociones, me volvió cascarrabias, envidioso e irrespetuoso con la autoridad, retrasó mi desarrollo, obstaculizó mis contactos con el sexo opuesto, me impidió triunfar en la vida y casi me incapacitó para el trato humano. Que llegara a profesor y lo siguiera siendo es un milagro, y debo ponerme un sobresaliente por haber sobrevivido a todos esos años en las aulas de Nueva York. Deberían instituir una medalla para quienes sobreviven a las infancias desgraciadas y llegan a profesores, y yo debería ser el primero en la cola para la medalla y todos los distintivos que se le pudieran añadir por las desgracias resultantes.

Podría achacar culpas. Una infancia desgraciada no se produce sin más. La producen. Existen fuerzas oscuras. Si he de achacar culpas, habrá de ser con espíritu de perdón. Por tanto, perdono a todos los siguientes: al papa Pío XII; a los ingleses en general y al rey Jorge VI en particular; al cardenal MacRory, que gobernaba Irlanda cuando yo era niño; al obispo de Limerick, que, según parecía, creía que todo era pecado; a Eamonn de Valera, primer ministro (Taoiseach) y presidente que fue de Irlanda. El señor De Valera era un medio español fanático del gaélico (estofado irlandés con cebolla española), que encargó a todos los maestros de Irlanda que nos inculcaran la lengua autóctona y nos quitaran la curiosidad a golpes. Nos provocó horas de sufrimiento. Veía con desdén e indiferencia los cardenales que producían las varas de los maestros en nuestros jóvenes cuerpos. También perdono al cura que me expulsó del confesionario cuando le confesé los pecados de la masturbación y los robos de peniques del bolso de mi madre. Dijo que no daba muestras del debido propósito de enmienda, sobre todo en los pecados de la carne. Y aunque era cierto, su negativa a concederme la absolución puso mi alma en tal peligro, que si al salir de la iglesia me hubiera aplastado un camión, él habría sido responsable de mi condenación eterna. Perdono a diversos maestros brutales que me levantaran del asiento por las patillas, que me vapulearan regularmente con vara, correa y palmeta cuando vacilaba al dar las respuestas del catecismo o cuando no era capaz de dividir mentalmente
937
entre
739.
Mis padres y otras personas mayores me decían que todo era por mi propio bien. Les perdono esas hipocresías galopantes, mientras me pregunto dónde están en estos momentos. ¿En el cielo? ¿En el infierno? ¿En el purgatorio (si es que existe todavía)?

Hasta puedo perdonarme a mí mismo, aunque cuando vuelvo la vista atrás a diversas etapas de mi vida suelto un gemido. Qué burro. Qué temores. Qué estupideces. Qué indecisiones e irresoluciones.

Pero después vuelvo a mirar. Me había pasado la infancia y la adolescencia haciendo examen de conciencia y encontrándome en estado perpetuo de pecado. Ésa fue la formación, el lavado de cerebro, el condicionamiento, y desincentivaba los sentimientos de satisfacción con uno mismo, sobre todo entre los miembros de la clase pecadora.

Ahora creo llegado el momento de reconocerme al menos una virtud: la terquedad. No tiene tanto glamour como la ambición, el talento, el intelecto o el encanto, pero no deja de ser lo único que me sacó adelante a lo largo de los días y las noches.

Scott Fitgerald dijo que en las vidas americanas no hay segundas partes. Sencillamente, no vivió lo suficiente. En mi caso, se equivocó.

Durante los treinta años que pasé enseñando en los institutos de secundaria de Nueva York, nadie me prestaba la menor atención, salvo mis alumnos. Yo era invisible en el mundo fuera del instituto. Después escribí un libro sobre mi infancia y me convertí en el irlandesito del momento. Había tenido la ilusión de que el libro sirviera para explicar la historia familiar a los hijos y nietos de los McCourt. Tenía la ilusión de vender unos cuantos centenares de ejemplares, y de que me invitaran quizá a asistir a debates en algunos clubes de lectura. En lugar de ello saltó a la lista de libros más vendidos y se tradujo a treinta idiomas, y me quedé atónito. El libro fue mi segunda parte.

Yo llegué tarde al mundo de los libros, soy un rezagado, un novato. Mi primer libro,
Las cenizas de Ángela,
se publicó en
1996,
cuando yo tenía sesenta y seis años. El segundo,
Lo es,
en
1999,
cuando tenía sesenta y nueve. A esa edad resulta admirable que tuviera fuerzas siquiera para levantar la pluma. Algunos nuevos amigos míos (adquiridos recientemente, a causa de mi ascensión en las listas de más vendidos) habían publicado libros con veintitantos años. Unos mozalbetes.

Entonces, ¿por qué tardó usted tanto?

Porque estaba enseñando: por eso tardé tanto. No en un colegio universitario ni en una facultad, donde uno tiene todo el tiempo del mundo para escribir y para otras diversiones, sino en cuatro institutos públicos distintos de Nueva York. (He leído novelas que recrean las vidas de catedráticos de universidad, donde parecen tan ocupados con los adulterios y las rencillas académicas que uno se pregunta de dónde sacaban el tiempo para ejercer además un poco la enseñanza.) Cuando impartes cinco clases de instituto al día, cinco días por semana, no vuelves a casa con la idea de despejarte la cabeza y crear prosa inmortal. Después de cinco clases, tienes la cabeza llena del barullo del aula.

Nunca esperé que mi libro
Las cenizas de Ángela
llamase la atención; pero cuando llegó a las listas de libros más vendidos, me convertí en el niño mimado de los medios de comunicación. Me retrataban centenares de veces. Era una novedad de la tercera edad con acento irlandés. Me entrevistaron para docenas de publicaciones. Conocí a gobernadores, alcaldes, actores. Conocí al presidente Bush padre, y a su hijo el gobernador de Texas. Conocí al presidente Clinton y a Hillary Rodham Clinton. Conocí a Gregory Peck. Conocí al Papa y le besé el anillo. Me entrevistó Sarah, duquesa de York. Me dijo que yo era el primer premio Pulitzer que entrevistaba. Yo le dije que ella era la primera duquesa que conocía. Ella dijo «ooh», y preguntó al cámara: «¿Has grabado eso? ¿Has grabado eso?». Me nominaron para el Grammy en la categoría de palabra hablada, y estuve a punto de conocer a Elton John. La gente me miraba de manera distinta. Me decían: «Oh, usted es el que escribió ese libro... pase por aquí, señor McCourt, tenga la bondad» o «¿le apetece cualquier cosa, lo que sea?». Una mujer se me quedó mirando fijamente en una cafetería y me dijo: «Yo le he visto a usted en la tele. Debe de ser alguien importante. ¿Quién es usted? ¿Me da un autógrafo?». La gente me escuchaba. Me pidieron opinión sobre Irlanda, la conjuntivitis, la bebida, el cuidado de los dientes, la educación, la religión, la angustia de los adolescentes, William Butler Yeats, la literatura en general. «¿Qué libros está leyendo este verano? ¿Qué libros ha leído este año?» El catolicismo, el arte de la escritura, el hambre. Hablé ante convenciones de dentistas, de abogados, de oftalmólogos y, por supuesto, de profesores. Viajé por el mundo en calidad de irlandés, en calidad de profesor, de autoridad especializada en las desgracias de todo tipo, una luz de esperanza para las personas mayores de todas partes que siempre habían querido contar su vida.

De
Las cenizas de Ángela
hicieron una película. En Estados Unidos, escribas lo que escribas, siempre se habla de la película. Aunque escribieras la guía de teléfonos de Manhattan, te preguntarían: «Eh, ¿para cuándo la película?».

Other books

Don't Go Breaking My Heart by Ron Shillingford
Murder in Moscow by Jessica Fletcher
The Sheen on the Silk by Anne Perry
He's the One by Jane Beckenham
The Wedding Night by Linda Needham
The Interminables by Paige Orwin
Color of Justice by Gary Hardwick