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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia, Ensayo

El secreto del universo (42 page)

En cierto modo, lo que hizo Cardano (que era un gran matemático por derecho propio) está justificado. Los descubrimientos científicos que se conocen y no se publican son inútiles para la ciencia considerada en su conjunto. Hoy en día, la publicación de estos descubrimientos se considera de vital importancia, y generalmente se cree que el mérito es del primero en publicarlos y no del primero en descubrirlos.

Esta regla no existía en la época de Cardano, pero, considerándolo retrospectivamente, el mérito seria suyo en cualquier caso.

(Naturalmente, cuando la publicación se retrasa por motivos ajenos a la voluntad del descubridor, puede darse el caso trágico de que sus méritos no sean reconocidos; en la historia de la ciencia ha habido varios casos. Pero se trata de un efecto secundario inevitable de una regla que, por lo general, da buenos resultados.)

Es mucho más fácil justificar que Cardano publicara la fórmula que el hecho de que rompiera su promesa. En otras palabras, puede ocurrir que los científicos no estén haciendo nada poco honrado desde el punto de vista científico y que aun así estén actuando de manera solapada en asuntos relacionados con la ciencia.

El zoólogo inglés Richard Owen, por ejemplo, era totalmente contrario a la teoría de la evolución de Darwin, sobre todo porque Darwin postulaba la existencia de cambios aleatorios, lo que parecía poner en entredicho la existencia de un propósito aparente en el Universo.

Owen estaba en su derecho a no mostrarse de acuerdo con Darwin. También tenia derecho a escribir y hablar en contra de la teoría darwiniana. Pero escribir artículos anónimos sobre el tema citando y elogiando el propio trabajo con respeto y aprobación es un truco bastante sucio.

Desde luego, las citas de expertos en la materia siempre hacen buen efecto. Pero el efecto es mucho peor cuando uno se cita a sí mismo. No es honrado aparentar que se está haciendo lo primero cuando en realidad se está haciendo lo segundo, ni aun cuando se es una autoridad reconocida en la materia. Existe una diferencia psicológica.

Owen también alentaba a los demagogos a provocar controversias antidarwinianas, consiguiendo así que publicaran argumentos poco razonables o difamatorios que él mismo se habría avergonzado de utilizar.

El hecho de que los científicos muestren una marcada tendencia a enamorarse de sus ideas plantea otro tipo de problemas. Siempre resulta doloroso tener que admitir los propios errores. Por lo general, uno se debate, se revuelve y forcejea, esforzándose por salvar su teoría, y se aferra a ella mucho después de que el resto del mundo la haya abandonado.

Esta reacción es tan humana que apenas necesita comentario, pero puede ser de particular importancia para la ciencia si el científico en cuestión es un hombre viejo, famoso y respetado.

El ejemplo por excelencia es el del sueco J√ns Jacob Berzelius (1779–1848), uno de los más grandes químicos de la Historia, que en sus últimos años se convirtió en un poderoso aliado del conservadurismo científico. Había elaborado una teoría de la estructura orgánica a la que no estaba dispuesto a renunciar, y el resto de la comunidad mundial de químicos no se atrevía a desviarse de ella por miedo a sus invectivas.

El químico francés Auguste Laurent (1807–1853) presentó en 1836 una teoría alternativa que ahora sabemos que se acercaba más a la verdad. Laurent reunió pruebas incontestables a favor de su teoría y el químico francés Jean Baptíste Dumas (1800–1884) fue uno de los que le apoyaron.

Berzelius contraatacó furiosamente, y Dumas no se atrevió a oponerse al gran hombre y se desdijo de sus anteriores declaraciones. Pero Laurent se mantuvo firme y continuó reuniendo pruebas. Su recompensa fue que le negaron el acceso a los laboratorios más prestigiosos. Se supone que contrajo la tuberculosis a causa de las deficientes instalaciones de calefacción de los laboratorios de provincias en los que se veía obligado a trabajar, y murió todavía joven.

Tras la muerte de Berzelius, las teorías de Laurent empezaron a cobrar actualidad. Dumas recordó oportunamente que en un principio las había respaldado e intentó atribuirse más méritos de los que le correspondían, dando pruebas con ello de su falta de honradez tras haber dado pruebas de su cobardía.

El
establishment
científico resulta con frecuencia tan difícil de convencer del valor de las ideas nuevas que el físico Max Planck (1858–1947) se quejó en una ocasión de que la única forma de conseguir avances revolucionarios en las ciencias era esperando a que se murieran todos los científicos viejos.

En otras ocasiones hay un deseo desmedido de realizar algún descubrimiento. Hasta el científico más firmemente honrado puede sentir la tentación.

Veamos el ejemplo del diamante. Tanto el grafito como el diamante son formas de carbono puro. Si el grafito sufre una gran presión, sus átomos se reordenan y adoptan la configuración del diamante. La presión no tiene por qué ser tan alta si se eleva la temperatura, de manera que los átomos puedan moverse y desplazarse más fácilmente. La cuestión es, por tanto, cómo obtener la combinación adecuada de altas presiones y altas temperaturas.

El químico francés Ferdinand Frédéric Moissan (1852–1907) emprendió esta tarea. Se le ocurrió que el carbono se disuelve hasta cierto punto en el hierro líquido. Si el hierro fundido (a una temperatura bastante alta, por supuesto) se solidifica, sufre una contracción. Al contraerse, el hierro podría ejercer una gran presión sobre el carbono en disolución, y era posible que esta combinación de altas temperaturas con altas presiones diera el resultado deseado. Si después se disolvía el hierro, quizá se encontraran pequeños diamantes entre los residuos.

En la actualidad, conocemos bien las condiciones en las que se realiza esta transformación del grafito en diamante, y sabemos sin lugar a dudas que las condiciones de los experimentos de Moissan no eran las indicadas para su propósito; no tenía ninguna posibilidad de obtener diamantes.

Pero los consiguió.

En 1893 presentó públicamente una serie de pequeños diamantes con impurezas y una astilla de diamante incoloro de más de medio milímetro de longitud, que afirmó haber obtenido a partir de grafito.

¿Cómo era posible? ¿Acaso Moissan había mentido? ¿De qué le habría servido, teniendo en cuenta que nadie habría podido reproducir su experimento y que él mismo sabría que no era cierto?

Aun así es posible que el tema le sacara un poco de quicio, pero la mayor parte de los historiadores científicos prefieren suponer que uno de los ayudantes de Moissan introdujo los diamantes para gastarle una broma a su jefe. Moissan cayó en la trampa, anunció su éxito y el bromista no pudo dar marcha atrás.

El caso del físico francés Rene Prosper Blondlot (18491930) es todavía más extraño.

En 1895 el físico alemán Wilhelm Konrad Roentgen (1845–1923) descubrió los rayos X, y en 1901 fue galardonado con el primer premio Nóbel de física. En aquella época también se habían descubierto otras radiaciones extrañas: los rayos catódicos, los haces de iones positivos y las radiaciones radiactivas. Realizar un descubrimiento de este tipo suponía alcanzar la gloria en el mundillo científico, y esa era la aspiración de Blondlot, lo cual es bastante natural.

En 1903 anunció su descubrimiento de los «rayos N» (a los que llamó así en honor de la Universidad de Nancy, donde trabajaba). Estas radiaciones se producían al someter a tensión algunos sólidos, por ejemplo el acero templado. Estos rayos podían detectarse y estudiarse gracias al hecho (según Blondlot) de que iluminaban una pantalla de pintura fosforescente, que ya de por sí despide una ligera luminosidad. Blondlot aseguraba que había visto este resplandor, y otras personas también afirmaron lo mismo.

El principal problema era que en las fotografías no resultaba perceptible este resplandor y que ningún instrumento más objetivo que el impaciente ojo humano lo había registrado. Un día, un observador se metió disimuladamente en el bolsillo una pieza indispensable del instrumento utilizado por Blondlot. Este, sin advertir su falta, continuó viendo el resplandor y «demostrando» su fenómeno. Por último, el observador sacó la pieza y Blondlot, furioso, arremetió contra él.

¿Era Blondlot un estafador a sabiendas? No sé por qué, pero yo creo que no. Simplemente deseaba desesperadamente creer en algo… y así lo hizo.

El deseo desmedido de descubrir o demostrar algo puede llevar incluso a falsificar los datos.

Veamos el caso del botánico austriaco Gregor Mendel (1822–1884). Es el padre de la genética y fue el primero en formular, con bastante acierto, las leyes básicas de la herencia. Lo consiguió cruzando diferentes cepas de plantas del guisante verde y anotando el número de veces que aparecían los diferentes rasgos en su descendencia. De esta forma descubrió, por ejemplo, la relación de tres a uno, en la tercera generación del cruce de un rasgo dominante con otro recesivo.

Pero a la luz de los descubrimientos posteriores, las cifras que obtuvo dan la impresión de ser un poco demasiado perfectas. Tendría que haber habido un poco más de dispersión. Por consiguiente, hay quien cree que se buscó excusas para corregir los valores que se desviaban demasiado de las reglas generales formuladas por él.

Esto no afecta a la importancia de sus descubrimientos, pero la cuestión de la dotación hereditaria afecta muy indirectamente a los seres humanos. Estamos mucho más interesados en las relaciones entre nosotros y nuestros antepasados que en los diamantes, las radiaciones invisibles y la estructura de los compuestos orgánicos.

Así, hay gente que pretende atribuir a la herencia la mayor parte de las características de los individuos y grupos de individuos, mientras otras personas pretenden atribuirlas a la influencia del medio ambiente. En general, los aristócratas y los conservadores se inclinan por la teoría de la herencia, y los demócratas y radicales, por la del medio ambiente
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En este tema las emociones suelen jugar un papel muy importante, hasta el punto de que se puede estar convencido de que uno de estos dos puntos de vista
tendría
que ser el verdadero, lo sea en realidad o no. Al parecer, es lamentablemente fácil, una vez que uno empieza a pensar de esta manera, forzar un poquito los datos si éstos nos contradicen.

Supongamos que alguien es un ardiente defensor de la teoría ambiental (mucho más que yo). La herencia llega a parecer una nadería. Sea cual fuere nuestra herencia, la influencia del medio ambiente puede cambiarla; nosotros se la transmitimos a nuestros hijos, quienes a su vez pueden transformarla de nuevo, y así sucesivamente. Esta teoría, que postula la extrema plasticidad de los organismos, se conoce como «transmisión de las características adquiridas».

El biólogo austriaco Paul Kammerer (1880–1926) creía en la transmisión de las características adquiridas. A partir de 1918 estuvo experimentando con salamandras y sapos para intentar demostrarlo. Existen, por ejemplo, algunas especies de sapos en las que el macho tiene las almohadillas del pulgar de color oscuro. Hay una especie de sapo que no tiene esta característica, y Kammerer trató de conseguir unas condiciones ambientales que provocaran el desarrollo de estas almohadillas oscuras en esta especie, aunque no las hubiera heredado.

Kammerer afirmaba haber conseguido algunos ejemplares, que describía en sus informes, pero no consentía que otros científicos los examinaran de cerca. Sin embargo, los científicos acabaron por conseguir algunos de estos ejemplares, y se descubrió que las almohadillas de las patas habían sido oscurecidas con tinta china. Es de suponer que Kammerer llegó a estos extremos arrastrado por el fuerte deseo de «demostrar» su teoría. Al verse descubierto se suicidó.

También hay quien siente un impulso igualmente apremiante por demostrar lo contrario: que la inteligencia de un individuo, por ejemplo, está determinada por la herencia, y que la educación y el trato civilizado poco pueden hacer para despejar la inteligencia de un idiota.

Esta teoría tiende a perpetuar un esquema social muy ventajoso para los que ocupan los peldaños superiores de la escala social y económica. Las clases altas se sienten tranquilizadas al pensar que aquellos de sus congéneres que viven en la miseria se encuentran en esta situación a causa de sus propias carencias hereditarias, y que es inútil preocuparse demasiado por ellos.

Cyril Lodowic Burt (1883–1971) era un psicólogo muy influyente partidario de este punto de vista. Pertenecía a la clase alta inglesa, estudió en Oxford y fue profesor en Oxford y en Cambridge, donde estudió el coeficiente intelectual de los niños, relacionándolo con las diferentes categorías profesionales de sus padres: profesional superior, profesional medio, eclesiástico, obrero especializado, obrero semiespecializado y obrero no cualificado.

Descubrió que el CI se ajustaba a la perfección a las distintas categorías. Cuanto menor era la categoría social de los padres, menor era también el Cl del niño. Parecía la demostración perfecta de que cada uno tiene que saber estar en su sitio. Como Isaac Asimov es hijo de un tendero, Isaac Asimov tiene que resignarse (por lo general) a ser también un tendero, y no debe intentar competir con sus superiores.

Pero después de la muerte de Burt se plantearon algunas dudas sobre la veracidad de sus datos. Sus estadísticas eran tan perfectas que resultaban claramente sospechosas.

Las sospechas fueron creciendo, hasta que en el número de
Science
, del 29 de septiembre de 1978, apareció un articulo titulado «La polémica sobre Cyril Burt: nuevos descubrimientos», firmado, por D. D. Dorfman, profesor de sicología de la Universidad de Iowa, con el siguiente encabezamiento: «Demostrado sin ningún género de dudas que el eminente científico británico inventó datos relativos al CI y las clases sociales.»

Y no hay más que hablar. Burt, como Kammerer, quería creer en algo, así que inventó datos que lo probaran. Al menos esa es la conclusión del profesor Dorfman.

Mucho antes de abrigar sospecha alguna sobre la honestidad de Burt, yo había escrito un articulo titulado «Algunos pensamientos sobre el pensamiento» en el que criticaba las pruebas de CI y me mostraba en desacuerdo con los psicólogos que consideran que las pruebas de inteligencia son concluyentes en la determinación de cosas como la inferioridad racial.

El hijo de uno de los psicólogos británicos al frente de estas investigaciones le enseñó el articulo a su padre, que se puso furioso. El 25 de septiembre de 1978 me envió una carta en la que sostenía que las pruebas de CI eran aceptables culturalmente y que los negros están doce puntos por debajo de los blancos aun en las mismas condiciones ambientales y educativas. Me aconsejaba que me limitara a hablar de los temas que conociera bien.

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