Read El salvaje y otros cuentos Online

Authors: Horacio Quiroga

Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico, Romántico

El salvaje y otros cuentos (5 page)

Llegaron por fin al río, cuya costa remontaron hasta la jangada. Korner tuvo que subir a ella, tuvo que caminar como le fue posible hasta el extremo opuesto, y allí, en el límite de sus fuerzas, se desplomó de boca, la cabeza entre los brazos.

El mensú se acercó.

—Ahora —habló por fin—, esto es para que saludés a la gente… Y esto para que sopapeés a la gente…

Y el rebenque, con terrible y monótona violencia, cayó sin tregua sobre la cabeza y la nuca de Korner, arrancándole mechones sanguinolentos de pelo. Korner no se movía más. El mensú cortó entonces las amarras de la jangada, y subiendo en la canoa, ató un cabo a la popa de la almadía y paleó vigorosamente.

Por leve que fuera la tracción sobre la inmensa mole de vigas, el esfuerzo inicial bastó. La jangada viró insensiblemente, entró en la corriente, y el hombre cortó entonces el cabo.

El sol había entrado hacía rato. El ambiente, calcinado dos horas antes, tenía ahora una frescura y quietud fúnebres. Bajo el cielo aún verde, la jangada derivaba girando, entraba en la sombra transparente de la costa paraguaya, para resurgir de nuevo a la distancia, como una línea negra ya.

El mensú derivaba también oblicuamente hacia el Brasil, donde debía permanecer hasta el fin de sus días.

—Voy a perder la bandera —murmuraba mientras se ataba un hilo en la muñeca fatigada.

Y con una fría mirada a la jangada que iba al desastre inevitable, concluyó entre los dientes:

—¡Pero ése no va a sopapear más a nadie, gringo de un añá membuí!

Los cazadores de ratas

Una siesta de invierno, las víboras de cascabel, que dormían extendidas sobre la greda, se arrollaron bruscamente al oír insólito ruido. Como la vista no es su agudeza particular, las víboras mantuviéronse inmóviles, mientras prestaban oído.

—Es el ruido que hacían aquéllos… —murmuró la hembra.

—Sí, son voces de hombre; son hombres —afirmó el macho.

Y pasando una por encima de la otra se retiraron veinte metros. Desde allí miraron. Un hombre alto y rubio y una mujer rubia y gruesa se habían acercado y hablaban observando los alrededores. Luego, el hombre midió el suelo a grandes pasos, en tanto que la mujer clavaba estacas en los extremos de cada recta. Conversaron después, señalándose mutuamente distintos lugares, y por fin se alejaron.

—Van a vivir aquí —dijeron las víboras—. Tendremos que irnos.

En efecto, al día siguiente llegaron los colonos con un hijo de tres años y una carreta en que había catres, cajones, herramientas sueltas y gallinas atadas a la baranda. Instalaron la carpa, y durante semanas trabajaron todo el día. La mujer interrumpíase para cocinar, y el hijo, un osezno blanco, gordo y rubio, ensayaba de un lado a otro su infantil marcha de pato.

Tal fue el esfuerzo de la gente aquella, que al cabo de un mes tenían pozo, gallinero y rancho prontos aunque a éste faltaban aún las puertas. Después, el hombre ausentose por todo un día, volviendo al siguiente con ocho bueyes, y la chacra comenzó.

Las víboras, entretanto, no se decidían a irse de su paraje natal. Solían llegar hasta la linde del pasto carpido, y desde allí miraban la faena del matrimonio. Un atardecer en que la familia entera había ido a la chacra, las víboras, animadas por el silencio, se aventuraron a cruzar el peligroso páramo y entraron en el rancho. Recorriéronlo, con cauta curiosidad, restregando su piel áspera contra las paredes.

Pero allí había ratas; y desde entonces tomaron cariño a la casa. Llegaban todas las tardes hasta el límite del patio y esperaban atentas a que aquélla quedara sola. Raras veces tenían esa dicha. Y a más, debían precaverse de las gallinas con pollos, cuyos gritos, si las veían, delatarían su presencia.

De este modo, un crepúsculo en que la larga espera habíalas distraído, fueron descubiertas por una gallineta, que después de mantener un rato el pico extendido, huyó a toda ala abierta, gritando. Sus compañeras comprendieron el peligro sin ver, y la imitaron.

El hombre, que volvía del pozo con un balde, se detuvo al oír los gritos. Miró un momento, y dejando el balde en el suelo se encaminó al paraje sospechoso. Al sentir su aproximación, las víboras quisieron huir, pero únicamente una tuvo el tiempo necesario, y el colono halló sólo al macho. El hombre echó una rápida ojeada alrededor buscando un arma y llamó, los ojos fijos en el gran rollo oscuro:

—¡Hilda! ¡Alcánzame la azada, ligero! ¡Es una serpiente de cascabel!

La mujer corrió y entregó ansiosa la herramienta a su marido. Tiraron luego lejos, más allá del gallinero, el cuerpo muerto, y la hembra lo halló por casualidad al otro día. Cruzó y recruzó cien veces por encima de él, y se alejó al fin, yendo a instalarse como siempre en la linde del pasto, esperando pacientemente a que la casa quedara sola.

La siesta calcinaba el paisaje en silencio; la víbora había cerrado los ojos amodorrada, cuando de pronto se replegó vivamente: acababa de ser descubierta de nuevo por las gallinetas, que quedaron esta vez girando en torno suyo, gritando todas a contratiempo. La víbora mantúvose quieta, prestando oído. Sintió al rato ruido de pasos —la Muerte—. Creyó no tener tiempo de huir, y se aprestó con toda su energía vital a defenderse.

En la casa dormían todos, menos el chico. Al oír los gritos de las gallinetas, apareció en la puerta, y el sol quemante le hizo cerrar los ojos. Titubeó un instante, perezoso, y al fin se dirigió con su marcha de pato a ver a sus amigas las gallinetas. En la mitad del camino se detuvo, indeciso de nuevo, evitando el sol con el brazo. Pero las gallinetas continuaban en girante alarma, y el osezno rubio avanzó.

De pronto lanzó un grito y cayó sentado. La víbora, presta de nuevo a defender su vida, deslizose dos metros y se replegó. Vio a la madre en enaguas y los brazos desnudos asomarse inquieta; la vio correr hacia su hijo, levantarlo y gritar aterrada.

—¡Otto, Otto! ¡Lo ha picado una víbora!

Vio llegar al hombre, pálido, y lo vio llevar en sus brazos a la criatura atontada. Oyó la carrera de la mujer al pozo, sus voces. Y al rato, después de una pausa, su alarido desgarrador:

—¡Hijo mío!…

Los inmigrantes

El hombre y la mujer caminaban desde las cuatro de la mañana. El tiempo, descompuesto en asfixiante calma de tormenta, tornaba aún más pesado el vaho nitroso del estero. La lluvia cayó por fin, y durante una hora la pareja, calada hasta los huesos, avanzó obstinadamente.

El agua cesó. El hombre y la mujer se miraron entonces con angustiosa desesperanza.

—¿Tienes fuerzas para caminar un rato aún? —dijo él—. Tal vez los alcancemos…

La mujer, lívida y con profundas ojeras, sacudió la cabeza.

—Vamos —repuso prosiguiendo el camino.

Pero al rato se detuvo, cogiéndose crispada de una rama. El hombre, que iba delante, se volvió al oír el gemido.

—¡No puedo más!… —murmuró ella con la boca torcida y empapada en sudor—. ¡Ay, Dios mío!…

El hombre, tras una larga mirada a su alrededor, se convenció de que nada podía hacer. Su mujer estaba encinta. Entonces, sin saber dónde ponía los pies, alucinado de excesiva fatalidad, el hombre cortó ramas, tendiolas en el suelo y acostó a su mujer encima. Él se sentó a la cabecera, colocando sobre sus piernas la cabeza de aquélla.

Pasó un cuarto de hora en silencio. Luego la mujer se estremeció hondamente y fue menester enseguida toda la fuerza maciza del hombre para contener aquel cuerpo proyectado violentamente a todos lados por la eclampsia.

Pasado el ataque, él quedó un rato aún sobre su mujer, cuyos brazos sujetaba en tierra con las rodillas. Al fin se incorporó, alejose unos pasos vacilante, se dio un puñetazo en la frente y tornó a colocar sobre sus piernas la cabeza de la mujer, sumida ahora en profundo sopor.

Hubo otro ataque de eclampsia, del cual la mujer salió más inerte. Al rato tuvo otro, pero al concluir éste, la vida concluyó también.

El hombre lo notó cuando aún estaba a horcajadas sobre su mujer, sumando todas sus fuerzas para contener las convulsiones. Quedó aterrado, fijos los ojos en la bullente espuma de la boca, cuyas burbujas sanguinolentas se iban ahora resumiendo en la negra cavidad.

Sin saber lo que hacía, le tocó la mandíbula con el dedo.

—¡Carlota! —dijo con una voz blanca, que no tenía entonación alguna.

El sonido de sus palabras lo volvieron a sí, e incorporándose entonces miró a todas partes con ojos extraviados.

—Es demasiada fatalidad —murmuró—. Es demasiada fatalidad… —murmuró otra vez, esforzándose entretanto por precisar lo que había pasado.

Venían de Europa, sí; eso no ofrecía duda; y habían dejado allá a su primogénito, de dos años. Su mujer estaba encinta e iban a Makallé con otros compañeros… Habían quedado retrasados y solos porque ella no podía caminar bien… Y en malas condiciones, acaso… acaso su mujer hubiera podido encontrarse en peligro…

Y bruscamente se volvió, mirando enloquecido:

—¡Muerta, allí!…

Sentose de nuevo, y volviendo a colocar la cabeza muerta de su mujer sobre sus muslos, pensó cuatro horas en lo que haría.

No arribó a pensar nada; pero cuando la tarde caía cargó a su mujer en los hombros y emprendió el camino de vuelta.

Bordeaban otra vez el estero. El pajonal se extendía sin fin en la noche plateada, inmóvil y toda zumbante de mosquitos. El hombre, con la nuca doblada, caminó con igual paso, hasta que su mujer cayó bruscamente de su espalda. Él quedó un instante de pie, rígido, y se desplomó tras ella.

Cuando despertó, el sol quemaba. Comió bananas de filodendro, aunque hubiese deseado algo más nutritivo, puesto que antes de poder depositar en tierra sagrada el cadáver de su esposa, debían pasar días aún.

Cargó otra vez con el cadáver, pero sus fuerzas disminuían. Rodeándolo entonces con lianas entretejidas, hizo un fardo con el cuerpo y avanzó así con menor fatiga.

Durante tres días, descansando, siguiendo de nuevo, bajo el cielo blanco de calor, devorado de noche por los insectos, el hombre caminó y caminó, sonambulizado de hambre, envenenado de miasmas cadavéricas, toda su misión concentrada en una sola y obstinada idea: arrancar al país hostil y salvaje el cuerpo adorado de su mujer.

La mañana del cuarto día viose obligado a detenerse, y apenas de tarde pudo continuar su camino. Pero cuando el sol se hundía, un profundo escalofrío corrió por los nervios agotados del hombre, y tendiendo entonces el cuerpo muerto en tierra, se sentó a su lado.

La noche había caído ya, y el monótono zumbido de mosquitos llenaba el aire solitario. El hombre pudo haberlos sentido tejer su punzante red sobre su rostro; pero del fondo de su médula helada los escalofríos montaban sin cesar.

La luna ocre en su menguante había surgido por fin tras el estero. Las pajas altas y rígidas brillaban hasta el confín en fúnebre mar amarillento. La fiebre perniciosa subía ahora a escape.

El hombre echó una ojeada a la horrible masa blanduzca que yacía a su lado, y cruzando sus manos sobre las rodillas quedose mirando fijamente adelante, al estero venenoso, en cuya lejanía el delirio dibujaba una aldea de Silesia a la cual él y su mujer, Carlota Phoening, regresaban felices y ricos a buscar a su adorado primogénito.

Los cementerios belgas

Iban en columna por la carretera blanca, llenando el camino de una a otra cuneta. El frío, ya vivo, había echado sobre los fugitivos todos los capotes y mantas posibles. Muchos iban en carros, algunos en carritos tirados por perros; pero la gran mayoría caminaba a pie.

Marchaban, sin embargo, por la admirable alfombra de paz que había sido Bélgica. Ahora, delante, atrás, a diestra y siniestra, no quedaba nada. Nada alcanzaba a dos metros de altura: aldeas, chimeneas, árboles, todo yacía aplanado en negro derrumbe. Los fugitivos huían desde la tarde anterior, sintiendo sobre sus espaldas el tronar de la artillería, que avanzaba a la par de ellos.

Las provisiones recogidas con terrible urgencia no alcanzaban a alimentar suficientemente a la densa columna. Los pequeños recién salidos del pecho materno, y sin poder tomar una sola gota de leche, sufrían de enteritis desde el primer día.

A las diez de la noche el alucinante tronar de los cañones se aproximó más aún, y los fugitivos aceleraron la marcha.

Como la noche anterior, la negra columna iba envuelta en el llanto de chicos que no habían comido ni dormido suficientemente, y en los gemidos de criaturas de pecho que sentían dolores de vientre por la leche materna aterrorizada.

El día llegó, sin embargo, y con la lívida madrugada comenzó a llover. Los hombres se calaron la capucha de los capotes, y las madres, tras una larga mirada de desesperación a sus vecinos masculinos más próximos, alzaron sobre sus criaturas ateridas el borde chorreante de sus mantos.

La columna se detuvo, y reuniendo los últimos alimentos —los últimos; no quedaba nada ya—, las mujeres y las criaturas pudieron mitigar el hambre. Sobró algo asimismo, pues muchas mujeres, muertas de fatiga y sueño, prefirieron continuar durmiendo en los carritos. Los viejos y enfermos tuvieron así un mínimo suplemento.

El sombrío conjunto de capotes y caballos en fuga reanudó la marcha, perseguido obstinadamente por el cañoneo.

A mediodía la lluvia continuaba con igual fuerza, y los fugitivos se detuvieron.

—¿Qué pasa? —se levantaron varias voces—. ¡No tenemos qué comer! ¡Sigamos!

—¡Sigamos! —se propagó hasta el fondo de la columna.

En la columna, sobre un carrito tirado por un viejo caballo reumático, iba una mujer cuyo marido había quedado luchando en los fuertes de Amberes. Llevaba consigo a sus tres hijos, el mayor de cinco años.

Ante la nueva parada, la mujer levantó inquieta la cabeza, arrebujando a su pequeño en brazos.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—¡Nada! —le respondieron de atrás—. ¡Un momento nada más!

—Es que mi hijo… —repuso la madre a media voz, doblándose sobre la criatura y oprimiéndole rápidamente las manos, la frente, el cuello—. ¡Tiene fiebre! —se dirigió con voz muy lenta y clara a su vecina inmediata—. No podemos seguir así… ¿Por qué no seguimos? —insistió mirando atentamente a uno y otro.

—¡Ya vamos! —gritó una voz ronca desde el fondo—. ¡Paciencia! ¡A todos nos llegará!

La vecina se dirigió entonces a la madre en voz baja:

—Están enterrando… Han muerto varios…

La madre clavó un rato sus ojos dilatados en la vecina.

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