El puente de Alcántara (108 page)

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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

Gracias a estas dos cosas, su sinceridad y la aureola que lo rodeaba y despertaba la curiosidad del comandante, le abrieron al fin las puertas del castillo. La vida en un castillo de la frontera ofrecía escasas novedades; los días y noches pasaban sumidos en la monotonía, y el gran mundo estaba muy lejano. El comandante invitó a comer a Ibn Ammar y sus dos acompañantes. Muy prudentemente, los obligó a dejan sus armas en la garita de la entrada, pero no contó con la sangre fría de Ibn Ammar ni con los cuchillos que Djabir y Hadi llevaban en las botas. Doblegaron al comandante del mismo modo que antes lo habían hecho con el capitán del castillo de Aledo.

Ibn Ammar vivió aquellos momentos de peligro como un renacimiento. Inesperadamente sentía volver a la vida. Regresó a Zaragoza lleno de nuevos planes. Tenía cincuenta años. ¿Por qué no atreverse a empezar de nuevo? ¡No tenía nada que perder!

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RIO ALCANADRE

MARTES, 29 DE IYAR, 4844

7 DE MAYO, 1084 / 28 DE DUL–HIDJDJA, 476

—¿Cuánto tiempo hace que estás con él? —preguntó Felicia mientras extendía una sábana sobre un arbusto. Habían ido al río esa mañana para lavar la ropa. Una veintena de mujeres estaban arrodilladas la una junto a la otra en la orilla del río, con los niños jugando entre ellas. Era una bonita imagen: el talud de la orilla, con su verde frescor, y los vistosos vestidos, mantas y piezas de ropa tendidos a secar como grandes flores brillando al sol.

—No mucho —dijo Karima. Tenía que ser discreta. Felicia le había hecho un lugar en su corazón, y parecía pensar que aquello le concedía derecho a estar enterada de todo. Era extremadamente curiosa. También las otras mujeres la observaban con gran curiosidad. Ya desde el día de su llegada había despertado la atención de todo el campamento. Una judía andaluza, experta en el ante de curar, acompañada de un hidalgo español, al que merecía la pena mirar más de una vez, y un criado negro como la pez, a quien bastaba oír hablar para saber que le faltaba lo que les falta al buey y al capón.

—¿Y no viene nada en camino? —preguntó Felicia con mirada inquisidora.

Karima contestó con una expresiva sonrisa, que podía significar cualquier cosa. Felicia era la mujer del cocinero, y ocupaba un lugar destacado en la jerarquía del campamento, y ello no sólo porque su marido tuviera un puesto importante y porque se contaran entre los miembros más antiguos del grupo, sino por la natural autoridad que irradiaba, que era reconocida por todas las otras mujeres. Era una mujer impresionantemente gorda, pero a pesar de ser tan voluminosa se movía con inesperada gracia. Era más joven de lo que parecía a primera vista; tenía unos veinticinco años, brillantes ojos de niña y una cara alegre y bonita, con hoyuelos en las mejillas. Emanaba un cálido cariño maternal, y, como una madre, quería saberlo todo acerca de Karima.

Cuando Karima, Lope y Lu'lu llegaron, Felicia estaba pariendo. Sus gritos de dolor habían paralizado todo el campamento. Karima ofreció su.ayuda, pero el cocinero, con esa desconfianza a todo lo desconocido tan profundamente enraizada en la gente pequeña, no quiso dejarla atender a su mujer. Acto seguido, Lu'lu se puso a cantar sus alabanzas, mitad en árabe, mitad en un español entrecortado. Presentó a Karima como a una gran médica, bendita de Dios, hija del más famoso hakim judío de Sevilla. Y las mujeres andaluzas del campamento, que entendían árabe, insistieron tanto al cocinero, que éste terminó cediendo.

Karima se encontró con que el niño venía de nalgas. Ya estaba muerto. La mujer que había hecho las veces de comadrona, había intentado hacerlo girar a la fuerza, con lo que había empeorado aún más las cosas. Karima tuvo que amputar un brazo al pequeño con el escalpelo, una operación horrible, pero con la que, al menos, consiguió salvar a la madre. Desde entonces Karima estaba bajo la especial protección de Felicia. Y desde entonces estaba expuesta también a sus constantes preguntas.

¿Cómo había ido a parar a manos de un hidalgo español la hija de tan famoso médico judío? ¿Qué hacía una mujer tan rica, que podía permitirse el lujo de tener a un eunuco negro como criado, en un campamento de mercenarios en el extremo norte de Andalucía? Felicia creía intuir una apasionada historia de amor, como las que relataban los cuentistas de los mercados. Era difícil eludir sus preguntas sin ofenderla, y a Karima le resultaba aún más difícil, por cuanto ni ella misma conocía la respuesta a muchas de esas preguntas.

¿Cómo había ido a para allí? Una judía de Sevilla, viuda de un médico, criada y mimada en casa de un médico. ¿Por qué estaba con Lope? ¿Por qué se había echado a cuestas todo aquello? Era una historia extremadamente confusa. ¿Y cómo explicar a Felicia que, después de tanto tiempo, esa historia no estaba haciendo más que empezar? Felicia no lo habría entendido. A veces ni la misma Karima lo entendía.

Había pasado dos meses en cama en Alcántara, hasta que sanó su herida. Luego había necesitado otros dos meses para recuperarse de todas las secuelas. Durante ese tiempo, había sopesado cuidadosamente los motivos que tenía para volver a Sevilla, y de pronto había decidido seguir con Lope. Se decía a sí misma que Lope no le dejaba más elección que la de acompañarlo para encontrar a los hombres del puente. Pero sabía muy bien que aquello no era más que una excusa para tranquilizar su conciencia. Nadie la había obligado a ir con Lope de ciudad en ciudad, a pasar los días de pie ante las puertas de alguna ciudad o recorriendo algún mercado, a pasar las noches examinando los rostros de los borrachos en las tabernas, y los domingos, a los hombres que pasaban de camino a la iglesia. No, ella había seguido a Lope libremente, y tenía claro por qué lo había seguido.

Lo amaba. Lo amaba tan ciegamente que muchas veces sentía pavor. Era un amor más fuerte que su dignidad, más fuerte que la razón. Lo amaba, aunque él no correspondiera a su amor.

Karima había intentado luchar contra ese amor. Cuando tras un año viajando incesantemente de ciudad en ciudad llegaron a León, un día encontró las fuerzas necesarias para separarse de Lope. Se alojó en casa de unos antiguos amigos de su padre, miembros de la comunidad judía de la ciudad. Trabajó como maestra. Se apartó de Lope. Pasó meses sin verlo. Pero él la esperaba, y ella lo sabía.

En Alcántara, Lope había hecho la promesa de pasar todo un año sin lavarse, sin cortarse el pelo y sin cambiarse de ropa. Era un acto de luto. Cuando Karima lo abandonó, Lope estaba casi irreconocible, con la barba desgreñada, el cabello apelmazado de suciedad, la ropa asquerosa y convertida en harapos.

Luego, un día, Karima lo volvió a ver, y lo encontró tal como había sido antes; un poco más delgado y una pizca más pálido, pero con los mismos ojos entornados bajo las cejas rectas, y el mismo movimiento de cabeza con que se apartaba los pelos de la frente. Había pasado un año, el tiempo del luto había terminado; Lope había cumplido su promesa.

Karima había pensado mucho en aquella promesa, y en aquella otra que exigía a Lope matar a los hombres del puente cuando los encontrara. Había pensado mucho en Lope. Había reunido todo lo que sabía de él: lo que el mismo Lope le había contado y lo que había oído de boca de su padre, de Ibn Eh y de Lu'lu. Tenía toda su vida ante sus ojos: había sido arrebatado a sus padres de muy niño y luego adoptado por un hidalgo, de modo que ya desde muy joven no había tenido más casa que la calle y los campamentos militares. Después también había perdido al hidalgo, y al hombre con el que siguió después, y a su siguiente señor. Había ido siempre de un pueblo a otro, sin quedarse nunca en ningún sitio el tiempo necesario para echar raíces. Después lo había vuelto a penden todo, incluida ella, incluida aquella joven a cuyos brazos lo empujara Ibn Ammar. Y luego nueve años en un calabozo, una eternidad, media vida. Al salir en libertad, el reencuentro con la joven en Sevilla, sólo para volver a perderla poco después, y esta vez para siempre.

¿No era comprensible que hubiera perdido el suelo bajo sus pies? ¿No eran esas promesas, no obstante, un último intento de agarrarse a algo, para no precipitarse en el abismo?

Cuando, a finales del otoño, un hermano del hombre más distinguido de la comunidad judía de León le hizo una honrosa oferta, Karima ya había tomado una decisión. Ese mismo día mandó a Lu'lu a buscar a Lope, y al día siguiente se pusieron en camino los tres. Recorrieron todas las ciudades del lado sur de la frontera sin encontrar a ninguno de los hombres. A principios de la primavera llegaron a Navarra y continuaron la busca. Se suponía que uno de los hombres era navarro. Pero también allí buscaron en vano.

Al principio, Karima rezaba para que Dios les permitiera encontrar a uno de los hombres. Estaba convencida de que sólo el cumplimiento de la promesa podía liberar a Lope del estado en que se encontraba, y en ello había depositado todas sus esperanzas. Pero después se había dado cuenta de que el tiempo era un mejor aliado.

Durante todos esos meses que habían pasado juntos yendo de un lado a otro, Lope la había tratado siempre como a una extraña. Siempre con la misma reserva, evitando los contactos cotidianos y dirigiéndole la palabra sólo cuando era necesario. Lope irradiaba un frío que la congelaba. Era como si hubiera levantado a su alrededor una muralla invisible que ella no podía traspasan.

Pero, en algún momento, el celo con que ella lo ayudaba en su busca había empezado a influir en él; en algún momento, la constante proximidad había abierto una brecha en el muro que rodeaba a Lope. Y cuando dieron por terminada la infructuosa busca en Navarra, con el inicio de la primavera, poco a poco empezaron a notarse cambios en el mismo Lope. Cambios apenas perceptibles, pero que Karima advertía: el rastro de una sonrisa, una mirada que se detenía sobre ella más tiempo del necesario para comunicarse, un tono inseguro en su voz, desmintiendo la expresión indiferente de su rostro.

En Nájera se toparon con un hidalgo que había reclutado mercenarios para un caballero castellano al servicio del príncipe de Zaragoza. Lope se hizo ciertas esperanzas de encontrar a alguno de los hombres en la tropa mercenaria de ese castellano. Era una última esperanza tras la larga e infructuosa búsqueda, pero Lope dudaba si pedir a Karima que lo acompañara a un campamento de mercenarios. Y cuando finalmente se lo pidió, fue como una tácita promesa de que abandonaría la busca en caso de no encontrar allí a ninguno de los hombres.

Ella accedió, conteniendo su alegría y decidiendo secretamente que no encontrarían nada aunque se topasen con alguno de los hombres. Karima llegó al campamento nerviosa y expectante. El día siguiente a su llegada examinó a todos los hombres, y volvió a hacerlo un día después, para demostrar a Lope su buena voluntad. Y no hizo falta que recurriera a la mentira, pues no vio a ninguno de los hombres del puente.

Desde entonces se sentía aliviada. Esa misma mañana había creído ver en Lope una cierta despreocupación, como si, entre tanto, también él se hubiera hecho a la idea de abandonar la busca. El cielo había estado gris todo una semana, en la que habían caído intensos chaparrones, acompañados de un viento invernal. Ahora el sol volvía a brillar y a calentar la piel, pero sin ser aún tan intenso como para agostar el verde frescor de las plantas. Era un hermoso día de primavera, y la canción con que las mujeres acompañaban la colada era una melodía llena de buenos augurios.

Observó a Felicia, que estaba golpeando perezosamente la ropa húmeda contra la piedra y, de tanto en tanto, se estiraba soltando placenteros bostezos. No habían pasado más que cuatro días desde el terrible parto, pero apenas se le notaba nada; era como si Felicia hubiera olvidado hacía mucho tiempo los dolores y al niño muerto. Karima intentaba imitar sus movimientos, pero perdía el ritmo una y otra vez.

Felicia le dirigió una mirada compasiva.

—No has lavado mucha ropa en tu vida, ¿eh? —dijo, y, tirando hacia sí el cesto de ropa de Karima, añadió en un tono que no admitía protestas—: Este no es trabajo para ti, hermana, ¡no es trabajo para una mujer como tú!

Una voz clara y risueña les llegó desde detrás:

—¡Por las flechas de Cupido, vaya espectáculo!

Felicia lo miró enarcando las cejas.

—¡Dios mío, Esteban! ¡Ya estás otra vez donde no debes! —rezongó. Las otras mujeres también se volvieron y saludaron con fuentes gritos al hombre llamado Esteban, pero sus voces sonaban más burlonas que enfadadas. El hombre, de unos treinta años, era bajo y corpulento, de cabeza redonda y cara regordeta, un monje de hábito oscuro y cabeza tonsurada, pero sin la tonsura afeitada al ras, sino cubierta de pelusilla, y con el hábito ceñido a la cintura con un cordón de brillante seda azul.

—¿Por qué no habría de estar aquí, donde se ofrece una vista incomparable? —dijo, deteniéndose detrás de Karima, para continuar con entusiasmo—: ¡Oh! ¡Qué es lo que veo! ¡Una nueva estrella en nuestro firmamento! ¡Esbelta y flexible como Salomé bajo sus velos, bella como la reina de Saba, tentadora como la mujer de Putifar, excitante como Betsabé en el baño!

—Por el Hijo y por su Madre —dijo Felicia con fingida desesperación—. ¡Algún día me gustaría ver que se parara tu molino!

—¡Eh, Esteban! ¿Te gusta? —dijo una de las mujeres que se encontraban río abajo.

—Ya te gustaría frotarle el comino, ¿eh, Esteban? —dijo otra—. ¡Ya te gustaría perforarle la concha!

—Qué puedo decir —continuó el monje—. Una figura como tallada en madera fina; una piel tan blanca como la leche fresca; un trasero tan firme como un melón. El coral siente celos de sus labios; las perlas envidian sus dientes.

—¡Ya verás si te oye su tío! —interrumpió Felicia, furiosa—. Te sacudirá el polvo del hábito a palos.

—Tal vez ella no quiera que el tío se entere —dijo el monje—. ¿Por qué no habría de llamar, si veo una puerta? —Su voz tenía de pronto un tono provocador, que hizo que Karima se volviera involuntariamente. Vio sus ojos dirigidos hacia ella, acechantes. Recordó que lo había visto más de una vez rondando su cabaña.

—¡Qué quieres, Esteban! —bromeó una de las mujeres—. ¡Si tu antorcha ya no arde!

—Eso depende de quién la encienda —respondió el monje.

Felicia se inclinó hacia Karima, preocupada.

—No hagas caso —dijo Felicia, como si tuviera que disculparse por la impertinencia del hombre—. Es inofensivo. ¡No es más que un bocazas!

—Si pudiera hacer lo que quiere, no sería tan inofensivo —dijo otra de las mujeres.

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