El rey de hierro (18 page)

Read El rey de hierro Online

Authors: Maurice Druon

Tags: #Histórico, Novela

Comida sencilla, pero que representaba una variante de las gachas de harina y lentejas con tocino, con que la familia, a semejanza de los campesinos, se contentaba con harta frecuencia.

Todo ello llevó tiempo para ser preparado. Subieron de la bodega aguamiel, sidra, y hasta los últimos frascos de un vino ya un poco picado; la mesa fue puesta sobre caballetes en la gran sala, contra uno de los bancos. Un mantel blanco caía hasta el suelo, y los comensales lo recogían a la altura de sus rodillas para poder enjugarse las manos con él. Había escudillas de estaño para cada dos personas. Las fuentes se depositaban en el centro de la mesa y todos se servían de ellas con la mano.

Tres campesinos, que por lo general se ocupaban del corral, se encargaron del servicio. Olían un poco a puerco y a conejera.

—Nuestro escudero trinchante —dijo doña Eliabel en tono de excusa e ironía, designando al cojo que cortaba rebanadas de pan, gruesas como piedras de amolar, sobre las cuales se comía la carne—. Debo aclararos,
signor
Baglioni, que su oficio es cortar leña. Eso explica que…

Guccio comió u bebió en abundancia. El escanciador tenía la mano pesada y se hubiera dicho que daba de beber a los caballos.

La familia impuso a Guccio a hablar, lo que no resultó difícil. El joven se puso a relatar la trempestad del canal de la Mancha, con tal énfasis, que sus huéspedes dejaron la cola de jabalí en la salsa. Se explayó con todo, con los acontecimientos del día, con el estado de los caminos, con el puente de Londres, con los Templarios, con Italia, con la administración de Marigny…

De creer en sus palabras, era íntimo de la reina de Inglaterra, y tanto insistió sobre el misterio que envolvía su misión, que cualquiera hubiera creído que iba a estallar una guerra entre ambos países. “No puedo deciros más, pues es un secreto del reino y no me pertenece.” Cuando uno se luce delante de un grupo, acaba de convencerse a sí mismo, y Guccio, viendo las cosas de otra manera que por la mañana, consideraba su viaje como un gran triunfo.

Los hermanos Cressay, buenos muchachos aunque no muy listos, que jamás se habían alejado diez leguas del solar natal, contemplaban con admiración y envidia a aquel mozo, menor que ellos, que ya había visto y hecho tanto.

Doña Eliabel, un poco apretada dentro de su vestido, se complacía en mirar con ternura al joven toscano, y, no obstante su prevención contra los Lombardos, hallaba gran encanto en los cabellos rizados, en los dientes relucientes, en las negras pupilas y aun en su hablar ceceante. Habilidosamente lo adulaba con cumplidos.

“Guardate de las lisonjas”, le había dicho a menudo Tolomei a Guccio. “La lisonja es el mayor peligro para un banquero. Uno difícilmente se resiste al elogio, y por ello más te vale un ladrón que un lisonjero”; pero esa noche Guccio paladeaba los elogios como si bebiera aguamiel.

En realidad, hablaba principalmente par María de Cressay; esa jovencita no le quitaba los ojos de encima y alzaba hacia él sus hermosas pestañas doradas. Tenía una manera de escuchar, con los labios entreabiertos como una granada madura, que inspiraba a Guccio el deseo de hablar.

Cuando se vive apartado, uno ennoblece fácilmente a las personas. Para María, Guccio esr como un príncipe extranjero que estuviera de viaje. Representaba lo imprevisto, lo inesperado, lo imposible soñado con harta frecuencia que llama de golpe a la puerta, dotado de un rostro, un cuerpo bellamente vestido y una voz.

El arrobamiento que leía en la mirada y en los rasgos de María de Cressay hizo que Guccio la considerara muy pronto como la más hermosa moza que viera en el mundo y la más deseable. A su lado, la reina de Inglaterra le parecía fría como una losa sepulcral. “Si compareciera en la corte, vestida como es debido —se decía—, sería la más admirada al cabo de una semana.”

Cuando se enjugaron las manos todos estaban un poco ebrios y había caído la noche.

Doña Eliabel decidió que el joven no podía partir a aquella hora, y le rogó que aceptara un lecho, por modesto que fuera.

Le aseguró que su cabalgadura estaba bien cuidada en los establos. El caballero andante continuaba existiendo y Guccio hallaba esta vida estupenda.

Muy pronto, doña Eliabel y su hija se retiraron. Los hermanos Cressay condujeron al viajero a la habitación destinada a los huéspedes. La cual parecía no haber sido usada en mucho tiempo. Apenas acostado, Guccio cayó en el sueño, pensando en una boca parecida a una granada madura sobre la cual apretaba sus labios para beber todo el amor del mundo.

V.- La ruta de Neauphle

Lo despertó una mano que se posó suavemente sobre su hombro. Estuvo a punto de cogerla y apretarla contra su mejilla…

Abriendo un ojo, vio ante sí la abundante pechera y el rostro sonriente de doña Eliabel.

—¿Habéis dormido bien, señor?

Era claro día. Guccio, un tanto confuso, aseguró que había pasado la mejor noche del mundo y que tenía prisa por asearse y vestirse.

—¡Me avergüenza verme así delante de vos! —dijo.

Doña Eliabel llamó al labriego cojo que había servido la mesa la noche anterior, y le ordenó que avivara el fuego y trajera un cuenco de agua caliente y algunas “telas”, es decir, toallas.

—Antaño teníamos en el castillo una buena estufa, con una habitación de baños y otra para sudar —dijo ella—, pero se caía a pedazos, pues databa de los tiempos del abuelo de mi difunto y nunca tuvimos bastante para ponerla en buen estado. Ahora sirve para guardar la leña. ¡Ah, la vida no es fácil para nosotros, la gente del campo!

“Ya comienza a trabajar por el crédito”, se dijo Guccio.

Tenía la cabeza algo pesada por el vino de la víspera. Preguntó por Pedro y Juan de Cressay. Habían salido de caza al alba. Con mayor vacilación inquirió por María. Doña Eliabel explicó que su hija había debido ir a Neauphle a efectuar algunas compras para la casa.

—Yo voy a salir para allá ahora mismo —dijo Guccio—. De haberlo sabido, la hubiera conducido en mi caballo y le habría evitado la pena del camino.

Guccio se preguntó si la castellana no había alejado deliberadamente a su gente, para quedar a solas con él. Tanto más que cuando el cojo trajo la vasija, de cuyo contenido derramó un buen tercio sobre el piso, doña Eliabel no se movió de la pieza y se puso a calentar las “telas” ante el fuego. Guccio aguardaba a que se retirara.

—Lavaos, mi joven señor —dijo ella—. Nuestras criadas son tan torpes que os arañarían al secaros. Y lo menos que puedo hacer es ocuparme de vos.

Tartamudeando fraces de agradecimiento, Guccio se decidió a desnudarse hasta la cintura, y evitando mirar a la dama, se roció con agua tibia la cabeza y el torso. Era bastante delgado, como es frecuente a su edad, pero bien formado en su pequeña talla. “Menos mal que no ha hecho traer una cuba; a lo mejor hubiera tenido que meterme de cuerpo entero y desnudo ante sus ojos. Esta gente del campo tiene maneras muy curiosas.”

Cuando hubo terminado, ella se le acercó con las toallas calientes y se puso a secarlo. Guccio pensaba que partiendo en seguida y a galope, todavía podría encontrar a Maria por el camino de Neauphle o en el burgo.

—¡Qué hermosa piel tenéis, señor! —dijo de pronto doña Eliabel con voz un poco temblorosa—. Muchas mujeres podrían envidiar esta suavidad… e imagino que habrá muchas que la apetezcan. Este hermoso color moreno ha de parecerles agradable.

Al mismo tiempo le acariciaba la espalda con la punta de los dedos a lo largo de las vértebras. La caricia hizo cosquillas a Guccio, que se volvió, riendo.

Doña Eliabel respiraba agitadamente. Su mirada era turbia y una rara sonrisa modificaba su semblante. Guccio se puso rápidamente la camisa.

—¡Ah! ¡Qué hermosa es la juventud!… —prosiguió diciendo doña Eliabel—. Al veros, apuesto que la disfrutáis bien y que sacáis provecho de las licencias que otorga.

La señora de Cressay calló un instante; luego, en el mismo tono de voz, le preguntó:

—Y bien, mi señor, ¿qué pensáis hacer con nuestro crédito?

“Ya salió”, se dijo Guccio.

—Podéis pedirnos lo que os plazca —continuó ella—. Sois nuestro bienhechor y os bendecimos. Si queréis el oro que habéis hecho devolver a ese tunante de preboste, vuestro es, llevadlo; cien libras, si queréis. Pero bien veis nuestro estado, y nos habéis demostrado que tenéis corazón.

Al mismo tiempo lo contemplaba mientras él abotonaba sus calzas, circunstancia que no resultaba muy adecuada para discutir asuntos de negocios.

—Quien nos salva no puede perdernos —continuó diciendo doña Eliabel—. Vosotros, los de la ciudad, no sabéis cuán angustiosa es nuestra situación. Si no hemos pagado todavía a vuestro banco es porque no pudimos hacerlo. La gente del rey nos saquea, vos lo habéis comprobado. Los siervos no trabajan como antaño. Desde las ordenanzas
(Las ordenanzas de Felipe el Hermoso sobre la liberación de los siervos en ciertos bailiazgos y sensecalías. Se habla de ello en los últimos capítulos.)
del rey Felipe, que los incita a rescatarse, la idea de su liberación les trabaja la cabeza; nada se obtiene de ellos y esos palurdos están dispuestos a considerarse de la misma raza que vos y que yo.

Hizo una pequeña pausa, que permitiera al joven Lombardo apreciar todo lo que ese “vos” y “yo” tenía de lisonjero para él.

—Agregad a eso que hemos tenido dos años de malas cosechas. Pero bastará, lo que quiera Dios, que la próxima sea buena…

Guccio, que sólo tenía la idea de encontrarse con María, trató de eludir la cuestión.

—No soy yo sino mi tío quién decide —dijo.

Pero se sabía ya derrotado.

—Podríais convencer a vuestro tío que no es una mala inversión. No encontrará deudores más honrados. Conocednos un año más, y os pagaremos cumplidamente los intereses. Hacedlo por mí y os quedaré muy agradecida —dijo doña Eliabel, asiendo las manos de Guccio.

Luego, con ligera turbación, agregó:

—Sabed, gentil señor, que desde vuestra llegada, ayer, ¡vaya, tal vez no debería decirlo, pero tanto da!, siento afecto por vos y no hay cosa que de mí dependa que no hiciera para veros contento.

Guccio no tuvo presencia de ánimo suficiente para decirle: “Pues bien, pagad la deuda, y me veréis contento.”

Era evidente que la viuda estaba dispuesta a pagar más bien con su persona, u uno podía preguntarse si se aprestaba al sacrificio para alargar el crédito o si utilizaba el crédito para tener oportunidad de sacrificarse.

Y como buen italiano, Guccio pensó que sería placentero poseer a la madre y a la hija. Doña Eliabel tenía aún sus encantos, sus manos eran suaves y acariciadoras, y su pecho, aunque abundante, parecía conservar su firmeza. Pero sólo podía representar una diversión de propina por la que no había que perder la otra presa.

Guccio se arrancó de las obsequiosidades de doña Eliabel, asegurándole que se esforzaría por arreglar el asunto, mas para ello era preciso que corriera a Neauphle y hablara con el factor.

Salió al patio, se encontró con el cojo, a quien apremió para que le ensillara el caballo, montó y partió hacia el burgo. No vio rastro de María por el camino. Mientras galopaba, se preguntaba si verdaderamente la jovencita era tan hermosa como la viera la víspera, si no se habría equivocado con respecto a las promesas que había creído leer en sus ojos y por si todo aquello, que tal vez sólo fueran ilusiones de sobremesa, valía la pena de apresurarse tanto. Pues existen mujeres que cuando miran a uno parecen entregarse desde el primer momento, y luego resulta que es su expresión natural. Miran un árbol o un mueble de la misma manera y al fin nada conceden.

Guccio no vio a María en la plaza del burgo. Lanzó una ojeada a las callejuelas, entró en la iglesia, permaneció solamente el tiempo de persignarse y comprobar que no estaba allí y luego se dirigió a la factoría. Allí acusó a los dependientes de haberle informado mal. Los Cressay eran gente de calidad, solventes y honorables. Era preciso prolongarles el crédito. En cuanto al preboste. Era un rematado canalla… Mientras gritaba Guccio no dejaba de mirar por la ventana. Los empleados movían la cabeza al contemplar a aquel joven loco, que se desdecía hoy de lo dicho ayer y pensaban que sería una gran pena si el banco llegaba a caer en sus manos.

—Puede que venga a menudo; esta factoría necesita ser vigilada de cerca —les dijo, a manera de despedida.

Saltó a la silla y los guijarros volaron bajo las herraduras. “Tal vez haya tomado por un atajo”, se decía. “En ese caso la encontraré en el castillo, pero será difícil verla a solas.”

A poco de salir del burgo divisó una silueta que caminaba de prisa en dirección a Cressay, y reconoció en ella a María. Entonces, de golpe, oyó que los pájaros cantaban, notó que brillaba el sol y que en todos los árboles habían brotado tiernas hojitas. A causa de aquel vestido que caminaba entre dos verdes praderas, la primavera, desconocida por Guccio desde hacía tres días, acababa de florecer para él.

Acortó el paso del caballo al alcanzar a María. Ella lo miró, no con la sorpresa de encontrarlo, sino como si acabara de recibir el más hermoso presente del mundo. La marcha había coloreado su rostro y Guccio la halló más bella aún de lo que le había parecido la noche anterior.

Le ofreció llevarla a la grupa. Sonrió ella al asentir y sus labios volvieron a abrirse como un fruto. Guccio acercó su caballo al talud y se inclinó para ofrecer a María su brazo y su hombro. La joven era ligera, montó ágilmente y partieron al paso. Caminaron un rato en silencio. A Guccio le faltaba el habla. Charlatán como era, de pronto no encontraba nada que decir.

Sintió que María apenas osaba agarrarse a él para sostenerse. Le preguntó si estaba acostumbrada a montar de ese modo a caballo.

—Con mi padre y mis hermanos… solamente —respondió ella.

Nunca se había encontrado así, flanco contra espalda con un extraño. Se animó un poco y se afirmó fuertemente sobre los hombros del joven.

—¿Tenéis prisa por llegar? —preguntó él.

Ella no respondió y Guccio guió su caballo por un sendero.

—Vuestro país es hermoso —prosiguió tras nuevo silencio—, tan hermoso como mi Toscana.

No era sólo cumplido de enamorado. Guccio descubría, con embeleso, la dulzura de la campiña de la Isla-de-Francia. Su mirada se perdía en la azulada lejanía, en el horizonte de colinas cuya línea se hundía en la niebla, luego volvía a la hierva tupida de las praderas de los aledaños, a las grandes manchas de un verde más claro de los cultivos de cebada recién cosechada y a los setos de majuelo donde se abrían las yemas.

Other books

The Angel Tree by Lucinda Riley
Pleasing the Dead by Deborah Turrell Atkinson
FLOWERS ON THE WALL by Williams, Mary J.
Dreamers of the Day by Mary Doria Russell
Born Evil by Kimberley Chambers
A Deadly Bouquet by Janis Harrison
Ghost Light by Jonathan Moeller