El puente de Alcántara (76 page)

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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

—¡Esfúmate! —oyó decir al castellán—. ¡Lárgate de aquí! —Su voz sonaba llana e inexpresiva.

Lope se obligó a mantener la calma. Vio cómo los hombres robaban a la gente del anciano con ávido detenimiento, cómo palpaban a las mujeres con manos ansiosas. Vio cómo la codicia de los hombres crecía más y más conforme aumentaba el tamaño del botín apilado en el mantón.

Lope se quedó observando al castellán. Ya una vez se había enfrentado con él de manera similar. Había sido en Sabugal, un domingo, tres semanas después de su regreso.

El castellán tenía invitados, y la anfitriona había mandado sacar la vajilla buena, las copas de plata y las jarras de cristal de su dote. Al arreglar la mesa, a uno de los pajes se le había caído una pieza de cristal. El camarero había arremetido contra él, y el muchacho había huido gritando a la habitación que compartían Lope y el hijo del conde. El muchacho se había arrojado a los pies del joven conde y, abrazándole las piernas, le había suplicado con voz temblorosa:

—¡Misericordia, señor! ¡Me matará, señor! ¡Si no me ayudáis me matará!

El camarero era primo del castellán. Un hombre irascible y basto. Había llamado al castellán para pedirle ayuda y éste lo había autorizado a coger al muchacho.

Lope se había interpuesto. El paje estaba bajo la protección del joven conde; nadie podía tocarlo.

Acto seguido, el castellán había dado a su primo la orden expresa de coger al muchacho. El camarero lo había agarrado de los cabellos y había intentado llevárselo a rastras, pero no había podido llegar muy lejos, pues el joven conde se había abalanzado sobre él, clavándole su cuchillo en el vientre. El hombre había muerto cuatro días después.

Desde entonces el castellán perseguía a Lope con un odio frío e irreconciliable, y Lope sabía que algún día se enfrentarían sin testigos.

Lope había pensado muchas veces si acaso debía marcharse secretamente de Sabugal, abandonar el servicio del conde. Lo pensó también esa noche, en la mezquita. Lo pensó cuando los despidieron de Sevilla con resonar de atabales y sones de trompeta, e Ibn Ammar le hizo la tentadora oferta de incorporarse a su guardia personal. Lo pensaba cada vez que le venía a la memoria la hija del hakim, y la mirada con que ella lo había despedido. Lo estuvo pensando durante todo el viaje de regreso a Guarda. La primera noche después de la partida, treinta hombres habían abandonado secretamente la tropa para ir a servir al príncipe de Sevilla.

Lope se quedó. Había jurado lealtad al conde de Guarda, y el capitán le había enseñado que un hombre debe ser fiel a su palabra.

Pensaba que no tenía otra elección.

35
SEVILLA

MARTES 11 DE TISHRI, 4831

11 DE DU'L–HIDJDJA, 462 / 20 DE SEPTIEMBRE, 1070

Era el día posterior al Yom Kipur, el último de los diez días de penitencia tras el inicio del nuevo año. Yunus había pasado la noche posterior a las veinticuatro horas de ayuno con Ibn Eh y dos o tres amigos más. Habían comido bien y habían sostenido una amena charla. Por la mañana había ido al consultorio, como de costumbre. Él mismo había abierto los postigos de la ventana, había extendido el toldo de la entrada, había acomodado los cojines donde se sentaban los pacientes y se había instalado cómodamente con un libro en la sala de reconocimientos. Después de los días de penitencia nunca había mucho trabajo.

Hacía seis semanas que había vuelto a atender su consultorio. Como al–Mutamid, el príncipe, había viajado a Córdoba, la sayyida al–Kubra y sus hijos habían dejado el palacio de verano y habían vuelto a la ciudad. Desde entonces también Yunus estaba en Sevilla, donde podía recibir a sus pacientes y hacer visitas a domicilio. Sólo dos veces lo habían llamado del al–Qasr para dos breves consultas; por lo demás, lo habían dejado tranquilo.

No echaba de menos la corte. Estaba a gusto en su consultorio, y se sentía casi como cuando era un médico joven, en sus primeros años de ejercicio: pocos pacientes, mucho tiempo libre que podía aprovechar para leer, y nada de jóvenes ambiciosos que reclamaran su atención y lo obligaran a estar constantemente concentrado. Zacarías había empezado a trabajar en el hospital hacía dos semanas.

Era un bonito día de sol, sin el calor del verano. Había empezado el otoño, las golondrinas habían regresado del norte y pasaban con penetrantes chillidos frente a la puerta abierta. Yunus había enviado a un chico del vecindario al bazar, a que le trajera comida. El chico tendría que haber regresado como mínimo hacía un cuarto de hora; hasta entonces siempre había cumplido.

Yunus salió a la puerta y echó una ojeada a la calle. No se veía a nadie, pero el ambiente estaba cargado de un extraño barullo que parecía proceder de la parte del bazar. Yunus volvió a la sala de reconocimiento y siguió esperando. Poco después pasaron corriendo por la calle dos hombres seguidos de una mujer que iba dando gritos. Cuando Yunus llegó a la puerta ya se habían perdido de vista. Los vecinos también salieron a la calle y se quedaron a las puertas de sus tiendas. Al–Fasi, el zapatero, levantó la cabeza intentando escuchar algo y dirigió sus ojos miopes a Yunus.

—¿Qué pasa? —preguntó el zapatero, preocupado.

El barullo era ahora más intenso. Le recordaba a Yunus el griterío de la multitud en la sharia, cuando la caballería bereber presentaba sus ejercicios hípicos.

—Parece una multitud —dijo Yunus, sorprendido.

El chico al que Yunus había enviado al bazar apareció en la entrada de la calle con una fiambrera vacía y se metió en la casa de su padre antes de que Yunus pudiera preguntarle nada.

—¡Que Dios nos acompañe! — dijo al–Fasi—. ¡Que Dios nos acompañe!

Entre el creciente alboroto se distinguían ahora algunas voces, fuertes gritos y un rugido rítmico. Y de pronto Yunus supo qué estaba pasando. Recordaba ese rugido, lo había oído antes, en Tolosa, cuando la jauría de cristianos había caído sobre él. Jamás lo olvidaría. Y ahora estaba allí otra vez, el mismo rugido, en medio de Sevilla, en su ciudad. Escuchó con desconcertado terror cómo se acercaba.

—¡Todos dentro! ¡Entrad a vuestras casas! ¡Atrancad las puertas! —gritó a los otros, e inmediatamente se puso a cerrar los postigos de la ventana.

En ese mismo momento apareció en el extremo de la calle una horda salvaje armada con palos. Yunus cerró la puerta, echó el cerrojo y, movido por el pánico, sacó precipitadamente la mesa de operaciones de la habitación contigua y la volcó contra la ventana. El rugido estaba ahora exactamente frente a su consultorio. Se oían fuertes golpes, madera contra madera. De pronto algo cayó con un crujido, al que siguió un desgarrón, y un estacazo sonó en los postigos de la ventana. Yunus, temblando, apuntaló la ventana con la mesa de operaciones. Quiera Dios que no tengan una escalera, pensó, y salió corriendo hacia la puerta, que amenazaba con ceder bajo la embestida. Oh, Dios mío, rezó atropelladamente, respeta mi casa, respeta a mi familia, haz que Ammi Hassán esté en casa, Señor.

Entonces el rugido siguió su camino. Yunus miró hacia fuera por una ranura de los postigos y vio que la calle estaba desierta. Tan sólo quedaban unos pocos rezagados que corrían tras la jauría: mozos de cuerda del bazar, armados con frontaleras que usaban como látigos; jóvenes imberbes y hombres harapientos, que parecían salidos del mercado de jornaleros. Yunus cogió la escalera y subió al tejado por el tragaluz de la sala de operaciones. Miró hacia abajo asomándose cuidadosamente por la barandilla. No se veía nada. Las puertas de todas las casas seguían cerradas. Habían arrancado el letrero de la tienda de al–Fasi, lo mismo que los maderos y el toldo de la pequeña terraza del consultorio, que Yunus utilizaba como sala de espera. Los cojines también habían desaparecido. Acaso tan pequeño botín había aplacado la furia de la muchedumbre hasta el punto de considerar ésta que no merecía la pena detenerse allí más tiempo.

Pero ¿quién era esa gente?

El rugido provenía ahora de la sinagoga, pero también se oían gritos en la dirección opuesta, procedentes de las inmediaciones de la puerta de Carmona. ¿Qué había pasado? ¿Había saltado alguna chispa desde Granada y había prendido allí? Hasta donde llegaba la memoria, jamás se habían visto semejantes disturbios en Sevilla. La comunidad judía siempre había vivido en paz y tranquilidad. A veces un fakih ultraortodoxo daba un discurso ponzoñoso cuando un judío aprovechaba su elevada posición en la corte para atravesar la ciudad a caballo; a veces un qadi fanático prohibía la construcción de una sinagoga, hasta que el edificio era declarado sala de asambleas y se colocaba algo de dinero en los lugares adecuados. Pero nunca había habido disturbios semejantes, ni saqueos, ni siquiera el atosigamiento tan habitual en otros lugares. ¿Por qué se producía este inesperado estallido precisamente ahora, en tiempos de paz, en una época caracterizada por un bienestar nunca antes conocido? Yunus no encontraba ninguna explicación.

Se quedó en el tejado hasta que cesó el barullo y volvió la paz. Cuando vio que algunos de sus vecinos salían de sus casas, salió él también a la calle. Todos estaban igualmente aterrorizados por el ataque, y ninguno tenía una explicación.

Poco después Ammi Hassán pasó a recoger a Yunus. Entre los dos apartaron los escombros de la terraza, guardaron cuidadosamente en una bolsa los instrumentos y medicinas más valiosos y se marcharon a casa. La calle en que se encontraba la casa de Yunus no había sido atacada, pero en las inmediaciones de la sinagoga los saqueadores habían conseguido entrar en tres casas, y en la puerta de Carmona habían vaciado varias tiendas, entre ellas la farmacia de su vecino, ar–Rashidi.

Antes de la puesta de sol se convocó una reunión del Consejo de Ancianos. Puesto que Isaak al–Balia, el nasí, se encontraba en Córdoba con el príncipe, se reunieron en casa del rabino de la congregación babilónica. Con el transcurso de la noche fueron llegando, por fin, informes cada vez más fidedignos, que desvelaron poco a poco la causa de los extraños disturbios.

Yunus regresó de la sesión ya muy entrada la noche. Ammi Hassán, que lo estaba esperando, era el único que seguía en vela; los demás ya se habían acostado. Yunus le mandó que encendiera una lámpara, se dirigió a su biblioteca y se sentó a su escritorio, para registrar en su diario los acontecimientos de las últimas horas. Había escrito sólo media página cuando de pronto llamaron a su puerta y entró Karima.

La muchacha se detuvo en el umbral, titubeante.

—¿Os molesto, padre? —preguntó.

Yunus balanceó la cabeza, sonriendo, y dejó a un lado la pluma. En la casa todos sabían que a Yunus no le gustaba que lo interrumpieran cuando estaba entre sus libros, y todos respetaban esos momentos; incluso Karima, desde que dejó de ser niña. Pero esa noche no era como las otras, y seguramente Karima no era la única que no podía conciliar el sueño.

Yunus le contó en pocas palabras las cosas de que se había enterado en casa del rabino, e intentó calmarla.

—Todos estamos convencidos de que lo de hoy no se repetirá. Ha sido un fenómeno completamente incomprensible. Un par de jóvenes idiotas y unos cuantos jornaleros sin trabajo, azuzados por algún fanático. Una historia absurda. No tienes de qué preocuparte.

Karima no parecía preocupada. Estaba sentada en un cojín, en el suelo, con los brazos y las piernas recogidos y el mentón apoyado en la barbilla. Su cabello negro se desbordaba por debajo de la capucha. Sus ojos apuntaban a Yunus con una expresión de seriedad bajo la cual se ocultaba una sonrisa.

Qué ojos tan bellos tiene, pensó Yunus. Y qué hermosas sus cejas oscuras y gruesas. Esas cejas parecían hablar un lenguaje propio desde su rostro: aparecían curvadas y altaneras cuando los hombres se volvían a mirarla en el antepatio de la sinagoga, pegadas a los ojos cuando montaba en cólera, afiladas hacia la nariz cuando algo despertaba su curiosidad o su desconfianza. Su nariz era demasiado grande y trazaba la misma curva que la de Yunus. Cualquiera que no estuviese al corriente podía creer que era su hija natural. No, pensó Yunus, su nariz no es demasiado grande. Una nariz pequeña no habría armonizado con ese rostro, no con esa boca. Qué boca tan expresiva para una muchacha de catorce años. Qué mujer llegaría a ser algún día. A veces Yunus envidiaba a Zacarías. El era un buen padre; pensaba que era un buen padre. Pero a veces envidiaba a Zacarías, como un hombre envidia a otro hombre por una mujer hermosa.

—¿Todavía estáis escribiendo, padre, tan tarde? —preguntó Karima.

—Escribo casi cada noche, cuando ya te has ido a dormir —dijo Yunus.

—¿Y qué escribís? ¿Puedo saberlo? —preguntó ella.

—Anoto lo que ha pasado durante el día. Intento retenerlo —dijo Yunus.

—¿Un diario?

—Si así quieres llamarlo… sí… un diario —contestó Yunus. Había cerrado el cuaderno al verla entrar. Nunca le había contado que llevaba ese diario. Tampoco Ibn Eh lo sabía. Ahora volvió a abrirlo—. Comencé cuando murió mi mujer. Al principio imaginaba que le estaba escribiendo a ella, eso me ayudó a superar su muerte. Después se ha convertido en una especie de costumbre. Ahora muchas veces pienso en ti cuando estoy escribiendo.

—¿En mi? —preguntó Karima.

—Sí, en ti —dijo Yunus—. Pienso que algún día leerás este cuaderno, cuando yo ya no esté. Y entonces te acordarás de mí y yo estaré contigo. —Con una leve sonrisa, añadió—: Me cuesta trabajo escribir con letra legible.

Karima inclinó la cabeza y lo miró levantando las cejas.

—¿A veces también escribís sobre mi? —preguntó en voz baja.

—Escribo mucho sobre ti —dijo Yunus—. Tú eres mi hija; nadie está más cerca de mí.

—¿Sobre todas las cosas que hago? —preguntó ella, incrédula.

—Sobre todas las cosas que me parecen importantes —respondió Yunus.

—¿También sobre lo del Rosh Hashaná? —preguntó ella con la mayor seriedad tras reflexionar un instante.

—También sobre eso —dijo Yunus, sonriendo. Tras postergar el asunto una y otra vez, Yunus, la noche de año nuevo, le había preguntado por fin si estaba de acuerdo en casarse con Zacarías. Karima había mantenido un largo silencio, para luego ser ella quien pidió un poco más de tiempo. Sentía un gran afecto por Zacarías, pero era un afecto como el que se siente hacia un hermano. Ahora que Zacarías vivía en el otro extremo de la ciudad y ya no venía a casa tan a menudo era posible que los sentimientos de Karima cambiaran, y en ese caso la muchacha estaría dispuesta a satisfacer de buen grado los deseos de su padre. Pero tenía que darle un poco de tiempo.

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