El señor del Cero (4 page)

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Authors: María Isabel Molina

Ibn Rezi hizo una pausa, miró sus pergaminos y dio mayor seriedad a su expresión.

—¿Sabes por qué estás aquí?

—No, señor.

—Has sido acusado ante el «diván» del Califa, José Ben Alvar.

Guardó silencio y contempló fijamente al muchacho tomando nota de su sobresalto. Hasta la sala llegaba el suave murmullo del jardín. El cadí siguió:

—Te han acusado ante el Califa, ¡Alá alargue sus días!, de blasfemar de Mahoma el Profeta, ¡su nombre sea bendito! Te han acusado con suficientes testigos que han declarado ante este tribunal, José Ben Alvar.

José miró en derredor. Parecía acorralado y la sangre había huido de su rostro.

—Esta denuncia que me hacen y que puedo jurar que es falsa, ¿no tendría que juzgarla el cadí de los cristianos?

Ibn Rezi sonrió. Apreciaba la estrategia del acusado. En Córdoba había un juez y un gobernador especial para los cristianos.

—Por supuesto, José Ben Alvar. Y así se hará después de mi sentencia. Juzgará tu acusación el cadí de los cristianos en presencia del gobernador de los de vuestra religión. Yo sólo atiendo esta denuncia, la compruebo y si lo creo preciso, juzgo y la resuelvo. Ten en cuenta que este es el «diván» del Califa, ¡Alá le guarde!, y no está sujeto a muchas formalidades. Es la justicia de nuestro buen señor que, como un padre, presta oído a sus súbditos sin ninguna discriminación de raza y religión y sin ninguna espera y protocolo.

—Señor, ¿puedo hablar en mi defensa?

—Habla.

—Señor, soy cordobés y mi familia ha vivido en esta ciudad desde los antiguos tiempos de los romanos. Somos cristianos desde hace más de trescientos años y todos hemos seguido la fe de nuestros padres. Creemos firmemente que es la verdadera, pero no ofendemos a los que buscan el paraíso que promete el Profeta y llaman a Dios con el nombre de Alá. Mi padre tiene clientes y amigos entre los fieles del Islam y siempre hemos pagado nuestros impuestos sin mezclarnos en rebeliones. Señor, estoy orgulloso de ser cordobés y mi familia es respetada en la ciudad. Creo que el Califa, ¡Dios le guarde!, es un gobernador justo y clemente, el mejor señor de la tierra, y rezo a Cristo para que le aumente los días. Nadie puede testimoniar con verdad que yo he ofendido al Profeta ni he hecho burla de los que siguen sus leyes.

Calló, anhelante. Ibn Rezi se levantó de su asiento y se acercó a la celosía. Atardecía sobre la ciudad y la luz del poniente pintaba las casas con reflejos rosas y azules. Cada vez estaba más seguro de la inocencia del muchacho. Su juicio era seguro. Al elegir jueces para su «diván» el Califa se fijaba, por encima de todo, en la sabiduría y en la rectitud de criterio de los jueces que le habían de representar en el contacto directo con el pueblo. Un hombre podía conocer muy bien las leyes, pero el instinto de la justicia y la valoración de la honradez de los hombres, la recta visión del corazón y el criterio para distinguir la verdad de la mentira bien disfrazada era más difícil de conseguir. Ibn Rezi tenía una justa fama de claridad de visión y buen juicio.

Volvió lentamente a su asiento sin perder de vista a José Ben Alvar. No creía que hubiese maldecido a Mahoma y, por otra parte, aunque creyente fervoroso y sincero, estaba seguro de que Mahoma estaba por encima de las palabras buenas o malas de un cristiano. Pero no todos entendían eso y los enemigos del muchacho eran poderosos.

Lentamente se acomodó en los cojines y colocó minuciosamente los pliegues de su ropa de seda. Tenía un plan.

—Como ya te he dicho, varios testigos declararon concertadamente contra ti y tu acusador es persona de gran prestigio. Pese a eso, yo creo que dices la verdad y desestimaré la acusación. Represento al Califa y mi palabra es la palabra del Califa. Pero después de mi sentencia, las cosas no se te van a arreglar; el delito del que te acusan se castiga con la muerte y tu acusador es demasiado poderoso. Tus maestros temerán su poder, te consideran de otra forma y ya no podrás continuar los estudios como protegido del Califa. Tus progresos científicos se detendrán. Es una lástima porque dicen que eres muy inteligente y podrías ser un gran sabio. Y hay que contar con que tu acusador no se conforme con mi sentencia y te vuelva a denunciar ante los tribunales regulares y a la denuncia de blasfemia añadirá otra de magia y de encantamiento para justificar que yo haya fallado a tu favor. Los procedimientos de los jueces ordinarios son largos y tendrás que aguardar la sentencia en la cárcel.

José Ben Alvar levantó vivamente la cabeza; seguía pálido, pero atendía con todos los sentidos. Ibn Rezi se sirvió agua en una copa de plata y cambió de tema.

—Los condes catalanes quieren hacer su propia política y ser señores en sus tierras; enviaron embajadores al Califa y le rindieron vasallaje. Pagan tributo; no un tributo muy cuantioso, porque son pobres, pero es uno más que unir al tesoro del Califa. Sin embargo, el señor natural de los condes catalanes es el rey franco. ¿Qué habrá dicho el rey Lotario cuando haya sabido que los catalanes, por propia iniciativa, se inclinan ante el Señor de los Creyentes?

José guardó silencio. La pregunta del cadí no esperaba respuesta.

Ibn Rezi continuó:

—Convendría mucho al Califa conocer las verdaderas intenciones de los condes catalanes; ninguno de los reinos del Norte es lo bastante fuerte para crear un verdadero problema al Califa y los gobernadores de Toledo, Lérida, Zaragoza y Tortosa tienen buenos hombres y buenas murallas, pero es sabio no dejar crecer a los enemigos.

Volvió a contemplar fijamente a José; luego bajó la vista al anillo de sello que llevaba en el dedo y que era la insignia de su cargo y jugueteó un momento con él.

—No debes olvidar que tus enemigos no lo son de tu fe, sino de tu inteligencia y de tu prestigio en los estudios. La envidia anida entre musulmanes y cristianos, en todas las razas y en todas las religiones... Un muchacho inteligente y leal que se siente cordobés aunque sea cristiano y que huye de su ciudad perseguido por su fe, podría ser un buen informador de su señor.

Los ojos de José reflejaban toda su sorpresa. Dijo:

—Señor, ¿puedo preguntar?

—Pregunta.

—¿Cuándo se ha preparado todo esto?

Ibn Rezi rió.

—No pienses que todo ha sido una trampa, Sidi Sifr —José se ruborizó ante su apodo—. No creas que la denuncia es falsa. Todo ha sucedido como te he dicho. Pero cuando me trajeron los informes sobre ti y sobre tu familia... pensé que este enojoso asunto podía tener una solución satisfactoria para todos.

—¿Para todos? —preguntó amargamente José.

—Mira, Sidi Sifr, ya no volverás a estudiar las cuatro ciencias en Córdoba; ya no obtendrás el premio del Califa para el mejor alumno. Ya te he dicho que creo que eres inocente, pero la acusación es sencilla y está bien tramada. Aunque yo declarara tu inocencia, tus maestros no propondrán para el premio a un alumno cristiano sospechoso de blasfemia, ni querrán que sigas en su escuela. Ya no eres bien visto. Tu vida ha cambiado, te la han cambiado tus enemigos. Vete a casa y consulta con tu padre; hoy no hay secretarios que levanten acta; oficialmente esta tarde tú no has estado aquí. Mañana daré orden de que te busquen y te traigan ante el tribunal; si te encuentran, sabré que no estás de acuerdo con mi plan y repetiremos esta audiencia —sonrió como si conociese los pensamientos de José—. No te pido que seas un espía de los que tienen tu misma fe, sino que nos envíes noticias desde las tierras de la frontera del Norte. Noticias que completen los informes de los gobernadores. Nuestro Califa, ¡Alá le bendiga!, no quiere guerras. Cree que un mediano pacto con escaso tributo es mejor que una gran victoria con cuantioso botín; no quiere ser la causa de la muerte de un hombre sea cual sea su fe, amigo o enemigo. Si escapas y no escribes, no tomaré represalias contra tu familia; éste es un acuerdo entre tú y yo. En cualquier caso, decidas lo que decidas, este tribunal decretará tu inocencia, porque yo soy un juez justo, pero ya te he explicado lo que ocurrirá.

José se inclinó dispuesto a marcharse. Luego recordó...

—Señor, si me fuese al Norte, ¿adonde iría?, ¿y cómo podría yo...?

Un gesto de aprobación de Ibn Rezi le interrumpió.

—No se equivocaron tus maestros al ponderar tu inteligencia, Sidi Sifr. No quiero decirte dónde puedes ir; tal vez a uno de vuestros monasterios del Norte que vuestro obispo te puede recomendar. Un muchacho como tú debe escribir con frecuencia a sus padres para tranquilizarles sobre su salud y destino. Ya te he dicho que no quiero que seas un espía al uso. El Califa ya los tiene, expertos y bien pagados. Se le dirá a tu padre a quién debe entregar tus cartas una vez leídas. Yo mientras tanto dictaminaré tu inocencia. Si no estás para ser el mejor estudiante, el más digno del premio del Califa, el premio irá a parar a otro estudiante y tus enemigos se aplacarán.

5
Camino del Norte
Mayo del 968
(357 de la Hégira para los creyentes en el Islam)

La caravana viajaba sin prisa hacia el Norte. El sol poniente incendiaba de rojo la altiplanicie que se extendía hasta más allá del horizonte. La debían atravesar por completo. Al caer la noche, entre dos luces, se buscaban refugios o se acampaba bajo las estrellas. Entonces los muleros, después de agrupar los animales en improvisados corrales, encendían hogueras para cenar y cantaban viejas canciones de amor que traían ecos de un pueblo que había viajado durante mucho tiempo por el desierto y había dormido bajo las estrellas de todo el mundo conocido.

José no se unía a los cantos. Se sentaba contemplando la hoguera, con su cuenco en la mano y, en ocasiones, se le llenaban los ojos de lágrimas. Nadie le decía nada. Los hombres de la caravana no le conocían y él no había sido amistoso; su padre le había confiado al jefe de la caravana con instrucciones muy precisas y sin decir el verdadero motivo de la partida del muchacho.

José llevaba un cinturón lleno de monedas de buena plata cordobesa pegado a la piel y cartas de presentación de Rezmundo, el obispo de Córdoba, para Ató, obispo de Vic; Garí, obispo de Osona, para Adelaida, la abadesa de Sant Joan*, y Arnulf, el abad de Santa María de Ripoll*, donde le darían posada y que en principio era su destino final. Recordaba la reunión en su casa y la bendición de despedida del obispo:

—Los caminos del Señor son extraños, José Ben Alvar. Tienes que salir de tu patria y, no serás un sabio maestro cordobés en las cuatro ciencias, no serás Sidi Sifr, el Señor del Cero, pero tal vez te esté reservado un destino más alto. Acuérdate de Daniel en la corte de Nabucodonosor y de los otros personajes de la Biblia. Tú eres inocente, hijo. La bendición del Señor te acompañará.

—¿Siendo espía?

—Tu conciencia te aconsejará lo mejor. —había dicho su padre— El cadí ha sido muy generoso al fiarse de tu palabra. Tu patria es Córdoba, hijo. Tú has nacido aquí, y aquí nacieron tus abuelos y bisabuelos. El resto es política. Nosotros somos cordobeses; nuestra familia ha vivido en esta ciudad desde los tiempos de los antiguos romanos, más de lo que el más viejo puede recordar. No hemos querido nunca emigrar porque ésta era nuestra tierra, gobernase quien gobernase. Día llegará en que podamos adorar a nuestro Dios libremente en nuestro país; también los romanos y los godos en los primeros tiempos perseguían a los de nuestra fe. Bajo los musulmanes... nuestro pariente Alvaro* fue mártir por su fe en tiempos de Eulogio y ahora mi hermano goza de la confianza del Califa y es uno de sus embajadores en la corte de Bizancio; sin traicionar nuestra fe, siendo veraces y honrados, haremos lo que podamos para sobrevivir.

El obispo Rezmundo le dijo:

—Te irás con una caravana que va a Sant Joan de Ripoll. No hemos podido encontrar otra posibilidad con las prisas. Desde allí, la abadesa te enviará al monasterio de monjes de Santa María. Dios te guiará.

José Ben Alvar no se sentía en absoluto aliviado por esas palabras. Todavía sentía la presión de los brazos de su madre, que luchaba por retener las lágrimas.

—Dios te bendiga, hijo. ¡Maldita envidia que te manda fuera de nuestra casa! Te he guardado todos tus libros y pergaminos. Por favor, hijo, no nos dejes sin tus noticias.

Mientras la caravana atravesaba la llanura en largos días iguales y luego buscaba el mejor paso entre los montes, José, angustiado, reflexionaba. Estaba confundido. Su vida había dado una solemne voltereta, le habían lanzado al aire y todavía no sabía de qué postura iba a caer. Hasta el momento, su existencia había transcurrido feliz. En su casa, todos: sus padres, sus hermanos, los criados, los abuelos, le habían querido y se habían enorgullecido de su inteligencia. Su proyecto de vida se extendía ante sus ojos tan plácidamente como la página de un libro. Le gustaban las matemáticas; las comprendía y le apasionaban, y su gran facilidad para el cálculo asombraba hasta a sus maestros y había motivado su apodo: «Sidi Sifr», «Señor del Cero». Quería investigar los números y sus posibilidades según lo que AlKowarizmi había enseñado en su libro; estaba seguro de que, con una enseñanza apropiada, todos podían conseguir tan buenos resultados en el cálculo como él. Aquel año habría obtenido el premio del Califa al mejor alumno y lo habrían propuesto para enseñar a los más jóvenes; quería continuar enseñando y en su momento se habría casado con alguna muchacha cristiana y hubiese tenido hijos y envejecido con honores. Y ahora, esos planes tan simples de una vida feliz, por culpa de la envidia de Alí, el hijo de Solomon Ben Zahim, se habían deshecho como los números que escribía en la arena cuando utilizaba el ábaco de arena para resolver problemas.

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