El quinto día (6 page)

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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

—Los dentistas pueden ser unos monstruos. —Dio una nueva calada a su cigarrillo—. Vale, vale, lo he entendido. ¿Qué significa «orca» en realidad?

Anawak estaba sorprendido. Nunca nadie le había hecho esa pregunta.

—Es la denominación científica.

—¿Y qué significa?


Orcinus orca
, «el que pertenece al reino de los muertos». Y, por el amor de Dios, no me pregunte a quién se le ocurrió algo así.

Ella sonrió para sus adentros.

—Ha dicho que había tres tipos de oreas.

Anawak señaló en dirección al océano.

—Sobre las llamadas «
offshore
» sabemos muy poco; van y vienen, la mayoría de las veces en grandes grupos. En general, viven mar adentro. Por otro lado, las oreas migratorias son nómadas y viven en pequeños grupos; tal vez sean las que mejor se corresponden con la imagen de asesinas que usted tiene de ellas. Comen de todo: focas, leones marinos, delfines; también comen pájaros, e incluso atacan a las ballenas azules. Aquí, donde la costa es rocosa, se encuentran exclusivamente en el agua, pero en Sudamérica hay migratorias que cazan en la playa. Salen a la orilla y se llevan focas y otros animales. ¡Es fascinante!

Anawak se detuvo esperando otra pregunta, pero la mujer permaneció en silencio y sólo dejó ir un poco de humo al aire del atardecer.

—El tercer tipo vive en las inmediaciones de la isla —continuó Anawak—. Son residentes. Viven en grandes familias. ¿Conoce la isla?

—Un poco.

—En el este, en dirección al continente, hay un estrecho, el estrecho de Johnstone. Las residentes están allí todo el año y comen exclusivamente salmón. Desde comienzos de los años setenta estamos estudiando su estructura social. —Hizo una pausa y la miró confundido—. ¿Cómo hemos terminado hablando de esto? ¿Qué era lo que quería contarle?

Ella se rió.

—Lo siento. Ha sido culpa mía, lo he distraído. Es que siempre quiero saberlo absolutamente todo. Tal vez lo esté molestando con mis preguntas.

—¿Es por su profesión?

—Es innato... A propósito, quería contarme qué ballenas han desaparecido y cuáles no.

—Sí, es lo que quería, pero...

—No tiene tiempo.

Anawak vaciló. Echó una mirada a su libreta y su portátil. Quería dejar el informe acabado antes de que se hiciera de noche. Pero aún faltaba mucho para que anocheciera, y empezaba a tener hambre.

—¿Se hospeda en el Wickaninnish Inn? —preguntó.

—Sí.

—¿Qué hace esta noche?

—¡Oh! —Arqueó las cejas y le sonrió—. La última vez que un hombre me preguntó eso fue hace diez años. Qué emoción.

Él también sonrió.

—Para serle sincero, me mueve el hambre. Pensé que podríamos continuar nuestra charla mientras comemos algo.

—Buena idea. —Se bajó del tronco, apagó el cigarrillo y guardó la colilla en la chaqueta—. Pero le advierto que hablo con la boca llena; en realidad hablo y hago preguntas sin parar, excepto si mi interlocutor dice cosas tan interesantes que me quedo sin palabras. Así que haga todo lo posible. A propósito —le extendió la mano derecha—, soy Samantha Crowe. Llámeme Sam, todos lo hacen.

En el restaurante consiguieron una mesa junto a la ventana. El local, de paredes acristaladas, estaba situado delante del hotel, y reinaba sobre el acantilado como si fuera a zarpar. Desde esa atalaya había una fantástica vista panorámica del Clayoquot Sound con sus islas, de la bahía y de los bosques que se extendían más atrás. El sitio era ideal para observar ballenas. Sin embargo, ese año, e incluso en semejante punto de observación, podían darse por satisfechos con los habitantes del mar que venían de la cocina.

—El problema es que las orcas que viven mar adentro y las migratorias no vinieron —dijo Anawak—. Por eso apenas pueden verse orcas en la costa oeste. Las residentes siguen siendo tan numerosas como siempre, pero no suelen venir por esta zona, aun cuando el estrecho de Johnstone es cada vez menos confortable para ellas.

—¿Por qué?

—¿Cómo se sentiría usted si, cada vez más, tuviera que compartir su hogar con ferries, cargueros, transatlánticos de lujo y barcas de pesca deportiva? Muchísimas lanchas motoras hacen ruido por allí. Además, la región vive de la industria maderera. Los cargueros transportan bosques enteros a Asia. Si desaparecen los árboles, los ríos se obstruyen con arena, y los salmones pierden su sitio de desove. Y las residentes sólo comen salmones.

—Entiendo. Pero a usted no le preocupan sólo las orcas, ¿no es cierto?

—Las ballenas grises y las jorobadas son las que nos dan más dolores de cabeza. Quizá hayan dado un rodeo, o se han cansado de que las miren desde las barcas. —Sacudió la cabeza—. Pero la cosa no es tan simple. Cuando las grandes manadas llegan a la isla a principios de marzo, no tienen nada en el estómago desde hace meses. Durante el invierno, en Baja California, viven de la grasa acumulada; sin embargo, en algún momento la grasa se agota. Vuelven aquí para alimentarse.

—Tal vez estén un poco más alejadas de la costa.

—Más adentro no hay suficiente comida. La bahía de Wickaninnish proporciona a las ballenas grises un componente básico de su alimentación, que no se encuentra en mar abierto:
Onuphis elegans
.

—¿
Elegans
? Suena chic.

Anawak sonrió.

—Es un gusano, largo y delgado. La bahía es arenosa y está llena de esos gusanos, que les encantan a las ballenas grises. Sin ese aperitivo les sería casi imposible llegar al Ártico. —Tomó un sorbo de agua—. A mediados de los ochenta dejaron también de venir, pero en aquel momento se sabía el motivo: las ballenas grises estaban al borde de la desaparición; las habían cazado hasta casi extinguirlas. Desde entonces las hemos recuperado bastante. Calculo que ahora debe de haber unos veinte mil ejemplares en todo el mundo, la mayoría aquí, en nuestras aguas.

—¿Y no ha venido ninguna?

—Entre las ballenas grises también hay algunas residentes. Están aquí, pero son muy pocas.

—¿Y las ballenas jorobadas?

—Lo mismo: han desaparecido.

—¿No me había dicho que estaba redactando un informe sobre las ballenas blancas?

Anawak la observó.

—¿Qué tal si me habla un poco de usted? —dijo—. Los demás también somos curiosos.

Crowe lo miró, divertida.

—¿Sí? Ya sabe lo principal: soy una vieja pesada y hago preguntas sin parar.

En ese momento apareció un camarero que les sirvió gambas a la plancha y
risotto
al azafrán. «En realidad —pensó Anawak—, esta noche querías estar solo aquí, sin que nadie te hablara sin parar.» Pero Crowe le gustaba.

—¿Qué es lo que pregunta, a quién y por qué?

Crowe peló una gamba que despedía un fuerte aroma a ajo.

—Muy sencillo. Pregunto: «¿Hay alguien ahí?».

—«¿Hay alguien ahí?».

—Exacto.

—¿Y qué le responden?

La carne de la gamba desapareció entre dos hileras de dientes blancos e iguales.

—Todavía no me han respondido.

—Tal vez debería preguntar más alto —dijo Anawak, aludiendo al comentario que ella había hecho en la playa.

—Me gustaría hacerlo —dijo Crowe mientras masticaba—. Pero los medios y las posibilidades me limitan en este momento a un radio de unos doscientos años luz. De todos modos, hasta mediados de los noventa teníamos hecho el análisis de sesenta billones de mediciones, y hay treinta y siete de las que hasta el día de hoy no sabemos con certeza si tienen un origen natural o si efectivamente alguien dijo «Hola».

Anawak la miraba fijamente.

—¿El SETI? —preguntó—. ¿Trabaja para el SETI?

—Exacto.
Search for Extra Terrestrial Intelligence
. Proyecto de búsqueda Phoenix, para ser precisos.

—¿Escucha el universo?

—Aproximadamente mil estrellas similares al Sol, que tienen más de tres mil millones de años. Sí. Es sólo un proyecto entre muchos, pero tal vez el más importante, si se me permite la vanidad.

—¡Dios mío!

—Vuelva a cerrar la boca, León, tampoco es algo tan especial. Usted analiza cantos de ballenas y trata de averiguar si los de allí abajo tienen algo que contar. Nosotros escuchamos el universo porque estamos convencidos de que está plagado de civilizaciones inteligentes. Es probable que usted con sus ballenas esté mucho más adelantado que nosotros.

—Yo sólo tengo un par de océanos; en cambio, usted tiene todo el universo.

—Tiene razón, nosotros andamos hurgando en otros parámetros. Sin embargo, continuamente estoy escuchando que se sabe menos sobre el mar profundo que sobre el universo.

Anawak estaba fascinado.

—¿Y han recibido alguna señal que pruebe la existencia de vida inteligente?

Crowe negó con la cabeza.

—No, hemos recibido señales que no podemos clasificar. Las posibilidades de establecer contacto son muy pocas; incluso puede que no tengamos ninguna. La verdad es que debería tirarme del próximo puente por la frustración que siento, pero me gusta demasiado comer marisco... Además, estoy completamente obsesionada con la cuestión, más o menos como usted con sus ballenas.

—De las que por lo menos sé que existen.

—Actualmente, más bien no —sonrió Crowe.

Anawak sentía que tenía mil preguntas que hacerle. El SETI le había interesado siempre. A principios de los noventa, la NASA comenzó su proyecto de búsqueda de inteligencia extraterrestre; concretamente y de manera significativa, en el aniversario de la llegada de Colón. En Arecibo, Puerto Rico, adaptaron el mayor radiotelescopio de la Tierra a un programa completamente novedoso. Entretanto, y gracias a la generosidad de los patrocinadores, el SETI dio luz verde a nuevos proyectos dedicados en todo el globo a la búsqueda de vida extraterrestre. Phoenix era de los más conocidos.

—¿Es usted la mujer que Jodie Foster caracterizó en Contact?

—Soy la mujer a la que le gustaría subirse a la nave que en la película lleva a Jodie Foster hacia los extraterrestres. Mire, estoy haciendo una excepción con usted, León; normalmente me pongo a gritar como una loca cuando la gente me pregunta por mi trabajo. Siempre tengo que explicar durante horas qué es lo que hago.

—Yo también.

—Justamente... Usted me ha contado algo, así que ahora estoy en deuda con usted. ¿Qué más quiere saber?

Anawak no tuvo que pensar demasiado.

—¿Por qué no han tenido éxito hasta ahora?

Crowe parecía divertida. Se sirvió más gambas y esperó un rato antes de contestar.

—¿Quién dice que no lo hayamos tenido? Además, nuestra Vía Láctea contiene unos cien mil millones de estrellas. Nos resulta un poco difícil comprobar la existencia de planetas similares a la Tierra, ya que su luz es demasiado débil; sólo podemos registrarlos mediante algún que otro truco científico, y en teoría hay millones de estos planetas. Y claro, ¡póngase usted a escuchar cien mil millones de estrellas...!

—Tiene razón —sonrió Anawak—. Con veinte mil ballenas jorobadas es relativamente más sencillo.

—Ya ve, uno se hace viejo realizando este trabajo. Es como si para demostrar la existencia de un pez diminuto hubiera que observar detalladamente cada uno de los litros de agua que fluyen por los océanos. Sin embargo, el pez se mueve... Usted puede repetir el procedimiento hasta el día del Juicio Final y, quizá, llegar a la conclusión de que el pez en cuestión no existe. En realidad, hay muchísimos peces como éste, sólo que siempre están nadando en un litro de agua distinto del que usted está examinando. Ahora bien, Phoenix puede analizar varios litros al mismo tiempo, pero a cambio de eso nos limitamos, por ejemplo, al estrecho de Georgia. ¿Comprende? Allí afuera hay civilizaciones. No puedo demostrarlo, pero tengo la plena convicción de que la cantidad es ilimitada. Lamentablemente, el universo es infinitamente mayor. Rebaja nuestras posibilidades todavía más que la máquina de café de Arecibo el expreso.

Anawak pensó.

—¿La NASA no ha enviado todavía un mensaje al universo?

—Ya veo. —A la mujer le brillaron los ojos—. Usted quiere decir que en lugar de estar cómodamente sentados escuchando deberíamos mandar una señal nosotros, ¿no? Sí, ya lo ha hecho. En 1974 lanzamos un mensaje desde Arecibo a M 13, un cúmulo globular de estrellas que hay cerca de nuestro sistema solar. Pero en realidad, eso no nos resuelve el problema. Todos los mensajes acaban vagando en el espacio interestelar, vengan de nosotros o de otros. Sería una casualidad increíble que alguien lo recibiera. Además, escuchar es más económico que emitir.

—Sin embargo, aumentaría las posibilidades.

—Tal vez es eso lo que no queremos.

—¿Por qué no? —preguntó Anawak, desconcertado—. Creo que...

—Nosotros sí queremos, pero algunas personas lo verían con escepticismo. Hay mucha gente que opina que sería mucho mejor no llamar la atención de otros. Podrían venir y arrebatarnos nuestro hermoso planeta. ¡Uuuh...! Podrían devorarnos.

—Eso es una tontería...

—No lo tengo tan claro... Yo también creo que unos seres que han sido capaces de llevar a cabo viajes interestelares deberían haber superado el estadio de la camorra. Pero por otra parte, no creo que haya que descartar el argumento del todo. Tal vez los seres humanos deberían pensar mejor cómo hacerse notar. De lo contrario, existe el peligro de ser mal entendidos.

Anawak guardó silencio. Por un momento habían vuelto a las ballenas.

—¿No se desanima a veces? —preguntó.

—¿Y quién no? Pero para eso están los cigarrillos y las películas de vídeo.

—¿Y si logra su objetivo?

—Buena pregunta, León. —Crowe hizo una pausa; pasaba absorta la mano por el mantel—. En el fondo, hace años que me pregunto cuál es nuestro verdadero objetivo. Creo que si supiera la respuesta dejaría de investigar; una respuesta es siempre el final de la búsqueda. Tal vez nos atormenta la soledad de nuestra existencia, la idea de ser una casualidad que no se ha repetido en ninguna otra parte. Pero a lo mejor también queremos aportar la prueba contraria: que no hay nadie más que nosotros y que ocupamos en la creación el sitio especial que nos corresponde. No lo sé. ¿Usted por qué estudia a los delfines y a las ballenas?

—Tengo... curiosidad.

«No, no es del todo cierto —pensó en el mismo instante—. Es más que pura curiosidad. Entonces ¿qué estoy buscando?».

Crowe tenía razón. En el fondo, ambos hacían lo mismo. Cada uno escuchaba su cosmos y esperaba obtener respuestas. Cada uno llevaba en su interior una profunda nostalgia de compañía, de la compañía de seres inteligentes que no fueran humanos.

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