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Authors: John Katzenbach

El Profesor (13 page)

Scott de inmediato alzó la mano.

—Eso es muy improbable, detective. Conozco muy bien todos los asuntos a los que mis pacientes se enfrentan y ninguno de ellos es capaz de ese tipo de cosas.

—Bien —continuó Terri—. Seguramente usted tiene algunos... casos que han tenido resultados poco satisfactorios, ¿no?

—Por supuesto —reconoció con un soplido Scott—. Todo terapeuta que tenga un mínimo de autoconocimiento comprende que no es el remedio ideal para todos los pacientes. Inevitablemente hay fracasos...

—Así que no parece demasiado descabellado pensar que tal vez uno de esos casos con menor fortuna albergue algún tipo de rencor.

—Es descabellado, detective —dijo ceremonioso—, imaginar que uno de mis pacientes podría inventar un complicado plan de venganza... No. Imposible. Yo me habría dado cuenta de tanto resentimiento.

Seguro, pensó Terri. Se obligó a recordar que no debía permitir que sus opiniones sobre Scott —o lo que había vislumbrado en el disco duro del ordenador de Jennifer— influyeran en su interrogatorio. Pero interiormente esperaba con ansiedad hacer esas preguntas en el futuro.

—De todos modos, podría necesitar en algún momento que usted me proporcione una lista de nombres.

Scott hizo un leve gesto desdeñoso. Podría significar que estaba de acuerdo o que no lo estaba. Ambas cosas eran posibles. O ninguna. Terri no esperaba que él colaborara. Volvió a Mary Riggins.

—Veamos ahora... Familiares... ¿Qué hay de los parientes de su marido fallecido?

Mary se mostró confundida.

—Bueno, mi relación con ellos no ha sido espléndida, pero...

—¿Jennifer ha sido causa de algún conflicto con ellos?

—Sí. Sus abuelos se quejan de que no la llevo a verlos lo suficiente. Dicen que es lo único de su hijo que les queda. Y yo nunca me llevé bien con las dos tías de Jennifer. No sé, es que siempre parece que me culpan a mí por la muerte de su hermano. Pero eso no ha llegado al punto de...

Terri notó que Mary Riggins no usaba el nombre de su marido fallecido. David. Era un detalle sin importancia, pero le pareció raro. Respiró hondo y continuó:

—También quisiera tener esos nombres y algunas direcciones.

Entonces Terri vaciló. Había escuchado algunos datos que apuntaban a que la familia podría ser una razón para la desaparición de Jennifer, pero no era suficiente.

—¿Y el rescate? —preguntó—. Supongo que ustedes no han tenido ningún contacto con nadie que les haya pedido dinero, ¿verdad?

Mary Riggins negó con la cabeza.

—No tenemos mucho... Quiero decir que esos casos son de hijos o hijas de hombres de negocios. O de políticos. O alguien con acceso a grandes cantidades de dinero en efectivo, ¿verdad?

—Tal vez. —Terri percibió un cierto agotamiento en su propia voz. Pensó que eso era poco profesional.

—Delincuentes sexuales —repitió Scott airadamente—. ¿Cuántos viven cerca?

—Algunos. Conseguiré una lista. Usted sabe que las posibilidades de que Jennifer haya sido sencillamente raptada en una acera por algún criminal que ella no conociera..., un asesino en serie o un violador, son infinitesimalmente pequeñas, ¿no? Esos actos aleatorios normalmente sólo ocurren en las películas y la televisión...

—Pero ocurren —agregó Scott.

—Sí.

—Incluso en zonas como ésta —continuó.

—Sí, incluso en sitios como éste —replicó Terri.

Scott tenía una expresión petulante en su cara. Había muchas cosas desagradables en él, pensó Terri. Se preguntó cómo alguien podía siquiera imaginar que él podía darle ayuda.

—Deben de desaparecer estudiantes de la universidad... —insistió.

—Sí. Se trata de jóvenes con adicción a la bebida, a las drogas o con problemas emocionales. Invariablemente...

—¿Y qué me dice de esa niña, la del pueblo de al lado cuyo cuerpo fue encontrado en el bosque seis años después de que desapareciera?

—Conozco ese caso. Y también al delincuente sexual fichado que fue finalmente arrestado a dos estados de distancia y que confesó su homicidio. Creo que nunca hemos tenido un crimen como ése en nuestra jurisdicción.

—No que usted sepa —volvió a interrumpir Scott.

—Eso es, no que sepamos.

—Pero, detective, escuche lo que dice el profesor Thomas —intervino Mary.

Terri se volvió hacia el anciano. Estaba mirando al vacío, como si estuviera en algún otro lugar. Le pareció ver una cierta niebla gris detrás de sus ojos. Eso la preocupó.

—Cuénteme otra vez lo que vio —le dijo—. No olvide ningún detalle.

* * *

Adrián le habló de la mirada resuelta en el rostro de Jennifer. Le habló sobre la furgoneta que surgió de la nada y disminuyó la velocidad, siguiendo los pasos de la muchacha. Describió lo mejor que pudo el aspecto de la mujer al volante y del hombre a su lado. Le habló de la breve detención, y luego de la partida haciendo chirriar los neumáticos. Y finalmente le contó lo de la gorra rosa que encontró a un lado de la calle, la que lo había traído hasta la calle donde Jennifer vivía, a su casa y finalmente a esa habitación en la que se encontraba. Trató con esfuerzo de ser conciso y claro; intentó que pareciera algo sencillo y oficial. No mencionó ninguna de las conclusiones que los fantasmas de su esposa y de su hermano habían insistido que él sacara. Eso se lo dejó a la detective.

Cuanto más hablaba, más veía que la madre se desesperaba, más imaginó que el novio se iba enfadando. La mujer policía, al contrario, parecía tranquilizarse con cada detalle adicional. Adrián imaginó que era como los jugadores de póquer profesionales que ocasionalmente veía en la televisión: fuera lo que fuese que estaba pensando en realidad, lo ocultaban con astucia.

Cuando se detuvo, vio que ella bajaba la cabeza para examinar las notas que había tomado. En ese momento escuchó un susurro.

—No creo que la hayas convencido —comentó Brian. Adrián, en un primer momento, no se volvió hacia la voz. Mantuvo los ojos sobre la detective—. Lo está pensando, eso es bueno. Pero simplemente no se lo cree. No todavía —continuó Brian. Su voz sonaba enérgica y confiada.

Adrián echó furtivamente una mirada rápida a su lado. Su hermano estaba sentado en el sillón junto a él. El joven soldado de Vietnam había desaparecido para ser reemplazado por el maduro abogado corporativo de Nueva York en el que Brian se había convertido. Su pelo rubio rojizo se había reducido un poco, y había distinguidos mechones grises tiñendo los rizos que caían sobre sus orejas y sobre el cuello de la camisa. Brian siempre había llevado el pelo largo..., no largo a lo hippy con cola de caballo, sino con un aire descuidado contrario a las formalidades sociales. Vestía un caro traje azul de raya diplomática, y una camisa hecha a medida, pero la corbata la llevaba floja.

Brian se reclinó y cruzó las piernas.

—No, señor. Yo he visto esa manera de apartar la mirada demasiadas veces. Por lo general ocurre cuando tu cliente quiere empezar a mentirte, pero se siente un poco culpable por ello. Ella se está acordando ahora mismo de que en un primer momento pensó que este asunto, la fuga de una adolescente, podía tratarse de algo más grave. Pero no está realmente segura, de ninguna manera, y quiere asegurarse de hacer lo correcto, porque un error en este caso podría costarle ese próximo aumento de sueldo.

Brian hablaba en tonos musicales, casi como si su evaluación de la detective Collins fuera uno de los poemas que Adrián amaba tanto.

—¿Sabes, Audie? —continuó—. Esto va a ser complicado.

—¿Qué debo hacer ahora, entonces? —susurró Adrián. Se dijo a sí mismo que no debía girar la cabeza, pero lo hizo, sólo un poco, porque quería ver la cara de su hermano.

—¿Perdón? —dijo Terri levantando la vista justo a tiempo de ver esa mirada de soslayo.

—Nada —respondió Adrián—. Sólo pensaba en voz alta.

La detective continuó mirándolo, hasta que él se puso nervioso. Ni la madre ni su novio terapeuta se habían dado cuenta de aquel pequeño incidente. Estaban demasiado concentrados en su propia pesadilla como para participar de la de otros.

—Es lista la detective —comentó Brian con un cierto tono de admiración en la voz—. Creo que sabe lo que está haciendo, sólo que no sabe qué es lo que tiene que hacer. No todavía. Tienes que explicárselo, Audie. La madre y el novio zalamero..., ésos no importan. Ni un poquito. Pero esta detective sí importa. Recuérdalo.

Adrián asintió con la cabeza, pero no tenía ni la menor idea de lo que iba a hacer, aparte de decirle exactamente lo que había visto y dejar que ella sacara sus propias conclusiones.

—Ahora te va a hacer un par de preguntas que van al detalle —le susurró Brian en la oreja—. Necesita más información para llevarle a su jefe. Y te está probando. Quiere saber hasta qué punto eres un testigo creíble.

—Profesor Thomas... —dijo de pronto Terri—, ¿o prefiere que le llame doctor?

—De las dos formas está bien.

—Usted tiene un doctorado en Psicología, ¿verdad?

—Sí, pero no soy terapeuta como el doctor West. Yo era del tipo de doctores que estudian ratas en los laberintos. Un loco de laboratorio...

Ella sonrió, como si esas palabras hubieran distendido un poco la tensión en la habitación, lo cual no era exacto.

—Por supuesto. Ahora bien, sólo quiero aclarar un par de cosas. Usted no vio que Jennifer fuera obligada contra su voluntad a entrar en el vehículo, ¿verdad?

—No, no lo vi.

—Usted no vio en ningún momento a nadie que la agarrara o la golpeara o realizara cualquier otro movimiento que usted considerara violento, ¿verdad?

—No. Ella sólo estaba ahí. Y luego ya no estaba. Desde donde yo estaba sentado no pude ver exactamente qué le pasó.

—¿Escuchó usted un grito? ¿O tal vez ruido de una pelea?

—Lo siento, pero no.

—Así que, si hubiera subido a esa furgoneta, ¿podría haber sido por su propia voluntad?

—No daba esa impresión, detective.

—¿Y cree usted que podría reconocer al conductor o a la acompañante si los viera otra vez?

—No lo sé. Sólo los vi de perfil. Además fueron sólo unos segundos. Había poca luz. Estaba casi oscuro.

—No, Audie, eso no es verdad. Tú viste lo suficiente. Creo que podrías reconocerlos si volvieras a verlos. —Adrián comenzó a girarse para discutir con su hermano, pero se detuvo a medio camino; esperaba que la detective no hubiera notado la manera en que se había movido.

Terri Collins asintió con la cabeza.

—Gracias —dijo ella—. Esto ha sido realmente muy útil. Volveré a hablar con usted después de investigar un poco más.

—Es buena —insistió Brian. Estaba inclinado hacia delante, casi tocando el hombro de Adrián, y parecía entusiasmado—. Es muy buena. Pero todavía te está rechazando, Audie.

Antes de que Adrián pudiera decir algo, Scott intervino: —¿Cuál será su próximo paso, detective? —Habló con el tono de voz de nada de tonterías, y esperamos ver resultados. Adrián imaginó que la gente le pagaba por oírle hablar.

—Déjeme ver si puedo encontrar algo sobre el vehículo sospechoso que el profesor Thomas ha descrito. Eso es algo concreto sobre lo que puedo trabajar. También voy a examinar las bases de datos del Estado y las federales en busca de casos similares de secuestros. Mientras tanto, no deje de avisarme si alguien trata de ponerse en contacto con usted.

—¿No quiere llamar al FBI? ¿No quiere poner un micrófono en nuestra línea telefónica?

—Eso es un poco prematuro. Antes tenemos que saber si alguien está tratando de conseguir un rescate. Pero iré a las oficinas centrales y se lo consultaré a mi jefe.

—Creo que Mary y yo debemos estar presentes —resopló Scott.

—Si quiere...

—¿Ha trabajado usted alguna vez en un caso de secuestro, detective?

Terri vaciló. No iba a responder a esa pregunta con sinceridad, que en ese caso habría sido «No». Eso sólo podría empeorar las cosas, lo cual en el libro de procedimientos de cualquier policía era un grave error.

—Creo que debo ir con usted, detective, y ver cómo reacciona su jefe... —Se volvió hacia Mary—: Y tú deberías quedarte aquí. Por los teléfonos. Debes estar atenta a cualquier cosa fuera de lo habitual.

Mary sólo sollozó a manera de respuesta, pero fue un gesto de aceptación.

Adrián se dio cuenta de que para ellos —Scott y la detective— su función acababa de terminar. Escuchó a Brian moviéndose junto a él.

—Te lo dije. —Hablaba en voz muy baja—. El estúpido novio piensa que eres sólo un viejo tonto que vio algo importante por casualidad y la mujer policía cree que ya ha oído todo lo que tenías que decirle. Típico.

—¿Qué debo hacer? —preguntó Adrián. Por lo menos, pensó que había preguntado. Se tranquilizó cuando escuchó que su hermano respondía.

—Nada. Y todo —explicó su hermano muerto—. No es que todo dependa sólo de ti, Audie. Pero de alguna manera sí. En cualquier caso no te preocupes. Tengo algunas ideas...

Adrián respondió asintiendo con la cabeza. Buscó su chaqueta; estaba seguro de haberla dejado en el sillón, o tal vez se había caído detrás de una silla al quitársela cuando entró en la casa. Su cabeza giró y entonces se dio cuenta de que todavía tenía puesta la chaqueta.

Capítulo 13

Adrian había pasado buena parte de su vida académica estudiando el miedo. Le atrajo el tema hacía ya casi cincuenta años. Después de su primer semestre en la universidad, cuando regresaba a casa, el vuelo había sido realmente terrible. Le fascinó ver las reacciones de los otros pasajeros mientras el avión temblaba y se sacudía en medio de un negro cielo de tormenta; estaba tan fascinado que se olvidó de su propia ansiedad. Plegarias. Gritos. Nudillos blancos y sollozos. En una caída como para revolver el estómago, en la que el ruido del motor había amenazado con ahogar todos los gritos, miró a su alrededor y se imaginó a sí mismo como la única rata atenta en un laberinto aterrador.

Como profesor, había realizado innumerables experimentos en el laboratorio tratando de identificar los factores de la percepción que estimularan respuestas previsibles del cerebro. Pruebas visuales. Pruebas auditivas. Pruebas táctiles. Algunos de los fondos de su universidad provenían de subvenciones oficiales —financiación militar burdamente disfrazada— porque las fuerzas armadas siempre estaban interesadas en entrenar a los soldados para quitarles el miedo. De modo que Adrián había pasado sus años de docencia saltando de un aula a otra, dando conferencias y pasando largas noches en un laboratorio rodeado de asistentes mientras preparaba sus estudios clínicos.

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