El puente de Alcántara (59 page)

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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

Ibn Ammar se inclinó hacia delante.

—Olvidáis que las circunstancias han vuelto a cambiar —dijo Ibn Ammar con serenidad—. Vuestras conclusiones se basan en la suposición de que la ciudad podrá resistir. Ya os he explicado por qué salí del al–Qasr: el pozo está obstruido. ¿Puede resistir la ciudad sin el agua de ese pozo?

—El pozo del al–Qasr suministra agua desde hace siglos —contestó el nasí con una sonrisa complacida—. Hasta donde llega la memoria, nunca se ha secado.

—Intentaban ampliar el caño del pozo. Es posible que el brocal haya cedido; es posible que hayan caído pesados trozos de piedra en el caño.

—¡Suposiciones!

—El propio qa'id ha bajado al pozo. Nadie llama al señor del castillo cuando sólo ha ocurrido un pequeño accidente.

—El qa'id es un hombre que se ocupa personalmente de todo. Es famoso por ello. No hay por qué preocuparse —dijo el nasí balanceando la cabeza, sonriente.

Ibn Ammar sentía que empezaban a humedecérsele las manos. ¿Habría sacado conclusiones demasiado precipitadas? ¿Se habría engañado? Trajo a la memoria los rostros asustados de los hombres que rodeaban el pozo, la muda consternación con que habían clavado su mirada en la zanja, la prisa enfermiza con que el qa'id había bajado por la escalinata. Sólo una suma de impresiones, ningún tipo de pruebas. El nasí no estaba dispuesto a quedarse al descubierto por un mero cúmulo de impresiones externas. Uno no podía tomárselo a mal. Era judío y tenía que actuar con cautela, no podía arriesgarse a desagradar, o incluso enfurecer, al qa'id. Pero ¿no se comportarían del mismo modo los musulmanes que el visir había calificado de leales seguidores del príncipe? ¿Quizá ellos se dejarían convencer?

Ibn Ammar dijo los nombres.

—¿A cuál de ellos puedo dirigirme?

Eh nasí levantó las manos en señal de negación.

—¿Cómo podría saberlo? Los tiempos han cambiado, las circunstancias han cambiado, amigos se han convertido en enemigos. ¿Cómo podría darte consejo?

—Me basta con que digáis el nombre de una persona que vos creáis que puede ayudarme —dijo Ibn Ammar.

El nasí se dio la vuelta. Sus ojos, inquietos, iban y venían de un lado a otro, como si esperase oir en cualquier instante que llamaran enérgicamente a su puerta.

—Ibn al–Turtushi, tal vez —dijo finalmente—. Ibn al–Turtushi, el comerciante en ganado.

—¿Por qué precisamente él? —preguntó Ibn Ammar.

—Porque existe una enemistad personal entre su familia y la del qa'id. No es sólo un enemigo político.

—Llevadme a él —dijo Ibn Ammar bruscamente, dejando de lado toda cortesía. Se levantó y se dirigió hacia la puerta. Eh nasí lo siguió agitando los brazos.

—¡No puedes hacer eso! Podrían verte, podrían averiguar que vienes de mi casa. Ibn al–Turtushi vive junto a la muralla norte, al otro lado de la ciudad. El camino es muy largo, hay demasiada gente en la calle. ¡Es imposible!

—Entonces esperemos a que oscurezca —lo interrumpió Ibn Ammar, volviendo a sentarse.

Esperaron hasta que hubo pasado la cuarta hora de la noche. Luego Ibn Ammar, acompañado por un joven criado, se puso en marcha. Primero yendo de patio en patio, a través de puertas ocultas y estrechos pasajes que unían entre sí las propiedades vecinas; luego, al dejar atrás el barrio judío, por las callejas de la parte alta de la ciudad, bordeando los muros de las casas, acompañados por los ladridos de los perros, hasta la muralla de la ciudad. Allí, el muchacho se detuvo, señaló a Ibn Ammar la casa y desapareció en la oscuridad de la calleja por la que habían venido.

La casa tenía dos plantas, un tosco muro de sillares labrados en la parte baja y una construcción en forma de torre que sobresalía en la parte más apartada de la calle. Ibn Ammar llamó suavemente a la puerta. Antes de la puesta de sol, el nasí había mandado a esa casa a un criado, para que anunciara la visita de Ibn Ammar, pero, aún así, éste tuvo que repetir varias veces los golpes acordados para que le abrieran. Entró en un sombrío recibidor impregnado de un penetrante olor a suero de leche, orina y sudor. Dos oscuros personajes vestidos como boyeros cerraron la puerta detrás de él, mientras un tercero, mayor que los otros, le alumbraba la cara con una lámpara. Ibn Ammar dijo lo que tenía que decir. El hombre de la lámpara lo escuchó en silencio, para luego marcharse. Después de unos momentos, que a Ibn Ammar le parecieron horas, el hombre regresó con la noticia de que el dueño de la casa ya se había retirado a descansar.

Ibn Ammar tuvo que pasar la noche en el recibidor con los dos pestilentes peones, que no mostraron ningún interés en entablar conversación con él. Ibn al–Turtushi no lo recibió hasta media mañana. Era un hombre alto y muy robusto, calvo y sudoroso, de manos enormes y rojas. Escuchó las explicaciones de Ibn Ammar en silencio y con desconfianza, y no empezó a mostrarse interesado hasta que Ibn Ammar mencionó el pozo, si bien esto no atenuó su desconfianza ni lo llevó a expresar una opinión. Finalmente, el hombre ofreció a Ibn Ammar una habitación en la planta baja de la casa y rugió a un criado que lo acompañara allí. Al parecer, no consideraba necesario ocuparse él mismo de su huésped.

En el patio interior de la casa, bajo toscos tejadillos de protección, había distintos animales: caballos, vacas, ovejas. Unas cuantas gallinas escarbaban en el estiércol. Media docena de hombres holgazaneaban en el patio, simples peones, la mayoría tumbados a la sombra de la galería circundante. Ibn Ammar se sentó a la puerta abierta de la habitación y se puso a contemplar el patio. Estaba agotado, pero demasiado intranquilo como para conciliar el sueño.

Vio que, en el transcurso del día, varios hombres entraron por el recibidor y fueron acompañados al madjlis. Contó a ocho hombres. Cuando el propio Ibn Ammar fue llamado por su anfitrión, encontró a los ocho hombres reunidos a su alrededor. Los nombres de tres de los hombres le eran familiares, figuraban en la lista que le había dado el visir. Uno era un shaik con una barba que parecía hecha de algodón cardado; otro, un manco del brazo izquierdo. Todos estaban muy serios, sentados en posturas muy tensas sobre los cojines, encorvados, perplejos, examinando a Ibn Ammar con la mirada. Evidentemente, el dueño de la casa ya les había hablado de él.

—¿Cómo está el pozo? —preguntó Ibn Ammar.

Los hombres se entendieron con los ojos y decidieron ceder la respuesta a su anfitrión. Era como Ibn Ammar había supuesto. Durante los trabajos de excavación se había derrumbado una parte del antiguo muro del pozo. Seis pesados sillares habían caído en el interior y se habían atascado en el fondo. Habían intentado arrastrar hasta el exterior con ganchos de hierro y cuerdas el primer bloque de piedra, pero no lo habían logrado. Los ganchos se habían doblado. Ahora estaban intentando romper los sillares con cincel y martillo. Sin embargo, el caño del pozo era tan estrecho que los picapedreros tenían que ser descendidos con sogas, atados de los pies y con la cabeza hacia abajo. En esas condiciones no podían trabajar mucho tiempo seguido, de modo que hasta ahora apenas se habían hecho progresos. Eh qa'id estaba intentando mantener el accidente en secreto, pero ya circulaban por la ciudad los más descabellados rumores, y tarde o temprano habría que informar a la población para que racionaran el agua. No había cisternas, ni reservas de ningún tipo. Todos habían confiado ciegamente en el pozo del al–Qasr.

—¿Cuánto tiempo queda para que se enteren fuera de las murallas? —preguntó Ibn Ammar.

—Hasta mañana…, hasta pasado mañana… —respondió el dueño de la casa—. O quizá ya estén informados, esos malditos tragacerdos. Tienen hombres en la ciudad, siempre están bien informados.

—¿Y cuánto tiempo puede resistir la ciudad sin agua? —preguntó Ibn Ammar.

Los hombres se miraron en silencio. Ninguno dijo nada, parecían de piedra.

—¿Dos semanas? ¿Tres? —preguntó Ibn Ammar.

—Quizá Dios nos envíe lluvia —dijo el shaik, pero su voz sonaba como si ni siquiera él mismo confiara en ello. El silencio se extendió como el humo sobre un fogón sin tiro.

—Supongo que el qa'id intentará convencer al señor de Lérida de que venga en su ayuda con un ejército auxiliar —dijo Ibn Ammar. Ahora hablaba con rapidez y decisión. Había meditado un plan; había tenido suficiente tiempo para repasar todas las posibilidades—. Supongo que enviará un mensajero esta misma noche. Creo que debéis informar al príncipe de Zaragoza tan pronto como sea posible. No creo que el señor de Lérida envíe un ejército de ayuda, pero, tal como están las cosas actualmente, estoy convencido de que el príncipe intervendrá.

—Hasta ahora no ha mostrado ningún interés en venir en nuestra ayuda —rezongó el dueño de la casa—. ¿Por qué habría de hacerlo ahora?

—Porque ahora puede estar seguro de que recuperará la ciudad si expulsa a los sitiadores —contestó Ibn Ammar—. Hasta ahora el qa'id era intocable. Sin embargo, ahora ya no podrá mantenerse en el al–Qasr. Ésa es la diferencia.

Los hombres esquivaron su mirada. Sabían muy bien lo que aquello significaba. No sólo el qa'id sino toda la ciudad quedaría en manos del príncipe. Si el ataque del ejército de ayuda tenía éxito, el vencedor sería el príncipe, y haría pagar por su desobediencia no sólo al qa'id, sino también a la ciudad. Pondría en el al–Qasr a un hombre de su casa, con la misión de mantener a raya a la ciudad. Y todo eso sólo porque unas malditas piedras habían clausurado el pozo.

—Deberíamos esperar —dijo el manco sin levantarla vista del suelo—. Deberíamos comprobar cuánta agua nos queda, y cuánto vino. No estamos indefensos. Podríamos atacar el río para recoger agua. Si conseguimos traer algo de agua, podremos resistir varios meses.

—No lo creo posible —respondió rápidamente Ibn Ammar—. Sólo tenéis dos caminos hacia el río. Dentro de pocos días estarán bloqueados. Y aunque vosotros pudierais resistir más tiempo, la guarnición del al–Qasr no puede hacerlo. En el castillo hay todavía menos agua que en la ciudad. Y aún hay otra cosa que debéis tener en cuenta. —Hizo una pausa y miró a los ojos al dueño de la casa, a quien por lo visto los otros reconocían como portavoz—. Vosotros, los de la ciudad, tenéis todo que perder, vuestras familias, vuestra gente, vuestras casas, vuestras propiedades. Para la mayoría de los hombres de la guarnición las cosas son distintas. No tienen más que unas pocas cosas y sus armas. Nada más. Obligarán al qa'id a entablar negociaciones secretas con el rey de Aragón. El qa'id negociará la rendición del al–Qasr a cambio de que el rey de Aragón les asegure que podrán retirarse libremente. Y si entregan el al–Qasr habrán entregado también la ciudad. —Esperó a estar seguro de que sus palabras habían surtido el efecto deseado, luego añadió en voz baja—: Estoy convencido de que la única posibilidad que os queda es pedir ayuda al príncipe.

El dueño de la casa se revolvió en su asiento, incómodo.

—¿Y tú llevarías el mensaje? —preguntó, enarcando las cejas.

—Si vosotros así lo queréis… —dijo Ibn Ammar, encogiéndose de hombros. Había madurado muy bien esta decisión. Las posibilidades que tenía de escapar del cerco de los sitiadores eran quizá de una contra una. No era demasiado, pero aun así era mejor que quedarse en la ciudad. Aquí caería en manos de los francos con toda seguridad. Estaba convencido de que, como al–Muzaifar de Lérida, el príncipe de Zaragoza tampoco vendría en auxilio de la ciudad.

Se oyeron gritos procedentes del patio. Parecía como si dos de los peones estuvieran a punto de pelearse. Ibn al–Turtushi se levantó de un salto, se acercó resoplando a la ventana y rugió un par de órdenes a través de las rejas, con tal fuerza que sofocó instantáneamente el barullo del patio. Al regresar a su asiento, se detuvo frente a Ibn Ammar.

—Lo pensaremos —dijo, y, señalando la puerta con la cabeza, añadió—: Déjanos solos.

Ibn Ammar volvió a la habitación que le habían asignado. Su nerviosismo se había disipado. Se quedó dormido en el acto.

Cuando lo despertaron ya era de noche. No había luna. Ibn Ammar preguntó al criado que lo había despertado qué hora era. Faltaba una hora para la medianoche. En el madjlis lo esperaban sólo el dueño de la casa y el manco. Habían decidido informar al príncipe de la situación en que se encontraba la ciudad. Para ello enviarían a Ibn Ammar y a otros dos mensajeros. Saldrían de distintos puntos de la muralla, para incrementar así la posibilidad de que al menos uno de ellos lograra atravesar el cerco enemigo.

Discutieron el contenido del mensaje. Ibn al–Turtushi concedía mucha importancia a que Ibn Ammar se grabara en la cabeza los nombres de las personas que habían participado en la reunión de esa tarde, decidiendo volverse hacia Zaragoza. El príncipe debía enterarse de quiénes eran sus más leales partidarios en Barbastro. Un criado trajo un caftán oscuro y unos pantalones de cuero de cabra, como los que usaban los pastores. Por último, llegó el guía que debía conducir a Ibn Ammar a pie a través de las líneas enemigas y, de allí, hasta Huesca. Partieron poco antes de la medianoche.

Ibn al–Turtushi era el comandante de la torre de las fortificaciones de la ciudad que se levantaba junto a su casa. Todo un sector de la muralla estaba vigilado por sus hombres. Gracias a un estrecho puentecillo podía llegarse directamente desde el tejado de su casa al adarve de la muralla. Cuando salieron al tejado, seguía sin verse la luna, pero sobre las montañas del este empezaba a asomar un tenue resplandor que hacía palidecer a las estrellas. Pronto saldría la luna.

El dueño de la casa los despidió desde el tejado. Uno de los centinelas los ayudó a pasar al adarve. Ataron una cuerda a uno de los maderos que sostenía el techo del adarve y descolgaron hasta el pie de la muralla primero al guía. Éste desapareció rápidamente en la negra sombra de la muralla. No vieron en qué momento alcanzó el suelo, simplemente lo notaron en la tensión de la cuerda. Ibn Ammar estaba esperando en la muralla. Buscó la cuerda con el pie, se la pasó una vez alrededor de la pierna, como le había indicado el guía, y se dejó caer cuidadosamente por el borde de la muralla. Se alegraba de no poder ver debajo de él el suelo, sino tan sólo un agujero negro sin fondo. Ibn Ammar no era de los que no se marean; cuando su mirada llegaba muy hondo, caía rápidamente en el pánico. Ahora estaba avanzando muy deprisa. Escuchó cómo gemía la cuerda bajo su peso y cómo, de repente, daba una nota extrañamente melodiosa. En ese mismo instante sintió un fuerte empujón, perdió su punto de apoyo, cayó. Aferrado aún a la cuerda, se precipitó en el agujero negro que se abría bajo sus pies. Dios, ayúdame, pensó, la cuerda se ha roto. Esos hijos de perra han cortado la cuerda, pensó, Ibn Turtushi me ha engañado, habían decidido en contra del príncipe. Uno de los hombres del maldito comerciante de ganado es un traidor, pensó, el guía que espera abajo se encargará de hacer desaparecer mi cuerpo, nadie se enterará de nada. Las ideas corrían frenéticamente dentro de su cabeza, pero antes de que pudieran llegar a su fin, Ibn Ammar chocó contra el suelo, y un intenso dolor le atravesó el cuerpo como un cuchillo al rojo vivo. Cuando la punta de ese cuchillo le llegó a la cabeza, Ibn Ammar perdió el sentido.

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