Read El regreso de Sherlock Holmes Online
Authors: Arthur Conan Doyle
Habituado como estaba a los métodos de mi amigo, no me resultó difícil seguir sus deducciones y observar el atuendo descuidado, el legajo de documentos legales, el amuleto del reloj y la respiración jadeante en que se había basado. Sin embargo, nuestro cliente se quedó boquiabierto.
—Sí, señor Holmes, soy todas esas cosas, pero además soy el hombre más desgraciado que existe ahora mismo en Londres. ¡Por amor de Dios, no me abandone, señor Holmes! Si vienen a detenerme antes de que haya terminado de contar mi historia, haga que me dejen tiempo de explicarle toda la verdad. Iría contento a la cárcel sabiendo que usted trabaja para mí desde fuera.
—¡Detenerlo! —exclamó Holmes—. ¡Caramba, qué estupen..., qué interesante! ¿Y bajo qué acusación espera que lo detengan?
—Acusado de asesinar al señor Jonas Oldacre, de Lower Norwood.
El expresivo rostro de mi compañero dio muestras de simpatía, que, mucho me temo, no estaba exenta de satisfacción.
—¡Vaya por Dios! —dijo—. ¡Y yo que hace un momento, durante el desayuno, le decía a mi amigo el doctor Watson que ya no aparecen casos sensacionales en los periódicos!
Nuestro visitante extendió una mano temblorosa y recogió el Daily Telegraph que aún reposaba sobre las rodillas de Holmes.
—Si lo hubiese leído, señor, habría sabido a primera vista qué es lo que me ha traído a su casa esta mañana. Tengo la sensación de que mi nombre y mi desgracia son la comidilla del día —desdobló el periódico para enseñarnos las páginas centrales.
—Aquí está y, con su permiso, se lo voy a leer. Escuche esto, señor Holmes. Los titulares dicen: «Misterio en Lower Norwood. Desaparece un conocido constructor. Sospechas de asesinato e incendio provocado. Se sigue la pista del criminal.» Esta es la pista que están siguiendo, señor Holmes, y sé que conduce de manera infalible hacia mí. Me han seguido desde la estación del Puente de Londres y estoy convencido de que sólo esperan que llegue el mandamiento judicial para detenerme. ¡Esto le romperá el corazón a mi madre, le romperá el corazón! —se retorció las manos, presa de angustiosos temores, y comenzó a oscilar en su asiento, hacia delante y hacia atrás.
Examiné con interés a aquel hombre, acusado de haber cometido un crimen violento. Era rubio y poseía un cierto atractivo, aunque fuera más bien del tipo enfermizo. Tenía los ojos azules y asustados, el rostro bien afeitado y la boca de una persona débil y sensible. Podría tener unos veintidós años; su vestimenta y su porte eran los de un caballero. Del bolsillo de su abrigo de entretiempo sobresalía un manojo de documentos sellados que delataban su profesión.
—Aprovecharemos el tiempo lo mejor que podamos —dijo Holmes—. Watson, ¿sería usted tan amable de coger el periódico y leerme el párrafo en cuestión?
Bajo los sonoros titulares que nuestro cliente había citado, leí el siguiente y sugestivo relato:
A última hora de la noche pasada, o a primera hora de esta mañana, se ha producido en Lower Norwood un incidente que induce a sospechar un grave crimen, cometido en la persona del señor Jonas Oldacre, conocido residente de este distrito, donde llevaba muchos años al frente de su negocio de construcción. El señor Oldacre era soltero, de 52 años, y residía en Deep Dene House, en el extremo más próximo a Sydenham de la calle del mismo nombre. Tenía fama de hombre excéntrico, reservado y retraído. Llevaba algunos años prácticamente retirado de sus negocios, con los cuales se dice que había amasado una considerable fortuna. No obstante, todavía existe un pequeño almacén de madera en la parte de atrás de su casa, y esta noche, a eso de las doce, se recibió el aviso de que una de las pilas de madera estaba ardiendo. Los bomberos acudieron de inmediato, pero la madera seca ardía de manera incontenible y resultó imposible apagar la conflagración hasta que toda la pila quedó consumida por completo. Hasta aquí, el suceso tenía toda la apariencia de un vulgar accidente, pero nuevos datos parecen apuntar hacia un grave crimen. En un principio, causó extrañeza la ausencia del propietario del establecimiento en el lugar del incendio, y se inició una investigación que demostró que había desaparecido de su casa. Al examinar su habitación, se descubrió que no había dormido en ella. La caja fuerte estaba abierta, había un montón de papeles importantes esparcidos por toda la habitación y, por último, se encontraron señales de una lucha violenta, pequeñas manchas de sangre en la habitación y un bastón de roble que también presentaba manchas de sangre en el puño. Se ha sabido que aquella noche, a horas bastante avanzadas, el señor Jonas Oldacre recibió una visita en su dormitorio, y se ha identificado el bastón encontrado como perteneciente a un visitante, que es un joven procurador de Londres llamado John Hector McFarlane, socio más joven del bufete Graham & McFarlane, con sede en el 426 de Gresham Buildings, E.C. La policía cree disponer de pruebas que indican un móvil muy convincente para el crimen, y no cabe duda de que muy pronto se darán a conocer noticias sensacionales.
Última hora.
- A la hora de entrar en máquinas ha corrido el rumor de que John Hector McFarlane ha sido detenido ya, acusado del asesinato de Mr. Jonas Oldacre. Al menos, se sabe a ciencia cierta que se ha expedido una orden de detención. La investigación en Norwood ha revelado nuevos y siniestros detalles. Además de encontrarse señales de lucha en la habitación del desdichado constructor, se ha sabido ahora que se encontraron abiertas las ventanas del dormitorio (situado en la planta baja), y huellas que parecían indicar que alguien había arrastrado un objeto voluminoso hasta la pila de madera. Por último, se dice que entre las cenizas del incendio se han encontrado restos carbonizados. La policía maneja la hipótesis de que se ha cometido un crimen, y supone que la víctima fue muerta a golpes en su propia habitación, tras lo cual el asesino registró sus papeles y luego arrastró el cadáver hasta la pila de madera, incendiándola para borrar todas las huellas de su crimen. El trabajo de investigación policial se ha encomendado en las expertas manos del inspector Lestrade, de Scotland Yard, que sigue las pistas con su energía y sagacidad habituales.
Sherlock Holmes escuchó este extraordinario relato con los ojos cerrados y las puntas de los dedos juntos.
—Desde luego, el caso presenta algunos aspectos interesantes —dijo con su acostumbrada languidez—. ¿Puedo preguntarle en primer lugar, señor McFarlane, cómo es que todavía sigue en libertad, cuando parecen existir pruebas suficientes para justificar su detención?
—Vivo en Torrington Lodge, Blackheath, con mis padres; pero anoche, como tenía que entrevistarme bastante tarde con el señor Jonas Oldacre, me quedé en un hotel de Norwood y fui a mi despacho desde allí. No supe nada de este asunto hasta que subí al tren y leí lo que usted acaba de oír. Me di cuenta al instante del terrible peligro que corría y me apresuré a poner el caso en sus manos. No me cabe duda de que me habrían detenido en mi despacho de la City o en mi casa. Un hombre me ha venido siguiendo desde la estación del Puente de Londres y estoy seguro... ¡Cielo santo! ¿Qué es eso?
Era un campanillazo en la puerta, seguido al instante por fuertes pisadas en la escalera. Al cabo de un momento, nuestro amigo Lestrade apareció en el umbral. Por encima de su hombro pude advertir la presencia de uno o dos policías de uniforme.
—¿El señor John Hector McFarlane? —dijo Lestrade.
Nuestro desdichado cliente se puso en pie con el rostro descompuesto.
—Queda detenido por el homicidio intencionado del señor Jonas Oldacre, de Lower Norwood.
McFarlane se volvió hacia nosotros con gesto de desesperación y se hundió de nuevo en su asiento, como aplastado por un peso.
—Un momento, Lestrade —dijo Holmes—. Media hora más o menos no significa nada para usted, y el caballero se disponía a darnos una información sobre este caso tan interesante, que podría servirnos de ayuda para esclarecerlo.
—No creo que resulte nada difícil esclarecerlo —dijo Lestrade muy serio.
—A pesar de todo, y con su permiso, me interesaría mucho oír su explicación.
—Bueno, señor Holmes, me resulta muy difícil negarle nada, teniendo en cuenta la ayuda que ha prestado al Cuerpo en una o dos ocasiones. Scotland Yard está en deuda con usted —dijo Lestrade—. Pero al mismo tiempo debo permanecer junto al detenido, y me veo obligado a advertirle que todo lo que diga puede utilizarse como prueba en contra suya.
—No deseo otra cosa —dijo nuestro cliente—. Todo lo que les pido es que escuchen y reconocerán la pura verdad.
Lestrade consultó su reloj.
—Le doy media hora —dijo.
—Antes que nada, debo explicar —dijo McFarlane— que yo no conocía de nada al señor Jonas Oldacre. Su nombre sí que me era conocido, porque mis padres tuvieron tratos con él durante muchos años, aunque luego se distanciaron. Así pues, me sorprendió muchísimo que ayer se presentara, a eso de las tres de la tarde, en mi despacho de la City. Pero todavía quedé más asombrado cuando me explicó el objeto de su visita. Llevaba en la mano varias hojas de cuaderno, cubiertas de escritura garabateada —son éstas—, que extendió sobre la mesa.
—Este es mi testamento —dijo—, y quiero que usted, señor McFarlane, lo redacte en forma legal. Me sentaré aquí mientras lo hace.
Me puse a copiarlo, y pueden ustedes imaginarse mi asombro al descubrir que, con algunas salvedades, me dejaba a mí todas sus propiedades. Era un hombrecillo extraño, con aspecto de hurón y pestañas blancas, y cuando alcé la vista para mirarlo encontré sus ojos grandes y penetrantes clavados en mí con una expresión divertida. Al leer los términos del testamento, no di crédito a mis ojos. Pero él me explicó que era soltero, que apenas le quedaban parientes vivos, que había conocido a mis padres cuando era joven y que siempre había oído decir que yo era un joven de muchos méritos, por lo que estaba seguro de que su dinero quedaría en buenas manos. Por supuesto, no pude hacer otra cosa que balbucir algunos agradecimientos. El testamento quedó debidamente redactado y firmado, con mi escribiente respaldándolo como testigo. Es este papel azul, y estas hojas, como ya he explicado, son el borrador. A continuación el señor Oldacre me informó de la existencia de una serie de documentos —contratos de arrendamiento, títulos de propiedad, hipotecas, cédulas y esas cosas— que era preciso que yo examinase. Dijo que no se sentiría tranquilo hasta que todo el asunto hubiera quedado arreglado, y me rogó que acudiese aquella misma noche a su casa de Norwood, llevando el testamento, para dejarlo todo a punto. "Recuerde, muchacho, no diga ni una palabra de esto a sus padres hasta que todo quede arreglado. Entonces les daremos una pequeña sorpresa." Insistió mucho en este detalle y me hizo prometérselo solemnemente.
Como podrá imaginar, señor Holmes, yo no estaba de humor para negarle nada que me pidiera. Ante semejante benefactor, lo único que yo deseaba era cumplir su voluntad hasta el menor detalle. Así que envié un telegrama a casa, diciendo que tenía un trabajo importante y que me resultaba imposible saber a qué hora podría regresar. El señor Oldacre me dijo que le gustaría que yo fuera a cenar con él a las nueve, ya que antes de esa hora no se encontraría en su casa. Pero tuve algunas dificultades para encontrar la casa y eran casi las nueve y media cuando llegué. Lo encontré...
—¡Un momento! —interrumpió Holmes—. ¿Quién abrió la puerta?
—Una mujer madura, supongo que su ama de llaves.
—Y supongo que fue ella la que facilitó su nombre.
—Exacto —dijo McFarlane.
—Continúe, por favor.
McFarlane se enjugó el sudor de la frente y prosiguió con su relato:
—Esta mujer me hizo pasar a un cuarto de estar, donde ya estaba servida una cena ligera. Después de cenar, el señor Oldacre me condujo a su habitación, donde había una pesada caja de caudales. La abrió y sacó de ella un montón de documentos, que empezamos a revisar juntos. Serían entre las once y las doce cuando terminamos. Oldacre comentó que no debíamos molestar al ama de llaves y me hizo salir por la ventana, que había permanecido abierta todo el tiempo.
—¿Estaba bajada la persiana? —preguntó Holmes.
—No estoy seguro, pero creo que sólo estaba medio bajada. Sí, recuerdo que él la levantó para abrir la ventana de par en par. Yo no encontraba mi bastón, y él me dijo: «No se preocupe, muchacho, a partir de ahora espero que nos veamos con frecuencia, y guardaré su bastón hasta que venga a recogerlo.» Allí lo dejé, con la caja abierta y los papeles ordenados en paquetes sobre la mesa. Era tan tarde que no pude volver a Blackheath; así que pasé la noche en el «Anerley Arms» y no supe nada más hasta que leí la horrible crónica del suceso por la mañana.
—¿Hay algo más que quiera usted preguntar, señor Holmes? —dijo Lestrade, cuyas cejas se habían alzado una o dos veces durante la sorprendente narración.
—No, hasta que haya estado en Blackheath.
—Querrá usted decir en Norwood —dijo Lestrade.
—Ah, sí, seguramente eso es lo que quería decir —respondió Holmes, con su sonrisa enigmática.
Lestrade había aprendido, a lo largo de más experiencias que las que le gustaba reconocer, que aquel cerebro afilado como una navaja podía penetrar en lo que a él le resultaba impenetrable. Vi que miraba a mi compañero con expresión de curiosidad.
—Creo que me gustaría cambiar unas palabras con usted ahora mismo, señor Holmes —dijo—. Señor McFarlane, hay dos de mis agentes en la puerta y un coche aguardando.
El angustiado joven se puso en pie y, dirigiéndonos una última mirada suplicante, salió de la habitación. Los policías lo condujeron al coche, pero Lestrade se quedó con nosotros.
Holmes había recogido las hojas que formaban el borrador del testamento y las estaba examinando, con el más vivo interés reflejado en su rostro.
—Este documento tiene su miga, ¿no cree usted, Lestrade? —dijo, pasándole los papeles.
El inspector los miró con expresión de desconcierto.
—Las primeras líneas se leen bien, y también éstas del centro de la segunda página, y una o dos al final. Tan claro como si fuera letra de imprenta —dijo—. Pero entre medias está muy mal escrito, y hay tres partes donde no se entiende nada.
—¿Y qué saca de eso? —preguntó Holmes.
—Bueno, ¿qué saca usted?
—Que se escribió en un tren; la buena letra corresponde a las estaciones, la mala letra al tren en movimiento, y la malísima al paso por los cambios de agujas. Un experto científico dictaminaría en el acto que se escribió en una línea suburbana, ya que sólo en las proximidades de una gran ciudad puede haber una sucesión tan rápida de cambios de agujas. Si suponemos que la redacción del testamento ocupó todo el viaje, entonces se trataba de un tren expreso, que sólo se detuvo una vez entre Norwood y el Puente de Londres.