El relicario (5 page)

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Authors: Douglas Preston y Lincoln Child

—Gracias por venir, doctora Green —dijo la directora con una lánguida sonrisa. Señalando con un vago gesto en dirección a D'Agosta, añadió—: Estos caballeros han solicitado nuestra colaboración.

Quedaron en silencio por un momento. Finalmente D'Agosta lanzó un suspiro de irritación.

—No podemos esperar más. Vive en Mendham, muy lejos de aquí, y anoche, cuando lo telefoneé, no lo noté muy entusiasmado con la idea de venir. —Miró uno por uno a todos los presentes—. Han leído el
Post
de hoy, supongo.

—No —contestó la directora, contemplándolo con manifiesto desagrado.

—Permítanme, pues, que los ponga en antecedentes. —D'Agosta señaló el esqueleto que reposaba en la mesa de acero inoxidable—. Les presento a Pamela Wisher, hija de Anette y el difunto Horace Wisher. Sin duda han visto su foto por toda la ciudad. Desapareció a eso de las tres de la madrugada del 23 de mayo. Estaba en el Whine Cellar, uno de los varios locales nocturnos instalados en los sótanos de las calles adyacentes a Central Park South. Fue a llamar por teléfono, y nadie volvió a verla. Al menos, hasta ayer, cuando encontramos su esqueleto, excepto el cráneo, en el fondo del río Humboldt. Por lo visto, lo arrastraron hasta allí las aguas de un colector del West Side, probablemente durante alguno de los recientes aguaceros.

Margo miró de nuevo los restos que yacían en la mesa. Había visto innumerables esqueletos en su vida, pero nunca uno de alguien que conociese, ni siquiera de oídas. Costaba creer que aquella espeluznante colección de huesos hubiese sido en otro tiempo la mujer rubia y atractiva sobre la que había estado leyendo hacía apenas quince minutos.

—Y junto a los restos de Pamela Wisher encontramos
eso.
—D'Agosta indicó con el mentón el objeto oculto bajo el plástico azul—. Hasta el momento, gracias a Dios, la prensa sólo sabe que apareció un segundo esqueleto. —Lanzó una mirada a la figura que permanecía aparte en la oscuridad—. Cederé la palabra al doctor Simón Brambell, forense jefe.

Cuando la figura dio un paso al frente y quedó bajo el haz de luz, Margo vio a un hombre flaco de unos sesenta y cinco años. Una piel lisa y tirante se ceñía a la irregular superficie de su cráneo, y sus ojos negros, brillantes y redondos contemplaron a los circunstantes tras los cristales de unas antiguas gafas de concha. Su rostro enjuto y alargado carecía de expresión en igual medida que su cabeza desprovista de pelo.

Se llevó un dedo al labio superior.

—Si se acercan, verán mejor —sugirió con un suave acento dublinés.

Se oyó un rumor de pisadas remisas. El doctor Brambell cogió el borde del plástico azul, permaneció inmóvil por un instante para mirar de nuevo alrededor impasiblemente, y retiró el plástico de un único y diestro movimiento.

Debajo aparecieron los restos de otro cadáver decapitado, tan pardusco y descompuesto como el primero. Pero mientras lo observaba percibió algo extraño. De pronto advirtió de qué se trataba y se le cortó la respiración. El anómalo engrosamiento de los huesos y la desproporcionada curvatura de las principales estructuras articulares no se correspondían con los de un ser humano.

«¿Qué demonios es eso?», se preguntó.

De repente un brusco golpe sacudió la puerta.

—¡Santo Dios, por fin! —exclamó D'Agosta, y fue rápidamente a abrir.

En el vano apareció Whitney Cadwalader Frock, la gran autoridad en biología evolutiva, en ese momento reacio invitado del teniente D'Agosta. Su silla de ruedas chirrió cuando se aproximó a la mesa de muestras. Sin mirar a los presentes, examinó los esqueletos, prestando especial atención al segundo. Al cabo de unos instantes se echó hacia atrás, y un mechón de pelo blanco que le caía sobre la frente amplia y rosada se deslizó a un lado. Saludó a D'Agosta y la directora del museo con la cabeza. Luego vio a Margo, y asomó a su cara una expresión de sorpresa, que de inmediato dio paso a una sonrisa de satisfacción.

Margo le devolvió la sonrisa. Aunque Frock le había supervisado la tesina durante su primera etapa en el museo, no lo veía desde la fiesta que le habían organizado con motivo de su jubilación. Frock había abandonado el museo para concentrarse en escribir, pero de momento no se tenían aún señales de la prometida segunda parte de su influyente obra
La evolución fractal.

—Fíjense especialmente —prosiguió con tono cordial el forense, que tan sólo había dedicado una breve mirada a la llegada de Frock— en las protuberancias de los huesos largos, las espículas óseas y los osteofitos formados a lo largo de la espina dorsal y en las articulaciones. Observen asimismo la rotación externa de los trocánteres, de veinte grados, y la sección transversal de las costillas, que es trapezoidal en lugar de prismática. Por último, me permito dirigir su atención al engrosamiento de los fémures. En conjunto, un sujeto no muy agraciado. Ésos son, desde luego, los rasgos más llamativos. Sin duda ustedes mismos pueden ver el resto.

D'Agosta expulsó por la nariz el aire de los pulmones y dijo:

—Sin duda.

Frock se aclaró la garganta.

—Conste que no he tenido ocasión de realizar un examen completo, pero me pregunto si ha considerado la posibilidad de que sea una HID.

El forense volvió a mirar a Frock, esta vez con expresión más cauta.

—Una conjetura muy sagaz —respondió—. Sin embargo errónea. El doctor Frock se refiere a una hiperostosis idiopática difusa, un tipo de artritis degenerativa aguda. —Descartó la idea con un gesto—. Tampoco es una osteomalacia, aunque si no estuviésemos en el siglo XX, diría que se trataba del caso de escorbuto más espantoso jamás registrado. Hemos consultado las bases de datos y no hemos encontrado nada que explique semejantes malformaciones. —Brambell acarició la espina dorsal casi con cariño—. Hay otra curiosa anomalía común a los dos esqueletos, y hasta anoche no reparamos en ella. ¿Sería tan amable de acercar el estereomicroscopio, doctor Padelsky?

El hombre grueso de la bata blanca desapareció en la oscuridad y regresó al cabo de un momento empujando un enorme microscopio con portaobjetos abierto. Lo colocó sobre los huesos del cuello del esqueleto deforme, miró por el binocular, ajustó el enfoque y retrocedió.

Frock avanzó en su silla hacia el microscopio y aproximó el rostro al visor con cierta dificultad. Permaneció inmóvil por lo que pareció un espacio de varios minutos, inclinado sobre el esqueleto. Finalmente apartó la silla pero guardó silencio.

—¿Doctora Green? —ofreció el forense, volviéndose hacia ella.

Margo se acercó al microscopio y miró, consciente de que era el centro de atención. Al principio no distinguió la imagen. Pasados unos segundos advirtió que el zoom del estereomicroscopio enfocaba una cervical. En uno de los bordes se veían varias muescas regulares y poco profundas. Adherida al hueso había un poco de sustancia extraña de color marrón, junto con fragmentos de cartílago, hebras de tejido muscular y una untuosa partícula de adipocira.

Se irguió lentamente, asaltada por un antiguo miedo, reacia a admitir qué le traían a la memoria aquellas muescas en el hueso.

El forense enarcó las cejas.

—¿Su opinión, doctora Green?

Margo respiró hondo.

—Yo diría que parecen marcas de dientes.

Ella y Frock cruzaron una mirada.

Margo sabía ya
—ambos
lo sabían— por qué habían solicitado la presencia de Frock en aquella reunión.

Brambell aguardó mientras los demás miraban por turno a través del microscopio. A continuación, sin pronunciar palabra, situó el zoom sobre el esqueleto de Pamela Wisher y enfocó la pelvis. Nuevamente Frock fue el primero en colocarse ante el microscopio, y Margo lo siguió. Esta vez resultaba innegable: algunas de las marcas habían perforado el hueso y penetrado hasta los conductos medulares.

Frock parpadeó bajo la luz blanca y fría.

—El teniente D'Agosta me explicó que los esqueletos procedían del colector lateral del West Side.

—En efecto —confirmó D'Agosta.

—Y los arrastraron hasta el exterior las recientes lluvias.

—Ésa es la hipótesis.

—Quizá algún perro salvaje alteró la paz de nuestra pareja mientras sus cadáveres estaban en el alcantarillado.

—Es una posibilidad —dijo Brambell—. He calculado que la presión necesaria para provocar las marcas más profundas es de alrededor de ochenta y cinco kilogramos por centímetro cuadrado. Un tanto excesiva para un perro, ¿no le parece?

—No para un, pongamos por caso, ridgeback rodesiano —replicó Frock.

Brambell inclinó la cabeza.

—Ni para el perro de los Baskerville, profesor.

Frock frunció el entrecejo al oír el sarcasmo.

—Dudo que esas marcas hayan sido realizadas con tanta fuerza como usted cree.

—Un caimán —aventuró D'Agosta.

Todos se volvieron hacia él.

—Un caimán —repitió casi a la defensiva—. Ya saben: los echan por el váter cuando aún son crías y luego crecen en las cloacas. —Miró alrededor—. Lo leí en algún sitio.

Brambell dejó escapar una risotada tan seca como el polvo.

—Los caimanes, como cualquier otro reptil, tienen dientes cónicos. Esas marcas son de dientes pequeños y triangulares de mamífero, probablemente de un cánido.

—¿Un cánido pero no un perro? —dijo Frock—. No olvidemos el principio de la navaja de Occam. La explicación más simple suele ser la correcta.

Brambell inclinó la cabeza para mirar a Frock.

—Ya sé que en su disciplina la navaja de Occam goza de gran aceptación, doctor Frock. En mi profesión, en cambio, da mejor resultado la filosofía de Sherlock Holmes: «Cuando se ha descartado lo imposible, aquello que queda,
por improbable que parezca,
debe de ser la verdad.»

—¿Y en este caso qué solución queda, doctor Brambell? —preguntó Frock con aspereza.

—Por ahora no he encontrado explicación.

Frock se recostó en su silla de ruedas.

—Este segundo esqueleto es interesante. Quizá incluso compense el viaje desde Mendham. Pero olvida que estoy retirado.

Margo lo observó con la frente arrugada. Normalmente el profesor habría mostrado mayor entusiasmo ante tal enigma. Se preguntó si aquello recordaba a Frock —acaso del mismo modo que a ella misma— los acontecimientos de dieciocho meses atrás. Eso podía explicar su renuencia. No era la clase de recuerdos idónea para asegurar una jubilación tranquila.

—Doctor Frock —terció Olivia Merriam—, confiábamos en que nos ayudase a analizar el esqueleto. Dadas las circunstancias, el museo ha accedido a poner el laboratorio a disposición de la policía. Con mucho gusto le proporcionaremos a usted un despacho en la quinta planta y una secretaria durante todo el tiempo que sea necesario.

Frock enarcó las cejas.

—Seguramente el depósito de cadáveres municipal cuenta con el equipo más avanzado, por no hablar de la lúcida mente médica del doctor Brambell, aquí presente.

—Está en lo cierto respecto a mi lúcida mente, doctor Frock —repuso Brambell—. Pero en cuanto a lo del equipo más avanzado, por desgracia se equivoca. Los recortes presupuestarios de los últimos años nos han impedido modernizarnos. Además, el depósito de cadáveres es un lugar quizá demasiado público para esta clase de asuntos. En estos momentos se halla infestado de periodistas y unidades móviles de televisión. —Se detuvo por un instante—. Y naturalmente los forenses no poseemos sus conocimientos y experiencia.

—Gracias —respondió Frock, y señaló el segundo esqueleto—. Pero no creo que sea muy difícil identificar a alguien que en vida debió de ser como, por así decirlo, el eslabón perdido.

—Lo hemos intentado, se lo aseguro —aclaró D'Agosta—. En las últimas veinticuatro horas hemos comprobado todas las desapariciones denunciadas en los estados de Nueva York, Nueva Jersey y Connecticut, y nada. Por lo que sabemos, nunca ha existido un monstruo como ése, y menos uno que se haya perdido en las cloacas de esta ciudad y haya acabado mordido por algún animal.

Frock parecía no escuchar la respuesta a su pregunta. Agachó lentamente la cabeza y se quedó inmóvil con el mentón contra el pecho durante unos minutos. Salvo por algún que otro impaciente chasquido con la lengua del doctor Brambell, el laboratorio permanecía en silencio. Finalmente Frock salió de su letargo, exhaló un largo suspiro y asintió con un gesto que Margo interpretó como hastiada resignación.

—De acuerdo. Les concedo una semana. Tengo otros asuntos pendientes en la ciudad. ¿Desean, supongo, que la doctora Green colabore conmigo?

Margo reparó demasiado tarde en que no se había detenido a pensar por qué la habían invitado a aquella reunión secreta. Pero de pronto veía clara la razón. Sabía que Frock tenía total confianza en ella. Juntos habían resuelto el misterio de la Bestia del Museo. «Habrán imaginado —pensó—, que Frock sólo accedería a trabajar conmigo.»

—Un momento —balbuceó Margo—. Me será imposible.

Todas las miradas se centraron en ella, y Margo notó que había hablado con involuntaria vehemencia.

—Quería decir —rectificó tartamudeando— que ahora no dispongo de tiempo.

Frock le dirigió una mirada comprensiva. Él más que nadie era consciente de los aterradores recuerdos que aquel encargo podía despertar.

Una ceñuda expresión contrajo las estrechas facciones de la directora.

—Hablaré con el doctor Hawthorne —anunció—. Cuente con todo el tiempo que necesite para ayudar a la policía.

Margo hizo ademán de protestar, pero desistió. Su nombramiento como conservadora del museo era demasiado reciente para negarse.

—Muy bien —dijo Brambell, y una sonrisa tensa y fugaz asomó a su rostro—. Naturalmente yo trabajaré con ustedes. Antes de despedirnos, desearía recordarles que el hecho requiere la más absoluta discreción. Ya ha sido bastante engorroso tener que comunicar a la prensa que Pamela Wisher fue hallada muerta y decapitada. Si además corriese la voz de que nuestra popular chica de la alta sociedad fue mordisqueada después de morir… o quizá antes… —Se acarició la calva mientras su voz se desvanecía gradualmente.

Frock alzó la vista de inmediato.

—¿Las marcas de dientes no fueron
post mortem
?

—Ésa, doctor Frock, es la gran duda del momento. O cuando menos una de ellas. El alcalde y el jefe de policía esperan impacientes los resultados.

Frock guardó silencio, y quedó claro que la reunión había concluido. Se volvieron para irse, casi todos contentos de alejarse de los restos descarnados y parduscos que yacían en la mesa de muestras.

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