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Authors: Mike Lee Dan Abnett

El señor de la destrucción

 

En el mundo de Warhammer ninguna raza es más temida que los elfos oscuros, y ningún miembro de esta raza es más astuto y traicionero que Malus Darkblade. Engañado por el inmundo demonio Tz'arkan, Malus dispone sólo de un año para encontrar cinco talismanes y llevárselos, o su alma inmortal será condenada. Tras muchos meses de penurias y aventuras, a Malus le queda por recuperar un solo talismán: el Amuleto de Vaurog. Al huir de Har Ganeth, el bellaco elfo oscuro es capturado y llevado a Naggarond, donde el Rey Brujo le ordena que lidere la defensa contra una invasión del Caos.

En medio del estruendo de la batalla, mientras asesinos y traidores siguen cada uno de sus movimientos, ¿qué posibilidades tiene Darkblade de encontrar el amuleto, y de llevárselo a Tz'arkan antes de que se acabe el tiempo?

Dan Abnett, Mike Lee

El Señor de la Destrucción

Crónicas de Malus Darkblade

ePUB v1.0

Bercebus
28.11.11

1. La montaña del norte

Desiertos del Caos, primera semana del invierno

El frío viento cambió para soplar a ráfagas que transportaban nieve desde el sudeste y susurrar atormentados lamentos en las ramas más altas de los árboles. Urghal se inmovilizó de pronto, acuclillado en medio del sotobosque cubierto de nieve. Las fosas nasales del hombre bestia se dilataron al olfatear la presa, y sus finos labios se contrajeron en un rictus de hambre feroz.

Urghal giró la astada cabeza a derecha e izquierda y atisbo a sus dos compañeros de caza, Aghar y Shuk, en el momento en que se separaban y también se ocultaban. El denso bosque de montaña había quedado en mortal silencio salvo por el aullido del viento, y las largas orejas peludas del hombre bestia se meneaban sin descanso al esforzarse por percibir movimientos procedentes de algún punto situado más abajo de la pendiente. A lo largo de los anchos hombros del hombre bestia se tensaban y relajaban pesados músculos, y los tatuajes que decoraban su grueso pellejo se contorsionaban y movían de un modo inquietante. Respiraba lenta y profundamente, y flexionaba los dedos provistos de garras en torno a la nudosa empuñadura de un garrote toscamente tallado que sujetaba con las anchas manos. La caza había sido escasa desde que la manada había regresado a la fisura de la montaña y había recuperado su antiguo territorio. Dentro de poco, el nuevo señor de la manada comenzaría a seleccionar a los débiles y los lentos para matarlos y asarlos en las hogueras. Urghal no tenía la más mínima intención de ser uno de ellos.

El silencio se extendía por el oscuro bosque, roto sólo por el zumbido de las moscas que volaban en círculos alrededor de las llagas abiertas que el hombre tenía en el huesudo hocico. Entonces, sin previo aviso, le llegó el crujir de la vegetación, de zarzas y helechos que eran aplastados, y Urghal oyó el repiqueteo de unas pezuñas que batían la tierra margosa.

El hombre bestia escuchó atentamente mientras la manada de ciervos corría en estampida cuesta arriba, directamente hacia él. Los animales, presas del pánico, aplastaban y rompían helechos y arbustos al abrirse paso a través del denso sotobosque. Urghal ya los olía; eran quizá una docena, y el olor de su miedo le causaba escozor dentro de la nariz. Se pasó una gruesa lengua negra por los dientes rotos, salivando al pensar en el sabor de la sangre salada, caliente.

Veinte metros. Diez. Ahora Urghal veía ramas que se mecían al acercarse la manada de ciervos. Débiles sonidos le indicaron que sus compañeros de cacería se preparaban para atacar. Los músculos del hombre bestia se tensaron como resortes que hubiesen estado encogidos justo cuando la manada se le echó encima como una ola.

Un ciervo salió del sotobosque por la izquierda de Urghal y esquivó ágilmente el tronco de un oscuro roble con un movimiento frenético. El hombre bestia atisbo unos ojos desorbitados a causa del terror en el momento en que saltó fuera del escondite y acometió al ciervo con el pesado garrote de roble endurecido, que se estrelló contra un costado del animal, le astilló las costillas y le partió el espinazo con un seco chasquido. El ciervo bramó de dolor y cayó de cabeza al suelo.

Aullidos y rugidos hambrientos estremecieron el aire cuando Aghar y Shuk se unieron al derramamiento de sangre y acometieron con dagas y garras a los animales, que avanzaban a saltos. Urghal olfateó amarga sangre en el aire y dejó escapar una cruel carcajada en el instante en que un ciervo enorme salió del sotobosque por la derecha. En el mismo momento, el ciervo vio al hombre bestia; consumido por el terror, el animal sacudió la astada cabeza e intentó alejarse de un salto, pero Urghal barrió el aire con el garrote manchado de sangre y, trazando un silbante arco, partió las lustrosas astas del ciervo y le hundió el cráneo. El animal se desplomó sobre el nevado suelo con un pesado golpe sordo, sus patas se agitaron debido a los estertores de la muerte. Urghal soltó el garrote y cayó sobre él para desgarrarle la tibia garganta con los dientes. El hombre bestia devoró con ansia la carne mientras el ciervo se estremecía y moría; arrancaba bocados que se tragaba enteros en un intento frenético de saciar el hambre que sentía.

Pasó un tiempo antes de que Urghal se diera cuenta de lo silencioso que estaba el bosque, y cuando comenzó a calmarse su desesperante hambre se preguntó qué podría haber aterrorizado de aquel modo a los ciervos, habituados a moverse por el bosque.

El hombre bestia alzó el hocico sucio de sangre, se lamió la nariz para limpiársela y olfateó una vez más el frío aire. El viento sopló y de nuevo se calmó; por encima del rico aroma de la sangre y las entrañas desgarradas percibió un leve rastro de algo extraño y amargo que hizo que un escalofrío le recorriera el espinazo. Sus compañeros continuaban comiendo, sin hacer caso de nada más que del humeante festín que tenían delante.

Urghal tuvo una premonición y el miedo le atenazó la garganta. El hombre bestia enseñó los dientes enrojecidos por la sangre y miró frenéticamente a su alrededor para buscar el garrote, que localizó caído sobre la ensangrentada nieve a una docena de pasos de distancia. Se lanzó hacia el arma y les ladró una advertencia a sus compañeros de manada justo en el momento en que el aire se estremecía con un rugido atronador y una forma enorme saltaba desde las sombras de los árboles.

La bestia era descomunal e hizo que la tierra temblara al caer sobre dos pies provistos de garras en medio de los sorprendidos hombres bestia. Medía casi diez metros desde el hocico a la punta de la cola, y ocupó completamente el pequeño claro donde los cazadores habían tendido la emboscada a las presas. Tenía la piel verde oscuro y escamosa como la de un dragón, y sus musculosas ancas estaban cubiertas de cicatrices sufridas en centenares de batallas mortales. Las largas y flacas extremidades delanteras estaban encogidas contra el estrecho pecho de la bestia. La fuerte cola, parecida a un cable, equilibró el cuerpo cuando se lanzó a recoger dos cadáveres de ciervo con las enormes fauces de lagarto; se los tragó tras masticarlos unas pocas veces. Por entre los dientes como dagas de la criatura cayeron hilos de espesa saliva mezclada con sangre. Sus ojos rojos se movieron frenéticamente dentro de las profundas y huesudas cuencas oculares para examinar los alrededores en busca de otras presas. Volvió a abalanzarse con la velocidad de una serpiente, lanzó al aire el cuerpo de otro ciervo y se lo tragó de un bocado.

Gritos y bramidos de miedo resonaron por el claro cuando los cazadores retrocedieron con paso tambaleante ante el repentino ataque. Urghal recogió bruscamente el garrote, gruñendo de cólera. El hambre guerreaba con el miedo mientras observaba cómo el monstruo se alimentaba de las presas que ellos habían capturado. Cuando la criatura se lanzó hacia otro ciervo, Urghal advirtió que no se había dado cuenta de la presencia de los tres hombres bestia, que la rodeaban. La poderosa cola estaba ahora caída y se arrastraba parcialmente por el suelo; la piel que cubría la huesuda cabeza estaba arrugada sobre el cráneo como grueso pergamino. Mientras comía, Urghal vio que se le marcaban mucho las costillas en los flancos. La criatura estaba muerta de hambre, según comprendió el hombre bestia, que entendía esa locura demasiado bien.

Reparó en la silla de montar desgastada por la exposición a la intemperie que el monstruo llevaba sujeta al lomo, justo detrás de los caídos hombros. Había unas alforjas con los lados maltrechos y desgastados por el uso y el indiferente descuido, atadas detrás de la silla. En las correosas mejillas de la bestia destellaban anillas de plata a las que se habían fijado unas riendas en otros tiempos. Entonces, vio la larga espada de negra empuñadura que iba sujeta mediante correas a un lado de la silla, y supo que el jinete tenía que haber muerto hacía mucho.

Urghal enseñó los ennegrecidos dientes y les ladró algunas órdenes a sus compañeros cazadores. Les dijo que la criatura era estúpida, y que estaba debilitada y hambrienta. Podían saltar sobre su lomo y matarla mientras comía, y alimentarse de su acre carne durante muchos días. Aghar y Shuk escucharon, y el encogido vientre les confirió una valentía que de otro modo podrían no haber tenido. Aferraron las armas con fuerza y dieron un rodeo hasta los flancos de la criatura. Aghar avanzó con cautela a lo largo del costado derecho de la bestia, mientras alzaba la daga para clavársela profundamente en el cuello. Shuk se acercó de forma sigilosa a la base de la cola de la criatura, preparado para descargar todo su peso sobre el apéndice e impedir que lo moviera. Urghal avanzó por el costado izquierdo para acercarse más a la silla de montar. Saltaría sobre ella para desenvainar la espada negra y clavarla luego en la parte posterior del cuello del monstruo. Moriría antes de darse cuenta de que estaba en peligro.

Con una sonrisa malvada, Urghal se volvió hacia Shuk..., y demasiado tarde, vio una forma oscura que saltaba desde las profundidades del bosque y caía sobre el lomo del hombre bestia con un chillido aterrador. Urghal oyó un entrechocar metálico cuando el atacante saltó sobre el torso desnudo de Shuk, y luego vio que unas manos pálidas rodeaban el amplio pecho del hombre bestia para clavar los dedos como garras en el pellejo cubierto de cicatrices y en los poderosos músculos. Shuk bramó de terror y dolor al mismo tiempo que echaba atrás la astada cabeza y pasaba las manos por encima de los hombros para intentar sacarse de encima al atacante, pero el agresor de pálida piel se aferró a su víctima como una araña cavernícola y se le pegó aún más al lomo.

Cuando la figura con armadura acometió la garganta de Shuk, Urghal atisbo una cara pálida y angulosa enmarcada por un pelo largo, negro, y enredado. Los ojos tan oscuros como el Abismo se clavaron en los de Urghal. Unos labios, azulados, se tensaron para dejar a la vista dientes blancos y perfectos, y el atacante desgarró la musculosa garganta del hombre bestia. Por los labios de Shuk salió un chorro de sangre mientras él intentaba contener la fuente roja que manaba con fuerza por la herida del cuello. Urghal observó cómo el monstruo de negros ojos hundía la cara en la herida abierta para arrancar bocados de carne como una rata frenética.

El agonizante hombre bestia cayó de rodillas, ahogándose con su propia sangre. Urghal aferró el garrote y bramó un desafío justo cuando la escamosa bestia que tenía al lado se volvía y acometía a Aghar. La cola como un látigo de la criatura azotó en la dirección contraria y se estrelló contra el pecho de Urghal. El poderoso golpe le partió algunas costillas como si fueran ramitas y lo lanzó de espaldas hasta el otro lado del claro, donde se estrelló contra el tronco de un enorme roble. Aturdido por el doble impacto, el hombre bestia se desplomó y sintió que los huesos rotos raspaban entre sí dentro de su pecho.

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