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Authors: Arthur Conan Doyle

El regreso de Sherlock Holmes (29 page)

—Si Pietro era su cómplice, ¿para qué llevaba la fotografía? —pregunté yo.

—Para seguirle la pista si tenía necesidad de preguntar por él a terceras personas. Es la explicación más obvia. Pues bien, después del asesinato, me figuré que lo más probable sería que Beppo apresurara sus acciones, en lugar de proceder despacio. Tendría miedo de que la policía averiguase su secreto, así que se daría prisa antes de que le tomaran la delantera. Por supuesto, yo no podía saber si había encontrado o no la perla en el busto de Harker. Ni siquiera estaba seguro de que se tratara de la perla; pero era evidente que andaba buscando algo, puesto que se llevó el busto a varias casas de distancia, para romperlo en un jardín que tuviera una farola al lado. Puesto que el busto de Harker era uno de los tres que quedaban, las posibilidades eran exactamente las que yo les dije: dos contra uno a que la perla no se encontraba allí. Quedaban dos bustos, y lo natural era que fuera primero a por el de Londres. Avisé a los habitantes de la casa, con el fin de evitar una segunda tragedia, y allá fuimos nosotros, con magníficos resultados. Pero entonces, desde luego, yo ya estaba seguro de que andábamos detrás de la perla de los Borgia. El apellido del hombre asesinado conectaba un caso con el otro. Sólo quedaba ya un busto, el de Reading, y en él tenía que estar la perla. Se lo compré a su propietario en presencia de ustedes, y ahí lo tienen.

Permanecimos unos momentos sentados en silencio. Al fin, Lestrade dijo:

—Bueno, Holmes, le he visto manejar un buen número de casos, pero no creo haber visto jamás uno tan bien llevado como éste. No tenemos celos de usted en Scotland Yard; no, señor, nos sentimos orgullosos de usted, y si se pasa por allí mañana, no habrá un solo hombre, desde el inspector más viejo al guardia más joven, que no se alegre de estrecharle la mano.

—Gracias —dijo Holmes—. Gracias.

Y mientras se volvía de espaldas, me pareció que jamás le había visto tan cerca de dejarse llevar por las más tiernas emociones. Pero un instante después, volvía a ser el pensador frío y práctico de siempre.

—Ponga la perla en la caja fuerte, Watson —dijo—, y saque los papeles del caso de falsificación de Conk-Singleton. Adiós, Lestrade. Si tiene algún problemilla, le haré encantado, si me es posible, una o dos sugerencias que le ayuden a solucionarlo.

9. La aventura de los tres estudiantes

En el año 95, una sucesión de acontecimientos sobre los que no es preciso entrar en detalles nos llevó a Sherlock Holmes y a mí a pasar unas semanas en una de nuestras grandes ciudades universitarias, y durante este tiempo nos aconteció la pequeña pero instructiva aventura que me dispongo a relatar. Como fácilmente se comprende, todo detalle que pudiera ayudar al lector a identificar con exactitud la universidad o al criminal, resultaría improcedente y ofensivo. Lo mejor que se puede hacer con un escándalo tan penoso es que caiga en el olvido. Sin embargo, con la debida discreción, se puede referir el incidente en sí, ya que permite poner de manifiesto algunas de las cualidades que dieron fama a mi amigo. Así pues, procuraré evitar en mi narración la mención de detalles que pudieran servir para localizar los hechos en un lugar concreto o dar indicios sobre la identidad de las personas implicadas.

Residíamos por entonces en unas habitaciones amuebladas, cerca de una biblioteca en la que Sherlock Holmes estaba realizando laboriosas investigaciones sobre documentos legales de la antigua Inglaterra...., investigaciones que condujeron a resultados tan sorprendentes que bien pudieran servir de tema de una de mis futuras narraciones. Allí recibimos una tarde la visita de un conocido, el señor Hilton Soames, profesor y tutor del colegio universitario de San Lucas. El señor Soames era un hombre alto y enjuto, de temperamento nervioso y excitable. Yo siempre había sabido que se trataba de una persona inquieta, pero en esta ocasión se encontraba en tal estado de agitación incontrolable que resultaba evidente que había ocurrido algo muy anormal.

—Confío, señor Holmes, en que pueda usted dedicarme unas horas de su valioso tiempo. Nos ha ocurrido un incidente muy lamentable en San Lucas y, la verdad, de no ser por la feliz coincidencia de que se encuentre usted en la ciudad, no habría sabido qué hacer.

—Ahora mismo estoy muy ocupado y no quiero distracciones —respondió mi amigo—. Preferiría, con mucho, que solicitara usted la ayuda de la policía.

—No, no, amigo mío; bajo ningún concepto podemos hacer eso. Una vez que se recurre a la ley, ya no es posible detener su marcha, y se trata de uno de esos casos en los que, por el prestigio del colegio, resulta esencial evitar el escándalo. Usted es tan conocido por su discreción como por sus facultades, y es el único hombre del mundo que puede ayudarme. Le ruego, señor Holmes, que haga lo que pueda.

El carácter de mi amigo no había mejorado al verse privado de sus acogedores aposentos de Baker Street. Sin sus cuadernos de notas, sus productos químicos y su confortable desorden se sentía incómodo. Se encogió de hombros con un gesto de forzada aceptación, mientras nuestro visitante exponía su historia con frases precipitadas y toda clase de nerviosas gesticulaciones.

—Tengo que explicarle, señor Holmes, que mañana es el primer día de exámenes para la beca Fortescue. Yo soy uno de los examinadores. Mi asignatura es el griego, y la primera prueba consiste en traducir un largo fragmento de texto en griego, que el candidato no ha visto antes. Este texto está impreso en el papel de examen y, como es natural, el candidato que pudiera prepararlo por anticipado contaría con una inmensa ventaja. Por esta razón, ponemos mucho cuidado en mantener en secreto el ejercicio. Hoy, a eso de las tres, llegaron de la imprenta las pruebas de este examen. El ejercicio consiste en traducir medio capítulo de Tucídides
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. Tuve que leerlo con atención, ya que el texto debe ser absolutamente correcto. A las cuatro y media todavía no había terminado. Sin embargo, había prometido tomar el té en la habitación de un amigo, así que dejé las pruebas en mi despacho. Estuve ausente más de una hora. Como sabrá usted, señor Holmes, las habitaciones de nuestro colegio tienen puertas dobles: una forrada de bayeta verde por dentro y otra de roble macizo por fuera. Al acercarme a la puerta exterior de mi despacho vi con asombro una llave en la cerradura. Por un instante pensé que había dejado olvidada allí mi propia llave, pero al palpar en mi bolsillo comprobé que estaba en su sitio. Que yo sepa, la única copia que existía era la de mi criado, Bannister, un hombre que lleva diez años encargándose de mi cuarto y cuya honradez está por encima de toda sospecha. En efecto, comprobé que se trataba de su llave, que había entrado en mi habitación para preguntarme si quería té, y que al salir se había dejado olvidada la llave en la cerradura. Debió de llegar a mi cuarto muy poco después de salir yo de él. Su descuido con la llave no habría tenido la menor importancia en otra ocasión cualquiera, pero en este día concreto ha tenido unas consecuencias de lo más deplorables.

En cuanto miré al escritorio, me di cuenta de que alguien había estado revolviendo mis papeles. Las pruebas venían en tres largas tiras de papel. Yo las había dejado juntas, y ahora una estaba tirada en el suelo, otra en una mesita cerca de la ventana y la tercera seguía donde yo la había dejado.

Holmes dio muestras de interés por primera vez.

—La primera página del texto, en el suelo; la segunda, en la ventana; y la tercera, donde usted la dejó —dijo.

—Exacto, señor Holmes. Me asombra usted. ¿Cómo es posible que sepa eso?

—Por favor, continúe con su interesantísima exposición.

—Por un momento pensé que Bannister se había tomado la imperdonable libertad de examinar mis papeles. Sin embargo, él lo negó de la manera más terminante, y estoy convencido de que decía la verdad. La otra posibilidad es que alguien, al pasar, advirtiera la llave en la puerta y, sabiendo que yo no estaba, hubiera entrado para mirar los papeles. Está en juego una considerable suma de dinero, ya que la beca es muy elevada, y una persona sin escrúpulos podría muy bien correr un riesgo para obtener una ventaja sobre sus compañeros.

A Bannister le afectó mucho el incidente. Estuvo a punto de desmayarse cuando comprobamos, sin ningún género de dudas, que alguien había estado enredando con los papeles. Le di un poco de brandy y lo dejé desplomado en un sillón mientras yo inspeccionaba con más detenimiento la habitación. No tardé en descubrir que el intruso había dejado otras huellas de su presencia, además de los papeles revueltos. En la mesa de la ventana había varias virutas de un lápiz al que habían sacado punta. También encontré un trozo de mina rota. Evidentemente, el muy granuja había copiado el texto a toda prisa se le había roto la mina del lápiz y se había visto obligado a sacarle punta de nuevo.

—¡Excelente! —exclamó Holmes, que empezaba a recuperar su buen humor a medida que el caso iba captando su atención—. Ha tenido usted mucha suerte.

—Eso no es todo. Tengo un escritorio nuevo, con una superficie perfecta, de cuero rojo. Estoy dispuesto a jurar, y Bannister también, que estaba impecable y sin ninguna mancha. Y ahora me encuentro que tiene un corte limpio de unas tres pulgadas de largo
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, no un simple arañazo, sino un corte con todas las de la de ley. Y no sólo eso: también encontré en la mesa una bolita de masilla o arcilla negra, con motitas que parecen de serrín. Estoy convencido de que todos esos rastros los dejó el hombre que estuvo husmeando en los papeles. No encontramos huellas de pisadas ni ningún otro indicio sobre su identidad. Yo ya no sabía qué hacer, cuando de pronto me acordé de que usted estaba en la ciudad, y he venido de inmediato a poner el asunto en sus manos. ¡Ayúdeme, señor Holmes! Dese usted cuenta de mi problema: o descubro quién ha sido o tendremos que aplazar el examen hasta que preparemos nuevos ejercicios, y como esto no se puede hacer sin dar explicaciones, nos veremos envueltos en un desagradable escándalo, que arrojará una mancha no sólo sobre el colegio, sino sobre la universidad entera. Por encima de todo, es preciso solucionar este asunto callada y discretamente.

—Tendré mucho gusto en echarle un vistazo y ofrecerle los consejos que pueda —dijo Holmes, levántándose y poniéndose el abrigo—. Este caso no carece por completo de interés. ¿Fue alguien a visitarle a su habitación después de que recibiera usted los exámenes?

—Sí, el joven Daulat Ras, un estudiante indio que vive en la misma escalera, vino a preguntarme algunos detalles acerca del examen.

—¿Se presenta él al examen?

—Sí.

—¿Y los papeles estaban encima de su mesa?

—Estoy casi seguro de que estaban enrollados.

—¿Pero se notaba que eran pruebas de imprenta?

—Es posible.

—¿No había nadie más en su habitación?

—No.

—¿Sabía alguien que las pruebas estaban allí?

—Nadie más que el impresor.

—¿Lo sabía ese tal Bannister?

—No, seguro que no. No lo sabía nadie.

—¿Dónde está Bannister ahora?

—El pobre hombre está muy enfermo. Lo dejé tirado en un sillón, porque tenía mucha urgencia por venir a verle a usted.

—¿Ha dejado la puerta abierta?

—Antes guardé las pruebas bajo llave.

—Entonces, señor Soames, la cosa se reduce a esto: a menos que el estudiante indio se diera cuenta de que aquel rollo eran las pruebas del examen, el hombre que estuvo husmeando las encontró por casualidad, sin saber que estaban allí.

—Eso me parece a mí.

Holmes exhibió una sonrisa enigmática.

—Bien —dijo—. Vayamos a ver. Este caso no es para usted, Watson; es mental, no físico. De acuerdo, si se empeña puede venir. Señor Soames, estamos a su disposición.

—El cuarto de estar de nuestro cliente tenía una ventana larga y baja con celosía, que daba al patio del antiguo colegio, con sus viejas paredes cubiertas de líquenes. Una puerta gótica daba acceso a una gastada escalera de piedra. La habitación del profesor se encontraba en la planta baja. Encima residían tres estudiantes, uno en cada piso. Estaba casi anocheciendo cuando llegamos a la escena del misterio. Holmes se detuvo y observó con interés la ventana. Se acercó a ella y, poniéndose de puntillas y estirando el cuello, miró al interior de la habitación.

—Tiene que haber entrado por la puerta. Por aquí no hay más abertura que la de un panel de cristal —dijo nuestro erudito guía.

—Vaya por Dios —dijo Holmes, mirando a nuestro acompañante con una curiosa sonrisa—. Bien, pues si aquí no podemos averiguar nada, más vale que entremos.

El profesor abrió la puerta exterior y nos invitó a pasar a su habitación. Nos quedamos en el umbral mientras Holmes examinaba la alfombra.

—Me temo que aquí no hay huellas —dijo—. Ya sería difícil que las hubiera con un día tan seco. Parece que su sirviente se ha recuperado. Ha dicho usted que lo dejó en un sillón. ¿En cuál?

—En éste que está junto a la ventana.

—Ya veo. Cerca de esta mesita. Ya pueden entrar, he terminado con la alfombra. Veamos primero la mesa pequeña. Desde luego, está muy claro lo que ha ocurrido. El tipo entró y cogió los papeles, hoja por hoja, de la mesa del centro. Los trajo a esta mesa, junto a la ventana, porque desde aquí podía ver si se acercaba usted por el patio, y tendría tiempo de escapar.

—Pues, en realidad, no podía verme —dijo Soames—, porque entré por la puerta lateral.

—¡Ah! ¡Eso está muy bien! De todos modos, eso es lo que él pensaba. Déjeme ver las tres tiras de papel. No hay huellas de dedos, no señor. Vamos a ver, cogió primero ésta y la copió. ¿Cuánto tiempo pudo tardar en hacerlo, utilizando todas las abreviaturas posibles? Como mínimo, un cuarto de hora. Una vez copiada, la tiró al suelo y cogió la segunda tira. Debía de ir por la mitad cuando usted regresó y él tuvo que retirarse a toda prisa..., con muchísima prisa, puesto que no tuvo tiempo de colocar los papeles en su sitio, para que usted no advirtiera que aquí había estado alguien. ¿No oyó usted pasos precipitados por la escalera al entrar?

—Pues la verdad es que no.

—Bien. Escribió con tal frenesí que se le rompió la mina del lápiz y, como usted ya había observado, tuvo que sacarle punta. Esto es interesante, Watson. El lápiz era de marca, de tamaño más o menos normal, con mina blanda; azul por fuera, con el nombre del fabricante en letras de plata, y la parte que queda no tendrá más que una pulgada y media de longitud. Busque ese lápiz, señor Soames, y tendrá a su hombre. Como pista adicional, le diré que posee una navaja grande y muy poco afilada.

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