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Authors: Dave Wolverton

El Resurgir de la Fuerza (13 page)

Afortunadamente para Grelb, los jóvenes hutts, como ciertas clases de gusanos y babosas, podían encogerse y aplastarse contra las rocas para atravesar agujeros estrechos.

De esa manera, Grelb se alejó rápidamente de los enormes whiphids, y los dejó solos frente a los dragones.

Había descendido medio camino, cuando finalmente se atrevió a levantar la cabeza lo suficiente como para echar un vistazo al vasto océano. Incluso en esos momentos, mantenía su rifle láser pegado al pecho. La marea había subido y ahora golpeaba contra el casco de la
Monument
. Jemba había abandonado la nave en vano, porque en ese día no iba a inundarse. Grelb se sintió aliviado, pensando que todavía podía abandonar vivo esa roca.

Detrás de él, en las montañas, los whiphids daban cada vez menos gritos de guerra. Habían dejado de disparar. Grelb se estremeció de terror pensando lo que les había ocurrido.

***

Los chillidos del dragón habían alertado a los demás. Una vez que el primero había introducido su larga cabeza plateada dentro de la entrada de la cueva, los otros competían para coger posición. Los relámpagos encendían el cielo detrás de él. Unos dientes tan largos como cuchillos relucían cerca de la cara de Qui-Gon, que podía reconocer el olor a pescado muerto en el aliento del dragón.

De repente, en medio de su desesperación, Qui-Gon sintió algo extraño, una débil oleada de la Fuerza. A medida que se concentraba, se hacía más fuerte. Alguien le estaba llamando, un Jedi.

¡Obi-Wan me necesita!
, se dio cuenta.

Sorprendido, se fue deslizando hacia el interior de la cueva. Necesitaba calmarse y pensar. El chico no debería haber sido capaz de llamarle. Obi-Wan no era su padawan. No estaban conectados.

Pero no tenía tiempo de preguntarse sobre el significado de la llamada. Era urgente y debía ser obedecida. Con un movimiento instintivo, Qui-Gon miró rápidamente hacia la entrada de la cueva. Durante un momento, el dragón golpeaba sus alas contra las piedras y bloqueaba la salida, pero, de repente, desapareció con torpes movimientos.

Hacía mucho tiempo que Qui-Gon seguía los dictados de la Fuerza. Ahora sentía que le estaba llamando mediante señales.
Date prisa
, le ordenaba.
Vete a ayudar a Obi-Wan
.

El corazón de Qui-Gon estaba acelerado. El Jedi cogió impulso y saltó desde la entrada de la cueva, con la certeza de que doscientos metros más abajo había rocas afiladas como cuchillas. Sin embargo, Qui-Gon confió en la Fuerza.

No llegó a caer ni siquiera una docena de metros. ¡Su salto le había hecho aterrizar justo encima de un dragón!

Cayó sobre el cuello de la bestia con un golpe sordo. La criatura, mojada y sucia, hizo resbalar a Qui-Gon, pero éste se agarró a las escamas con las yemas de sus dedos. Los doloridos músculos de su hombro palpitaban y ardían. Subió las piernas y acabó cabalgando sobre la espalda del dragón.

La criatura, aterrada, rugió. Había subido volando para devorar al Jedi, y ahora lo tenía sobre el cuello. El dragón trató de deshacerse de él. Chilló una y otra vez y, movido por el pánico, se dio la vuelta agitando las alas y empezó a descender hacia el mar.

Qui-Gon sujetó su preciosa bolsa de dactilos con una mano, y se dobló para acoplarse al cuello del dragón. Usando todo el poder que podía reunir, susurró a la bestia:

—Amigo, ayúdame. Llévame abajo, a las cuevas. ¡Date prisa!

Los dragones que estaban cazando whiphids oyeron el chillido desesperado del que llevaba encima a Qui-Gon. Miraron hacia arriba y vieron que tenía algo en la espalda. Entonces subieron en bandada y empezaron a perseguirle.

El dragón sobre el que iba montado Qui-Gon desplegó sus alas y voló rápidamente hacia las cuevas. El Maestro Jedi no estaba seguro de poder controlar a la bestia durante mucho tiempo. Su pequeño cerebro tenía pensamientos crueles y se movía porque estaba muy hambriento.

***

Grelb, que se lamentaba de la muerte de sus secuaces, volvió la mirada hacia la montaña. Se acercaba una bandada de cientos de dragones.

Para su sorpresa, Grelb vio a Qui-Gon saltar hacia las cavernas desde la espalda de un dragón cazador. El Jedi corrió en dirección a la nave.

El hutt abrió la boca sorprendido y corrió a esconderse detrás de una roca. Allí, se sentó temblando. El Jedi estaba vivo y había regresado de la montaña. Eso sólo podía significar una cosa.

Grelb estaba perdido. Jemba le mataría de un solo golpe cuando asomara la cara. O puede que le matara lentamente, para que le sirviera de escarmiento.

Había escalado a una posición de poder secundando a Jemba y no iba a dejar que un Jedi le derrotara. ¡Había trabajado mucho! Todos los asesinatos, todas las torturas a inocentes y todo el esfuerzo no se iban a malgastar ahora.

Tendría que matar al Jedi con sus propias manos, antes de que llegara a las cuevas y Jemba lo viera.

Tan rápido como pudo, Grelb se deslizó entre las rocas.

Capítulo 20

En las cuevas, los arconas empezaban a desfallecer rápidamente. Sus ojos bioluminiscentes iban apagándose como las ascuas de un fuego.

Allí, Clat'Ha y otra pareja de humanos cuidaban a los que caían. La mujer, que normalmente demostraba entereza, parecía agotada y sin fuerzas. Lo único que podía hacer por los arconas era intentar que el entorno fuese confortable.

Si Treemba, que no se había movido desde hacía horas, le susurró a Obi-Wan que estaba guardando fuerzas. Sin embargo, el joven Jedi adivinó que lo que realmente ocurría era que su amigo estaba demasiado débil para moverse.

Obi-Wan, desesperado, no soportaba la quietud ni la impotencia que sentía ante la lenta muerte de su amigo. Había pensado varias veces escaparse para ir a buscar a Qui-Gon, pero se había resistido a hacerlo. Tenía que estar al lado de su amigo y protegerle.

Obi-Wan apoyó la frente en las rodillas, en un gesto de desesperación, y miró al suelo de la caverna. ¿Para qué servía todo su entrenamiento Jedi? Nunca se había sentido tan inútil. Nada de lo aprendido, ni siquiera las palabras de Yoda, le habían preparado para un momento como ése. Había llegado el final de todo: su fe, su esperanza y su confianza en sí mismo. Había fallado. Durante toda la vida lo recordaría como su momento más amargo.

Su momento más amargo...

Obi-Wan recordó algo, una conversación que había tenido con Yoda.

—¿Cuál es mi límite y cómo sabré que he llegado a él? —había preguntado Obi-Wan—. Y si estoy en esa situación, ¿a qué puedo recurrir en busca de ayuda?

Entonces fue cuando Yoda le había dicho que en momentos de peligro extremo, cuando se había hecho todo lo posible, podía usar la Fuerza para llamar a otro Jedi.

—Cerca debes estar —había dicho Yoda—. Conectado.

Puede que Qui-Gon no pensara que tenían esa conexión, pero, aun así, Obi-Wan tenía que intentarlo.

En la oscura cueva. Obi-Wan invocó a la Fuerza. La sintió latir y se metió en su energía. Puso en marcha toda su sensibilidad Jedi y buscó la presencia del Maestro Qui-Gon. Obi-Wan era muy joven y no podía controlar la Fuerza como quería, pero, hablando para sí mismo, lanzó un mensaje:
¡Qui-Gon! ¡Vuelve! Los arconas morirán pronto sin los dactilos
.

Resonó una gran carcajada en la entrada de la caverna. Obi-Wan miró hacia arriba. Había llamado a Qui-Gon con todas sus fuerzas, pero, en su lugar, había aparecido el hutt Jemba. Era demasiado para sus habilidades.

Jemba les miraba desde arriba, cubriendo la entrada de la caverna con su enorme volumen.

—¿Cómo os encontráis? Espero que bien —tanteó—. Bueno, en caso de que no lo estéis, yo vendo dactilos. dactilos para los necesitados. Tenemos algunos por aquí y muchos más escondidos en alguna parte. ¡El precio será sólo vuestras vidas!

Los arconas comenzaron a quejarse por toda la cueva. Algunos de ellos se volvieron y empezaron a gatear penosamente hacia el hutt que les ofrecía los dactilos.

Obi-Wan, furioso, se puso de pie en un salto.

—¡Un momento! —gritó.

Antes de que se diera cuenta, su sable láser estaba desenvainado. Recorrió cincuenta metros, saltando por encima de docenas de arconas agonizantes, y plantó cara al hutt. Allí, ondeó la espada de luz por encima de su cabeza en un gesto típico Jedi. El parecido del hutt con una babosa se veía claramente a la luz del sable. Una docena de hutts y whiphids llenaron el túnel detrás de él, pero el volumen de Jemba dificultaba sus posibles disparos.

—Bien, bien —rugió Jemba—. ¡Me alegra comprobar que eres valiente incluso cuando no tienes a tu Maestro para cubrirte las espaldas!

—Vete, Jemba —acertó a decir Obi-Wan. Estaba lleno de ira, pero su voz sonó cómica por su corta edad.

A su espalda, empuñando la pistola láser, apareció Clat'Ha.

—El chico tiene razón. No eres bienvenido aquí.

—Muy bien —bramó Jemba—. Si eso es lo que queréis, dejaré encantado que vuestros amigos mueran.

—¡Devuélveles los dactilos! —ordenó Obi-Wan.

El joven aprendiz agarró con fuerza su sable láser y pudo sentir la temperatura que calentaba el pesado mango. El filo crepitó en el aire y cada uno de sus músculos se preparó para saltar hacia delante y hacer rodajas al hutt.

—¿No os parece divertido? —Jemba se dirigió a su cohorte—. No sabe usar la Fuerza. Está en los registros de la nave. No es más que un granjero, un repudiado del Templo Jedi.

Obi-Wan luchó contra su propia ira, que crecía ante la ofensa de Jemba. Durante unos largos segundos, buscó dentro de sí mismo una manera de calmarse y encontrar paz. Y entonces recordó las palabras de Qui-Gon. Jemba no era el verdadero enemigo. Lo era la cólera.

Por fin encontró la calma que necesitaba y puso todos sus sentidos para que la Fuerza fluyera a través de él. Ahora podía sentirla a su alrededor; en Jemba, en las piedras, en los arconas que iban cayendo tan deprisa a sus espaldas. La sintió y se entregó a ella.

—¡Qui-Gon! —gritó Obi-Wan sorprendido.

Estaba tan concentrado llamando al Maestro Jedi para que le ayudara que se sintió atónito cuando percibió algo más: Qui-Gon le estaba pidiendo ayuda a él.

—¡Jemba, quítate de mi camino! —dijo Obi-Wan—. ¡Qui-Gon está en peligro!

—¡Ja, ja, ja! —rugió el enorme hutt, palmeándose los costados como si la risa le produjese dolor—. ¿Por qué no me sorprende? ¡Puede que sea porque he mandado a mis hombres a matarlo!

Pero no era solamente Qui-Gon. El peligro se cernía sobre todos ellos. Qui-Gon no sólo estaba pidiéndole ayuda. Estaba intentando advertir a Obi-Wan de un peligro.

—Te lo advierto. Jemba —dijo Obi-Wan—. ¡Todos estamos en peligro!

—¿Qué quieres de mí, pequeño? —preguntó Jemba—. ¿Quieres que me mire los zapatos para que puedas apuñalarme? ¡Ja, ja, ja! Ese truco no funciona conmigo. ¡Los hutts no tenemos pies!

Estaba perdiendo el tiempo. Obi-Wan dio un salto mortal en el aire y aterrizó delante de Jemba. Después, utilizando el impulso de su caída, saltó por encima de la cabeza del hutt. Obi-Wan aterrizó en la espalda de Jemba y el hutt chilló.

—¡Ya te lo advertí! —le gritó Obi-Wan, agarrando su sable láser con fuerza.

Luego se deslizó por la cola de Jemba y fue saltando sobre las cabezas de los sorprendidos guardias whiphids.

Un whiphid abrió fuego contra la espalda de Obi-Wan, pero éste pudo colocar su sable láser en el dorso y rechazó el disparo. El joven corrió a través de los túneles, pasando cerca de los sorprendidos hutts y whiphids. Su necesidad de encontrar a Qui-Gon era prioritaria. Se había sorprendido al recibir la llamada de aviso del Caballero Jedi y sentir que estaban conectados.

Detrás de él, unos cuantos whiphids rugieron con gritos de guerra, pero Jemba gritó por encima del resto:

—¡No! ¡Dejádmelo a mí! ¡El chico es mío!

Capítulo 21

Allí, amigo mío —dijo Qui-Gon al dragón. Apuntó a las cavernas. La docena de pasadizos que llevaban a la cueva daban al mismo lado de la montaña y, desde el cielo, las entradas de las cuevas parecían agujeros de gusanos.

Qui-Gon se esforzó para controlar la mente del dragón y así obligarlo a bajar a tierra sin peligro. Estaba preocupado. Hasta donde le alcanzaba la vista, veía dragones que se dirigían en bandadas hacia las cuevas. Cuando se llamaban unos a otros, sus gritos eran ensordecedores.

Qui-Gon había visto árboles gigantes en el Bosque Plateado de los Sueños, en el planeta Kubindi. Algunas de sus enormes hojas podían medir veinte metros de ancho, y cuando se caían en otoño, flotaban en el aire como balsas gigantes. Eso era lo que le recordaban los dragones. Volaban por el cielo como caían las hojas en el bosque de Kubindi.

Sin embargo, estas criaturas eran mortíferas, y como Qui-Gon, se encaminaban hacia las cavernas.

Qui-Gon llamó mentalmente al joven Obi-Wan para advertirle del peligro. Luego esperó a que el dragón volara hacia abajo, hasta situarse cerca del estrecho borde que había fuera de las cuevas. Qui-Gon eligió ese momento para saltar de la espalda de la bestia y aterrizó en el borde, sujetándose con una mano en la pared interior de la cueva. El dragón se alejó volando, emitiendo un chillido suave y confuso al quedar liberada su mente.

Qui-Gon había dado dos pasos hacia el interior de la cueva cuando vio a Obi-Wan que salía corriendo hacia fuera, con su sable láser en alto.

***

Obi-Wan corrió fuera de la cueva, se paró en seco y miró al cielo horrorizado. Al principio creyó estar viendo sólo nubes oscuras, pero luego se dio cuenta de que bandadas de dragones ocultaban el sol, y de que todos venían volando hacia las cavernas.

Nunca en su joven vida había experimentado tanto terror. Las piernas le flaquearon y la mente se le quedó de repente en blanco. No sabía qué hacer.

Entonces vio a Qui-Gon que venía hacia él, y se sintió aliviado. El Jedi parecía estar herido y sangraba, agarrándose un hombro. Pero estaba vivo.

—¿Conseguiste los dactilos? —preguntó Obi-Wan.

Qui-Gon afirmó con la cabeza.

—¿Los arconas?

—Aún están vivos, pero agonizan. Vamos, Qui-Gon. Yo me ocuparé de la entrada de la cueva.

Obi-Wan esperaba que Qui-Gon discutiera la orden y que le mandara a él de vuelta con los dactilos. El Caballero Jedi se limitó a mirarle durante una décima de segundo. Obi-Wan vio respeto y aceptación en los ojos del Maestro.

—Volveré —prometió Qui-Gon, y corrió hacia las cavernas. Segundos después, cientos de dragones se abalanzaron sobre Obi-Wan. Su sable láser acuchillaba y quemaba, crepitaba y zumbaba. Los dragones rugían y caían hacia atrás. Luchaba mejor y con más fuerza de lo que había luchado nunca, incluso mejor de lo que él pensaba que era capaz.

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