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Authors: Craig Russell

Tags: #Policíaco, #Thriller

El señor del carnaval (4 page)

—Hola, señor —dijo la bella ucraniana con una sonrisa perfecta de porcelana—. Le están esperando. ¿Quiere acompañarme? Su anfitrión ha reservado una sala privada.

Puso la cerveza de Buslenko en una bandeja y se dio la vuelta, mirando un instante hacia atrás para asegurarse de que la seguía. Antes de hacerlo, él examinó la barra a su alrededor como para convencerse de que no lo vigilaban.

La bella ucraniana lo guio a través de una puerta doble hacia un pasillo que era como un túnel sombrío, con paredes de cristal oscuro e iluminado por finas franjas de luz focalizada que se repetían infinitamente en el material reflectante. Llamó a una puerta antes de abrirla de par en par para que Buslenko pudiera entrar en la lujosa sala de juegos privada. Había cuatro hombres sentados alrededor de una mesa baja, en un espléndido sofá en forma de L. Sobre la mesa, cuatro vasos de vodka y una botella junto a un informe de cubierta azul. Los cuatro se levantaron cuando entró Buslenko. Al igual que el portero, llevaban las fuerzas especiales escritas en la cara y todos tenían cuarenta y tantos años, lo cual significaba que probablemente habían tenido experiencias reales de combate. Buslenko se fijó en la pared de cristal semiopaco que había detrás de ellos, que obviamente dividía ese reservado del contiguo. La sala que había más allá estaba a oscuras y la puerta que las conectaba cerrada; una intuición vaga pero profunda le decía a Buslenko que no estaba vacía.

El hombre que estaba sentado en el centro tenía el pelo prematuramente blanco y con un corte que casi dejaba ver su cabeza desnuda. Una cicatriz le asomaba por el cabello, le cruzaba la ancha frente y le llegaba hasta la parte externa de la ceja de recha. Buslenko había hecho su habitual registro veloz de la sala y ya había deducido el rango superior del tipo de la cicatriz por el lenguaje corporal de los demás, aunque no eran el instinto ni la formación lo que le decían a Buslenko que estaba ante un hijo de puta mezquino y peligroso. Reconoció al ruso nada más entrar en la sala y sintió una opresión en el pecho. Kotkin. ¿Qué hacía allí Dmitry Kotkin? Tenía demasiada experiencia como para ser sargento de reclutamiento. Buslenko tampoco necesitó darse la vuelta para saber que ahora había un quinto hombre detrás de él, en la puerta. Pero presentía que había alguien más, que estaba más allá de su alcance; alguien que aguardaba, silencioso e invisible, tras la pared de cristal oscuro de la otra habitación.

La bella ucraniana puso el vaso de cerveza de Buslenko encima de la mesa y se marchó. Él no se volvió al advertir el clic de la puerta que se cerraba. La presencia del quinto hombre no tenía ninguna trascendencia: Buslenko era bueno y perfectamente capaz de enfrentarse a cuatro o cinco hombres en las circunstancias adecuadas. Pero éstas no eran las circunstancias adecuadas, ni éstos eran tampoco los hombres apropiados: tenían todos un historial similar al de Buslenko y, supuso, todos habían matado antes más de una vez. Como mucho, sería capaz de llevarse a uno o dos de ellos por delante. Además, sabía que si tenía que enfrentarse a la muerte, ésta vendría desde atrás y del hombre de la puerta.

—¿Es usted Rudenko? —le preguntó Kotkin en ruso.

Buslenko asintió.

—Siéntese —dijo Kotkin, al tiempo que él también tomaba asiento. Los otros tres se quedaron de pie. El ruso de la cicatriz abrió el informe—. Tiene usted un historial impresionante. Exactamente lo que estamos buscando, o eso parece. Pero lo que quiero saber es por qué ha venido a buscarnos.

—No lo he hecho. Ustedes se pusieron en contacto conmigo —respondió Buslenko en ruso. Pensó en tomar desenfadadamente un trago de su cerveza, pero temió que le temblara la mano. No por miedo, sino por exceso de adrenalina.

Kotkin levantó las cejas y arrugó la cicatriz desagradablemente.

—Ha estado usted haciendo preguntas. Más que eso, sabía exactamente qué debía preguntar y en qué lugar. Eso sólo puede significar dos cosas: o que se estaba haciendo publicidad, o…

Buslenko se rio y movió la cabeza:

—No soy policía, si es ahí donde quiere llegar. Escúchenme, es mucho más sencillo: dinero. Quiero ganar dinero, mucho dinero. Y quiero trabajar en el extranjero. Buscan ustedes a gente para trabajar en el extranjero, ¿no?

—No nos adelantemos a los acontecimientos. —El ruso de la cicatriz les hizo un gesto con la cabeza a los demás, y dos de ellos se acercaron a Buslenko y le indicaron que se levantara y alzara los brazos. Uno lo cacheó manualmente y el otro comprobó que no llevaba ningún micro con un dispositivo electrónico. Buslenko sonrió. Cuando quedaron convencidos de que estaba limpio, los dos hombres volvieron a sentarse.

—Nosotros sabemos lo que queremos, y usted debe convencernos de que es lo que buscamos.

—Supongo que ya está todo ahí dentro —dijo Buslenko, señalando el informe—. Doce años de experiencia, primero como paracaidista y luego en una Spetsnatz del Ministerio del Interior. Sé manejarme y puedo enfrentarme a cualquier misión que quieran encargarme.

—Conozco la unidad Spetsnatz en la que sirvió. ¿Conoce a Yuri Protcheva? Debió de servir más o menos por la misma época.

Buslenko fingió que trataba de recordar. Había repasado el informe, todas las listas de equipos, una docena de veces. Supo de inmediato que el tal Yuri Protcheva no existía: era una trampa evidente, demasiado evidente. Kotkin no quería que admitiera conocer a alguien que no existía, sino que quería que lo negara demasiado rápido, para que delatara que había ensayado.

—No… No puedo decir que lo conozca —dijo Buslenko al cabo de un rato—. Conocía a todo el mundo, prácticamente, pero a ningún Yuri Protcheva. Había un Yuri Kadnikov… ¿Podría tratarse del mismo?

—¿Dice usted que se metió en problemas? —preguntó Kotkin, ignorando la respuesta de Buslenko.

—Algunos. No demasiados. Tuvimos que abortar un motín de prisioneros en la cárcel SIZ013. Maté a un interno… No es que fuera muy grave, teniendo en cuenta la situación, pero uno de los oficiales de la prisión se las cargó por no hacer lo que le mandaban, que era quedarse al margen. No fue culpa mía, sino suya, pero su hermano era un pez gordo del Ministerio del Interior. Ya sabe cómo van estas cosas…

—No buscamos rebeldes ni perdedores; buscamos soldados. Buenos soldados capaces de aceptar y acatar órdenes.

—Eso es lo que soy. —Buslenko se enderezó en la butaca de cuero—. Pero pensé que buscaban a gente capaz de… bueno, de infringir la ley.

—Nuestra única ley es el código del soldado. Si se une a nosotros, pasará usted a ser miembro de una elite. Todo lo que hacemos está regulado por los más altos estándares militares, no difiere del servicio normal en una unidad Spetsnatz: la única diferencia es que la paga es mil veces mejor. Pero todavía no está usted dentro, antes tendrá que responderme a unas cuantas preguntas.

—Adelante —dijo Buslenko, encogiéndose de hombros con aire desenfadado, aunque sentía la boca seca y tuvo que reprimirse para no mirar detrás del ruso, donde estaba la pared de cristal ahumado. Su instinto le espoleaba constantemente: ahí había alguien; vigilando, escuchando. Estaba ahí. La información de Sasha era correcta.

—¿Sabe qué es lo que mantiene unida a una unidad militar?

—No sé… la obediencia, supongo. La capacidad de acatar una orden con la máxima eficacia.

Kotkin movió su marcada cabeza.

—No, no es eso. Le diré lo que es. Es la confianza, la confianza en una camaradería sincera. La lealtad entre compañeros y con el comandante.

—Supongo. —Buslenko detectó que algo cambiaba, como los cambios bruscos de presión atmosférica justo antes de una tormenta. Sintió que los otros tres hombres sentados en el sofá se tensaban de una manera casi imperceptible, aunque la actitud del ruso permaneció inmutable. Demasiado profesional. Los informes sobre Kotkin indicaban que había sido interrogador, o torturador, en Chechenia o en algún otro lugar de los confines del Imperio ruso en vías de derrumbarse. Tal vez por eso estaba allí: no como reclutador de Buslenko, sino como su torturador y verdugo.

Encima, el instinto de Buslenko seguía insistiendo en que había alguien vigilando y escuchando desde detrás de la pared de cristal.

—La lealtad. Eso es lo que mantiene junta una unidad. Hermanos de armas. —El ruso hizo una pausa, como si esperara que Buslenko dijera algo. Los otros tres hombres se levantaron. Buslenko se esforzó por oír algún rastro de sonido detrás de él.

—¿Qué problema hay? —preguntó, intentando mantener un tono de voz tranquilo.

«Vendrá por detrás», pensó de nuevo.

—Compartimos una experiencia común —prosiguió Kotkin como si no hubiera oído la pregunta de Buslenko—. Somos hombres de guerra y nuestras vidas dependen las unas de las otras. Por qué luchamos es secundario; lo que realmente importa es que luchamos juntos. Entre nosotros hay un vínculo de lealtad tácito e inquebrantable: no existe ninguna relación más sólida que ésta, y no hay traición más grande que faltar a este vínculo.

Como si reaccionaran a una clave, los otros tres hombres buscaron en sus cazadoras de cuero y Buslenko se encontró de pronto mirando tres rifles automáticos de fuerte calibre. Pero nadie disparó.

—Usted no se llama Rudenko —dijo el ruso—. Y tampoco sirvió en la unidad Titan. Se llama usted Taras Buslenko, sirvió en las unidades Spetsnatz de crimen organizado Sokil Falcon y actualmente es agente secreto de la división de mafias del Ministerio del Interior.

Buslenko miró al cristal ahumado detrás del ruso. Él estaba allí, Buslenko estaba convencido. A punto de caer sobre su presa, como siempre le había gustado.

—Está usted solo, Buslenko —dijo Kotkin—. No podía llevar un micro ni tampoco ha podido venir armado. Su gente está fuera, pero nosotros estamos mejor que ellos.

Para cuando lleguen, usted estará muerto y nosotros nos habremos esfumado. En resumen, está bien jodido.

Entonces Buslenko oyó una levísima señal de que alguien había cruzado la habitación de atrás. Anticipó el siguiente movimiento a la perfección. Ya había deducido que querrían matarle con el máximo sigilo, y tan pronto como agitaron el bucle de cable frente a él se hundió en la butaca de piel. El cable se le clavó dolorosamente en la frente antes de resbalar, pues no consiguieron enlazarlo por debajo de la mandíbula o por la carne blanda del cuello. Buslenko clavó los talones en la mesa baja. Era pesada y rugió al deslizarse por el suelo en vez de chocar contra las espinillas de los pistoleros, como había previsto. Se echó al suelo rodando de lado.

Seguían sin disparar: estaba claro que estaban convencidos de poder matarle sin abrir fuego.

Buslenko volvió a rodar pero el quinto hombre, el que no había logrado estrangularle con el cable de alta tensión, le estampó una patada en la sien con la bota.

Sintió un dolor infernal, pero no quedó aturdido como había sido la intención de su asaltante, y agarró la bota cuando volvió a atacarlo con un experto golpe de canto dirigido al cartílago de su garganta. Buslenko retorció el pie de su agresor y levantó su propia bota hacia la entrepierna del hombre. Sabía que iba a morir. Lo que había dicho el ruso era cierto: su ayuda no llegaría a tiempo, pero, al menos, estaba decidido a llevarse a alguien por delante. Ahora Buslenko actuaba sin el pánico de alguien que lucha por su supervivencia; ahora todas las partes de su formación se juntaban en una perfecta actuación final. Se levantó de un salto, le dio la vuelta a su agresor y, con un solo movimiento continuo, le partió el cuello y lanzó su cuerpo agonizante para cerrar el paso a sus asaltantes. El ruso hizo una maniobra a la izquierda y dejó que el cuerpo cayera sobre sus compañeros. Buslenko vio algo brillante que mandaba un destello hacia él y fue apenas capaz de esquivar el primer ataque del cuchillo de Kotkin. Con una gracia y una pericia a la altura de la de Buslenko, el ruso se cambió el cuchillo de mano y lo lanzó hacia atrás dibujando un arco. Esta vez, Buslenko no reaccionó lo bastante rápido y, aunque no sintió dolor, supo que el arma le había herido en el hombro. Los otros tres ya habían recuperado la compostura y Buslenko recibió una racha de golpes. Se encontró inmovilizado contra la pared, indefenso ante la fuerza combinada de sus asaltantes. Kotkin se le acercó. Levantó el cuchillo y clavó la punta en un lado de la garganta de Buslenko. Este sabía lo que seguía; era una forma clásica de asesinato silencioso: meter la hoja del cuchillo por detrás de la tráquea y luego sacarla con un movimiento ascendente. Así mataban a los cerdos en las granjas, sin chillidos: un solo segundo sin aliento antes del silencio y la muerte. Buslenko miró directamente a los ojos grises y fríos del ruso.

—Que te den por culo —dijo, y esperó a que le hundiera el cuchillo.

Se oyó entonces cómo alguien llamaba y la puerta que daba a la sala privada se abrió de par en par. Todos, incluido Buslenko, se volvieron a mirar. La bella ucraniana entró en la habitación con una bandeja en las manos y les preguntó si necesitaban más bebidas. Sus palabras se quedaron entrecortadas al advertir al muerto que había en el suelo y a Buslenko contra la pared, con un cuchillo en la garganta.

—¡Cógela! —les ladró Kotkin a los demás, y dos se abalanzaron hacia ella, dejándolo con un solo compañero y Buslenko.

La chica dejó caer la bandeja, bajo la cual ocultaba una pistola automática Fortl7.

Con calma, primero se encargó de Kotkin. Buslenko oyó el chasquido redondo en el centro de la frente del ruso y sintió que un líquido tibio le salpicaba en la mejilla.

Mientras el ruso caía, Buslenko le cogió el cuchillo de las manos y lo utilizó para atacar por debajo de la mandíbula al segundo hombre que lo sujetaba. El cuchillo cortó el tejido blando de la papada de su víctima, entró por la boca y la lengua y se acabó clavando en el arco duro del paladar. Hubo una serie de disparos y Buslenko supo que los otros dos hombres habían muerto. Apartó a su último asaltante, que llevaba todavía el cuchillo clavado en la mandíbula. Cuando el hombre intentó incorporarse, la bella ucraniana le soltó un par de balas más: la primera le dio en el cuerpo y le hizo caer al suelo; la segunda, como en los manuales, le dio en la cabeza.

La mujer sujetaba su pistola automática con las dos manos mientras registraba la estancia. Fuera se oyó una conmoción antes de que una patrulla de la Spetsnatz irrumpiera en la habitación. Buslenko, presionándose con un pañuelo el lado del cuello donde el ruso le había cortado, hizo un gesto hacia la pared de cristal ahumado al fondo de la habitación.

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