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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórico, Religión, Romántico

El Rabino (4 page)

Era la clase de velada que no había pasado hacía mucho tiempo. Permaneció leyendo hasta después de las once, levantándose de su silla sólo para echar más leña al fuego y darles las buenas noches a sus hijos.

Luego, bostezando y desperezándose, se sentó para examinar la correspondencia del día.

El joven Jeffrey Kodetz había pedido que le suministrara referencias para acompañar su solicitud para el «Mit». Era la clase de asunto que quedaría olvidado si esperaba a dictárselo a Debora Cantor, su secretaria; tomó la pluma y escribió un borrador que podía entregarle a la mañana siguiente para que lo pasara a máquina.

Había también una carta de la Asociación de Alumnos del Columbia College, informándole que dentro de dieciocho meses el y sus compañeros de promoción celebrarían su vigésima quinta reunión. Además de tomar las medidas necesarias para su asistencia, ¿Sería tan amable de remitirles, dentro de los tres meses siguientes, una autobiografía para su inclusión en el Libro de Clase del Cuarto de Siglo?

Volvió a leer la carta, moviendo aturdido la cabeza. ¿Un cuarto de siglo?

Se sentía demasiado cansado para hacer nada más que escribir a Leslie. Cuando hubo cerrado el sobre, se dio cuenta de que se le habían acabado los sellos; era un problema, ya que echaba la carta al correo todas las mañanas, cuando se dirigía a los servicios matutinos, antes de que se abriera la oficina postal.

Recordó que Max solía llevar un librito de sellos en la cartera. Cuando entró en la habitación de su hijo, éste estaba profundamente dormido, despatarrado en la cama y roncando suavemente. Una pierna le asomaba por debajo de la manta. El pijama le estaba demasiado corto, y Michael observó con regocijo que sus pies eran ya muy grandes.

Sus pantalones estaban colgados con descuidada eficiencia en el cajón superior de su cómoda. Michael sacó la cartera del bolsillo. Estaba llena de toda clase de extraños y resobados papeles. Mientras buscaba el librito de sellos, sus dedos tropezaron con algo distinto. Era un objeto pequeño, de forma oblonga y cubierto por una fina lámina de aluminio. Resistiéndose a creer lo que le indicaban las yemas de sus dedos, lo llevó a la puerta y leyó a la luz de la bombilla que brillaba en el pasillo las letras impresas en él:

¿A su edad?, se preguntó a sí mismo temerosamente. ¿Aquel adolescente, aquel muchachuelo que esa misma mañana le había llamado papá? ¿Y con quién? ¿Con alguna mujerzuela ajada y posiblemente enferma? ¿O, peor aún y Dios no lo quiera, con aquella bonita muchacha pelirroja? Levantó el objeto para que le diese la luz. La cubierta estaba gastada y resquebrajada. Recordó que, hacía mucho tiempo, él mismo había considerado como señal de madurez juvenil llevar, ya que no usar, semejante artilugio.

Volvió a entrar en la habitación, y, al guardar de nuevo la cartera en los pantalones de Max, hizo caer un montón de monedas del bolsillo lateral. Repiquetearon contra el suelo, rodando y desparramándose por la habitación. Contuvo el aliento, esperando que el muchacho se despertara, pero Max dormía como si estuviera drogado.

¿Drogado? Encima eso, se dijo sombríamente. Se agachó, apoyando en el suelo las manos y las rodillas, no para rezar como un cristiano, sino para barrer el suelo con los dedos. Debajo de la cama encontró dos níqueles, un cuarto de dólar, un centavo, tres calcetines y abundante polvo. Localizó la mayoría de las monedas y las volvió a meter en el bolsillo de los pantalones. Luego bajó la escalera, se lavó las manos y puso a calentar café.

Mientras, tomando su segunda taza, escuchaba el boletín de noticias de medianoche, oyó el nombre de uno de sus fieles. Gerald I. Mendelsohn figuraba en la lista de casos graves del hospital General de Woodborough.

Su pierna derecha había quedado aprisionada entre dos piezas de maquinaria pesada durante el turno de noche en la Fundición Los Mendelsohn eran un matrimonio nuevo en la ciudad, probablemente con pocos amigos todavía, pensó lleno de fatiga.

Afortunadamente, no llevaba aún el pijama. Se puso la corbata, la chaqueta, el abrigo, el sombrero y sus botas de hebillas y salió de la casa lo más silenciosamente posible. Las calles se encontraban en mal estado. Condujo lentamente el coche por entre las oscuras casas, a cuyos dormidos ocupantes envidió.

Mendelsohn estaba sin afeitar, y su pálido rostro parecía el de un cuadro sobre la crucifixión. Se hallaba tendido en una cama del hospital, en una habitación de la sala de urgencia, inconsciente por las drogas que le habían sido administradas, pero lanzando fuertes gemidos.

Su esposa estaba sufriendo. Era una mujer menuda y atractiva, de pelo castaño, ojos grandes, pecho liso y uñas largas y rojas.

Se concentró desesperadamente y logró recordar su nombre:

Jean. Creyó recordarla llevando sus hijos al templo para las clases de hebreo.

—¿Hay alguien en casa con los niños?

Ella movió afirmativamente la cabeza.

—Tengo muy buenos vecinos. Irlandeses.

Su acento parecía de Nueva York. ¿Brooklyn?

Era de Flatbush. Se sentó con ella y habló de los barrios que recordaba. El hombre tendido en la cama gemía a intervalos regulares.

A las dos y cuarto se lo llevaron. Mientras se le amputaba la pierna, Michael y la mujer aguardaron en el pasillo. Después, la mujer pareció aliviada. Cuando finalmente se despidió de ella, sus hinchados ojos estaban soñolientos y tranquilos, como los ojos de una mujer apasionada después del amor.

Mientras volvía a casa dejó de nevar. Las estrellas, sazonadas y brillantes, colgaban bajas en el oscuro cielo.

Por la mañana, mirando su imagen reflejada en el espejo mientras se afeitaba, descubrió que ya no era joven. Le clareaba el cabello, su nariz se estaba tornando aguileña y encorvada, como la del judío de los chistes antisemitas, su carne estaba floja y sus mejillas cedían bajo la capa de jabón. Era como una hoja que se sintiera a sí misma volverse quebradiza y frágil, pensó. Algún día, caería del árbol, y el mundo proseguiría su marcha, sin reparar apenas en su desaparición de la escena. Se dio cuenta de que había olvidado casi por completo el sabor de la primavera de su vida, pero ahora era ya otoño sin lugar a dudas.

Cuando sonó el teléfono, se separó del espejo con una sensación de alivio. Era el doctor Bernstein. Era la primera vez que el psiquiatra le llamaba en las cuatro semanas que Leslie llevaba recibiendo tratamiento de electroshock, y sintió una inquietud que Dan desvaneció inmediatamente.

—Su mujer puede ir a casa a hacer una visita, si quiere —le informó con tono indiferente.

—¿Cuándo?

—Cuando usted diga.

Canceló dos citas y se dirigió inmediatamente al hospital. Ella se hallaba sentada en su pequeña habitación cuando entró Michael. Llevaba los rubios cabellos estirados hacia atrás y recogidos sobre la nuca con una gruesa y fea banda elástica, en el estilo de cola de caballo que él no le había visto llevar desde hacía muchos años. En vez de darle un aspecto juvenil, la hacía parecer una matrona. Llevaba un limpio vestido azul de algodón, y el carmín de sus labios había sido aplicado recientemente. Había ganado mucho peso, pero le favorecía.

—Hola —dijo él.

Al principio, temió que todo iba a ser como en los primeros días de su enfermedad. Ella le miró y no emitió ningún sonido. Pero luego sonrió y empezó a llorar.

—Hola —dijo.

Se sintió a gusto entre sus brazos. Él aspiró con ansia el olor a Leslie que durante tanto tiempo había estado echando de menos, una combinación de jabón Camay, crema para las manos Paquin y cálida carne, y la apretó contra sí.

«Gracias, Señor. Amén».

Se besaron con torpeza, sintiéndose de pronto muy tímidos; luego, cogidos de las manos, se sentaron en el borde de la cama. La habitación olía a un fuerte desinfectante.

—¿Y los niños? —preguntó ella.

—Muy bien. Quieren verte. En cuanto tú digas.

—He cambiado de opinión. No quiero verlos. Aquí, de esta manera, no. Quiero ir a casa lo antes posible.

—Acabo de hablar con el doctor Bernstein. Puedes ir a casa, de visita, Si quieres.

—Oh, sí.

—¿Cuándo?

—¿Ahora?

Michael habló por teléfono con Dan, y todo quedó arreglado.

Cinco minutos después, él la ayudó a subir al coche y se alejaron del hospital como dos mozalbetes que se dirigen a una cita. Leslie llevaba su viejo abrigo azul y un pañuelo blanco. Nunca había estado más bella, pensó él; su rostro estaba animado y lleno de excitación.

Eran poco más de las once.

—Hoy es el día libre de Anna —dijo él.

Leslie le miró con el rabillo del ojo.

—¿Anna?

Le había hablado de Anna en sus cartas más de media docena de veces.

—La asistenta. ¿Paramos en algún sitio para comer?

—Oh, no. Vamos a casa. Ya encontraré algo que pueda preparar.

Cuando llegaron, él dejó el coche en el camino, y entraron por la puerta principal. Leslie erró por la cocina, el comedor y la salita de estar, enderezando cuadros y descorriendo cortinas.

—Quítate el abrigo —dijo él.

—Los niños se llevarán una sorpresa. —Leslie miró el reloj de la chimenea—. Estarán aquí dentro de tres horas. —Se quitó el abrigo y lo colgó en el armario del vestíbulo—. ¿Sabes lo que quiero? Un buen baño caliente. Quiero estar dentro del agua un buen rato. No me importa que no vuelva a ducharme mientras viva.

—Como quieras.

Michael subió y le preparó el agua del baño, echando en ella parte de las sales, que no habían sido usadas desde su marcha. Mientras ella se bañaba, él se quitó los zapatos y se tendió en la cama, escuchando los ocasionales chapoteos y las tonadas que ella cantaba y tarareaba mientras se lavaba. Era un bello sonido.

Ella salió, enfundada en su albornoz, y cruzó la fría habitación en dirección al armario, donde empezó a mover una tras otra las perchas buscando un vestido que ponerse.

—¿Qué me pongo para esta tarde? —dijo—. Ven y ayúdame a elegir.

El se acerco.

—El jersey verde de punto —propuso.

Ella golpeó el suelo con el pie.

—Me estará pequeño. ¡Oh, cuánto he engordado en ese lugar!

—Déjame ver.

Abrió el albornoz. Ella permaneció inmóvil, dejando que la mirase.

Leslie le rodeó con sus brazos y apretó la cabeza contra su pecho.

—Oh, Michael, me estoy helando.

—Ven, yo te calentaré.

Leslie esperó mientras él se despojaba apresuradamente de sus ropas; luego, tiritaron juntos sobre la fría sábana, rodeándose mutuamente con los brazos. Por encima de su hombro, él vio sus imágenes reflejadas en el amplio espejo que estaba apoyado contra la pared. Contempló sus blancos cuerpos en el amarillento cristal, y se sintió rejuvenecer. La hoja ya no era frágil y quebradiza. Estaba llena de verano, en lugar de otoño. Al poco rato, dejaron de temblar y entraron en calor. Él le pasó suavemente la mano por la espalda y acarició toda la riqueza de su fragante y blando cuerpo. Y ella lloraba silenciosamente de una forma que le partía el corazón, triste y desesperanzadamente.

—Michael, no quiero volver allí —dijo—. No puedo volver.

—Erá sólo por poco tiempo —respondió él—. Muy poco tiempo. Te lo prometo.

Leslie apoyó su boca contra la de él, cálida y amorosa.

Después, ella le secó los ojos con la sábana; luego, hizo lo mismo con los suyos.

—Vaya par de tontos —dijo.

—Bienvenida a casa.

—Gracias.

Apoyó la cabeza en una mano y se le quedó mirando unos momentos; luego, sonrió, con la misma sonrisa que él veía todos los días en el rostro de su hija, pero ésta más madura, más sazonada. Michael saltó de la cama y se dirigió a la cómoda para coger un peine y un cepillo, volviendo a meterse bajo las sábanas mientras ella se reía al verle. Luego, le quitó la fea banda elástica y dejó que el cabello le cayera libremente sobre el cuello, mientras ella se incorporaba en la cama con la colcha subida hasta la barbilla. Michael le cepilló el pelo y lo separó cuidadosamente, como solía hacer con Rachel; luego, tiró contra la pared más lejana la banda elástica. Leslie volvió a ser de nuevo la esposa que él tan bien conocía.

Max y Rachel hablaron muy poco aquella noche, pero permanecieron junto a su madre como dos sombras gemelas.

Después de cenar se sentaron a escuchar discos, Leslie en una silla, con Max a sus pies y Rachel en su regazo, mientras Michael estaba tendido en el sofá, fumando.

Resultaba difícil decir a los niños que debía regresar al hospital, pero ella lo hizo con aire de naturalidad y con la clase de eficiencia que Michael había admirado siempre en ella. Rachel se fue a la cama a las nueve. Max, ante la insistencia de Leslie, la besó Y subió a hacer sus trabajos.

Leslie guardó silencio durante la mayor parte del viaje de vuelta.

—Ha sido un día magnífico —dijo a su marido. Le cogió la mano y la sostuvo largo rato—. ¿Vendrás mañana?

—Vendré.

Regresó lentamente a casa. Max estaba tocando la armónica, y Michael se quedó un rato fumando y escuchando. Finalmente, subió, hizo que Max se acostase, se duchó y se puso el pijama. Luego, se tumbo en la oscuridad. El viento soplaba a ráfagas que sacudían la casa hasta hacer crujir las ventanas. La cama parecía tan grande y desierta como todo el mundo exterior. Permaneció despierto largo rato, rezando.

A poco de dormirse, Rachel gritó asustada y, luego, sollozó. Volvió a gritar. Esta vez él la oyó y echó a correr descalzo por los fríos suelos hasta la habitación de la niña. La cogió en brazos y la colocó al otro lado de la cama, junto a la pared, para hacerse sitio.

Rachel continuó sollozando en sueños, con el rostro humedecido de lágrimas.

—Shah —dijo él, meciéndole suavemente los hombros en la oscuridad—. Shah, shah, shah.

Rachel abrió los ojos, blancas ranuras en su rostro en forma de corazón. De pronto, sonrió y se apretó contra él, que sintió en el cuello el húmedo contacto de su cara.

Feigileh, pensó, pajarillo. Recordaba los problemas que había tenido él a su edad, cuando su propio padre tenía cuarenta y cinco años. Santo Dios, recordaba a su Zaydeh, su abuelo, cuando él no tenía muchos más años que ahora Rachel.

Se quedó inmóvil en la oscuridad, tratando de recordarlo todo.

4

Brooklyn, Nueva York

Septiembre de 1925

La barba de su abuelo debía de haber sido negra cuando Michael era niño. Pero sólo la recordaba tal como era siendo él ya adolescente: un amplio y frondoso matorral que Isaac Rivkind lavaba cuidadosamente cada tres noches y peinaba con cariño y vanidad, de modo que pendía bajo su correoso y atezado rostro hasta el tercer botón de su camisa. Su barba era lo único suave que había en él. Tenía la nariz ganchuda y los ojos de águila enfurecida. La parte superior de su cabeza era calva y tan brillante como un hueso pulimentado, rodeada por un círculo de pelo rizado que nunca alcanzó la blancura de la barba, sino que conservó un color gris oscuro hasta el día de su muerte.

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