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Authors: Miguel Angel Asturias

El Señor Presidente (22 page)

—¿Y dónde la tiene... ?

Cara de Ángel estaba dispuesto a llevársela de allí esa misma noche. Los minutos se le hacían años en el relato de aquella vieja del diablo.

—Zacatillo come el conejo, dice usté..., como todos los chancles. Pero déjeme seguir continuando. Desde que salimos con ella de la Casa Nueva, me fijé que se empeñaba la mujer en no abrir los ojos y en no decir ni palabra. Se le hablaba y era como hablarle a la paré de enfrente. Para mí que eran mañas. También me fijé que apretaba en los brazos un tanatillo como del tamaño de un niño.

En la mente del favorito, la imagen de Camila se alargó hasta partirse por la mitad, como un ocho por la cintura, con ese movimiento rapidísimo de la pompa de jabón que rompe un disparo.

—¿Un niño?

—Efectivamente; mi cocinera, la Manuela Calvario Cristales, descubrió que lo que aquella desgraciada arrullaba era una criatura muertecita que ya jedía. Me llamó, corrí a la cocina y entre las dos se la quitamos a la pura fuerza, pero ái está, que todo fue separarle los brazos —casi se los quiebra la Manuela— y arrancarle al crío, como ella abrir los ojos, así, como los van a abrir los muertos el Día del Juicio, pegar un grito que debe haberse oído hasta el mercado, y caer redonda.

—¿Muerta?

—De momento así lo creímos. Vinieron por ella y se la llevaron envuelta en una sábana a San Juan de Dios. Yo no quise ver, me impresionó. De los ojos cerrados dicen que se le salía el llanto como esa agua que ya no sirve para nada.

Doña Chón se repuso en una pausa; luego añadió entre dientes:

—Las muchachas que fueron esta mañana a pasar visita al hospital preguntaron por ella y parece que sigue grave. Y aquí viene mi molestia. Como usté comprende no puedo ni pensar en que el Auditor se quede con mis diez mil pesos, y ando viendo cómo hago para que me los devuelva, que a santo de qué se va a quedar con lo que es mío, a santo de qué... ¡Preferiría mil veces regalarlos al hospicio o a los pobres!

—Que su abogado se los reclame, y en cuanto a esa pobre mujer...

—Si cabalmente hoy fue dos veces —perdone que le corte la palabra— el licenciado Vidalitas a buscarlo: una a su casa y otra a su despacho, y las dos veces le dijo lo mismo: que no me devolvía ni agua. Vea usté cómo es ese hombre sin vergüenza, que cuando se compra una vaca si se muere no pierde el que la vendió, sino el que la compró... Eso tratándose de animales, contimás de una gente... Así dice... ¡Ay, vea si me dan ganas...!

Cara de Ángel guardó silencio. ¿Quién era aquella mujer vendida? ¿Quién aquel niño muerto?

Doña Chón enseñó el diente de oro para amenazar:

—¡Ah, pero lo que es yo me voy a ir a dar una repasiada en él que no se la ha dado ni su madre...! ¡Por algo me meten presa! Sabe Dios lo que a uno le cuesta ganar el medio para que se lo deje robar así. ¡Viejo embustero, cara de india envuelta, maldito! Ya esta mañana mandé que le echaran tierra de muerto en la puerta de su casa. Ái me va a contar si hace huesos viejos...

—Y al niño, ¿lo enterraron?

—Aquí en casa lo velamos; las muchachas son muy embelequeras. Hubieron tamales...

—Fiesta...

—¡Vaya por allá!

—Y la policía, ¿qué hace... ?

—Por pisto se consiguió la licencia. Al día siguiente nos fuimos a enterrarlo a la isla, en una caja preciosa de raso blanco.

—¿Y no teme usted que haya familia que le reclame el cadáver, al menos el aviso... ?

—Sólo eso me faltaba; y ¿quién va a reclamar? Su padre está preso en la penitenciaría por político; es de apellido Rodas, y la madre, ya lo sabe usté, en el hospital.

Cara de Ángel sonrió interiormente, libre de un peso enorme. No era de la familia de Camila...

—Aconséjeme usté, don Miguelito, usté que es tan de a sombrero, qué debo hacer para que ese viejo chelón no se quede con mi dinero. ¡Son diez mil pesos, acuérdese...! ¿Acaso son frijoles?

—A mi juicio debe usted ver al Señor Presidente y quejarse a él. Solicítele audiencia y vaya confiada, que él se lo arreglará. Está en su mano.

—Es lo que yo había pensado y es lo que voy a hacer. Mañana le pongo un telegrama doble urgente pidiéndole audiencia. Vale que con él somos viejas amistades; cuando no era más que ministro tuvo pasión por mí. De eso ya hace rato. Yo era joven y bonita; parecía una lámina, como en aquella fotografía, vea... Recuerdo que vivíamos por
El Cielito
con mi nana, que en paz descanse, ya quien, vea usté lo que es la torcidura, me la dejó tuerta un loro de un picotazo; excuso decirle que tosté al loro —dos que hubieran sido— y se lo di a un chucho que por chucán se lo comió y le dio rabia. Lo más alegre que me acuerdo de ese tiempo es que por la casa pasaban todos los entierros. Va de pasar y va de pasar muertos... Y que por esa singraciada quebramos para siempre jamás con el Señor Presidente. A él le daban miedo los entierros, pero yo qué culpa tenía. Era muy lleno de cuentos y muy niño. Con nadita que fuera contra él creiba lo que se le contaba, o cuando era para darle el pase de su talento. Al principio, yo, que estaba bien gas por él, le borraba a puros besos largos aquel interminable pasar de muertos en cajones de todos colores. Después me cansé y lo dejé estar. Su mero cuatro era que uno le lamiera la oreja, aunque a veces le sabía a difunto. Como si lo estuviera viendo, ahí donde usté está sentado: su pañuelo de seda blanco amarrado al cuello con un nudito, el sombrero limeño, los botines con orejas rosadas y el vestido azul...

—Y después, lo que son las cosas; ya de Presidente, debe haber sido su padrino de matrimonio...

—Nequis... Al difunto de mi marido, que en paz descanse, no le venían esas cosas. «Sólo los chuchos necesitan de padrinos y testigos que los estén mirando cuando se casan», decía, y ái andan con racimo de chuchos detrás, todos con la lengua fuera y la baba caída... A la fotografía, sí fuimos, para que vea. Nos retrataron al ladito de un tremol, entre palomas disecadas. En el suelo había una alfombra muy tres piedras y un pellejo de tigre. Yo quedé de medio lado y mi marido echándome el brazo. Media vida el viejito que sacó el retrato, era bigotudo y algo curcucho; pero, eso sí, no sólo la máquina volaba lente, sino él también, al verme tan galanota. «Una sonrisita y entrelácense», decía con la voz muy hueca. Pero ésas si son viejadas, hablar de lo que pasó..

XXV
El paradero de la muerte

El cura vino a rajasotanas. Por menos corren otros. «¿Qué puede valer en el mundo más que un alma?», preguntó... Por menos se levantan otros de la mesa con ruido de tripas... ¡Tri paz!... ¡Tres personas distintas y un solo Dios verdadero-de-verdad!... El ruido de las tripas, allá no, aquí, aquí conmigo migo, migo, migo, en mi barriga, en mi barriga, barriga... de tu vientre, Jesús... Allá la mesa puesta, el mantel blanco, la vajilla de porcelana limpiecita, la criada seca...

Al entrar el sacerdote —seguíanle vecinas amigas de andar en últimos trances—, Cara de Ángel se arrancó de la cabecera de Camila con pasos que sonaban a raíces destrozadas. La fondera arrastró una silla para el Padre y luego se alejaron todos.

—... Yo, pecador, me confieso a Dios to... —se fueron diciendo.

—In Nomine Pater, et Filis et... Hijita: ¿cuánto hace que no te confiesas?...

—Dos meses...

—¿Cumpliste la penitencia?

—Sí, Padre...

—Di tus pecados...

—Me acuso, Padre, que he mentido...

—¿En materia grave?

—No... , que he desobedecido a mi papá y...

(..
tic-tac, tic-tac, tic-tac).

—... y me acuso, Padre...

(...
tic-tac).

—... que he faltado a misa...

Enferma y confesor hablaban como en una catacumba. El Diablo, el Ángel Custodio y la Muerte asistían a la confesión. La Muerte vaciaba, en los ojos vidriosos de Camila, sus ojos vacíos; el Diablo escupía arañas, instalado en la cabecera de la cama, y el Ángel lloraba en un rincón a moco tendido.

—Me acuso, Padre, que no he rezado al acostarme y al levantarme y... me acuso, Padre, que...

(...
tic-tac, tic-tac).

—... ¡que he peleado con mis amigas!

—¿Por cuestiones de honra?

—No...

—Hijita, has ofendido a Dios muy gravemente.

—Me acuso, Padre, que monté a caballo como hombre...

—¿Y había otras personas presentes y fue motivo de escándalo?

—No, sólo estaban unos indios.

—Y tú te sentiste por eso capaz de igualar al hombre y por lo mismo en grave pecado, ya que si Dios Nuestro Señor hizo a la mujer, mujer, ésta no debe pasar de ahí, para querer ser hombre, imitando al Demonio, que se perdió porque quiso ser Dios.

En la mitad de la habitación ocupada por la fonda, frente a la estantería, altar de botellas de todos colores, esperaban Cara de Ángel, la
Masacuata y
las vecinas, sin chistar palabra, consultándose temores y esperanzas con los ojos, respirando a compás lento, orquesta de resuellos oprimidos por la idea de la muerte. La puerta medio entornada dejaba ver en las calles luminosas el templo de la Merced, parte del atrio, las casas y a los pocos transeúntes que por allí pasaban. Cara de Ángel sufría al ver a esas gentes que iban y venían sin importarles que Camila se estuviera muriendo; arenas gruesas en cernidor de sol fino; sombras con sentido común; absurdo contrasentido de los cinco sentidos; fábricas ambulantes de excremento...

Por el silencio arrastraba cadenitas de palabras la voz del confesor. La enferma tosió. El aire rompía los tamborcitos de sus pulmones.

—Me acuso, Padre, de todos los pecados veniales y mortales que he cometido y que no recuerdo.

Los latines de la absolución, la precipitada fuga del Demonio y los pasos del Ángel que, como una luz, se acercaba de nuevo a Camila con las alas blancas y calientes, sacaron al favorito de su cólera contra los transeúntes, de su odio inexplicable por todo lo que no participaba de su pena, odio infantil, teñido de ternura, y le hicieron concebir —la gracia llega por ocultos caminos— el propósito de salvar a un hombre que estaba en gravísimo peligro de muerte; Dios, en cambio, tal vez le daba la vida de Camila, lo que, según la ciencia, ya era imposible.

El cura se marchó sin hacer ruido; se detuvo en la puerta a encender un cigarrillo de tuza y a recogerse la sotana, que en la calle era ley que la llevasen oculta bajo la capa. Parecía un hombre de ceniza dulce. Andaba en lenguas que una muerta lo llamó para que la confesara. Tras él salieron las vecinas currutacas y Cara de Ángel, que corría a realizar su propósito.

El Callejón de Jesús, el Caballo Rubio y el Cartel de Caballería. Aquí preguntó al oficial de guardia por el mayor Farfán. Se le dijo que esperara un momento y el cabo que fue a buscarlo, entró gritando:

—¡Mayor Farfán!... ¡Mayor Farfán!...

La voz se extinguía en el enorme patio sin respuesta. Un temblor de sonidos contestaba en los aleros de las casas lejanas:... ¡Yor fán fán!... ¡Yor fán fán!...

El favorito quedóse a pocos pasos de la puerta, ajeno a lo que pasaba a su alrededor. Perros y zopilotes disputábanse el cadáver de un gato a media calle, frente al comandante que, asomado a una ventana de rejas de hierro, se divertía con aquella lucha encarnizada, atusándose las guías del bigote. Dos señoras bebían fresco de súchiles en una tiendecita llena de moscas. De la casa vecina, pasando un portón, salían cinco niños vestidos de marineros, seguidos de un señor pálido como matasano y de una señora embarazada (papá y mamá). Un hachador de carne pesaba entre los niños encendiendo un cigarrillo; llevaba el traje ensangrentado, las mangas de la camisa arremangadas, y junto al corazón, el hacha filuda. Los soldados entraban y salían. En las losas del zaguán se marcaba una serpiente de huellas de pies descalzos y húmedos, que se perdían en el patio. Las llaves del cuartel tintineaban en el arma del centinela parado cerca del oficial de guardia, que ocupaba una silla de hierro en medio de un círculo de salivazos.

Con paso de venadito aproximóse al oficial una mujer de piel cobriza, curtida por el sol y encanecida y arrugada por los años,
y,
subiéndose el rebozo de hilo, para hablar con la cabeza cubierta en señal de respeto, suplicó:

—Va a dispensar, mi señor, si por vida suyita le pido que me dé su permiso para hablar con mi hijo. La Virgen se lo va a agradecer.

El oficial lanzó un chorro de saliva hediendo a tabaco y dientes podridos, antes de responder.

—¿Cómo se llama su hijo, señora?

—Ismael, siñor...

—¿Ismael qué... ?

—Ismael Mijo, siñor.

El oficial escupió ralo.

—Pero ¿cuál es su apellido?

—Es Mijo, siñor...

—Vea, mejor venga otro día, hoy estamos ocupados.

La anciana se retiró sin bajarse el rebozo, poco a poco, contando los pasos como si midiera su infortunio; se detuvo un momentito en la orilla del andén y luego acercóse otra vez al oficial, que seguía sentado.

—Perdone, siñor, es que yo no estoy aquí no más; vengo de bien lejos, de más de veinte leguas, y ansina es que si no le veyo hoy a saber hasta cuándo voy a poder volver. Hágame la gracia de llamarlo...

—Ya le dije que estamos ocupados. ¡Retírese, no sea molesta!

Cara de Ángel, que asistía a la escena, impulsado por el deseo de hacer bien para que Dios se lo devolviera a Camila en salud, dijo al oficial en voz baja:

—Llame a ese muchacho, teniente, y tome para cigarrillos.

El militar recibió el dinero, sin mirar al desconocido, y ordenó que llamaran a Ismael Mijo. La viejecita quedóse contemplando a su bienhechor como a un ángel.

El mayor Farfán no estaba en el cuartel. Un oficinista asomóse a un balcón, con la pluma tras de la oreja, e informó al favorito que a esas horas y de noche sólo podía encontrarlo en
El Dulce Encanto,
pues el noble hijo de Marte repartía su tiempo entre las obligaciones del servicio y el amor. No era malo, sin embargo, que lo buscara en su casa. Cara de Ángel tomó un carruaje. Farfán alquilaba una pieza redonda en el quinto infierno. La puerta del piso sin pintar, desajustada por la acción de la humedad, dejaba ver el interior oscuro. Dos, tres veces llamó Cara de Ángel. No había nadie. Regresó en seguida, pero antes de ir
a El Dulce Encanto
pasaría a ver cómo seguía Camila. Le sorprendió el ruido del carruaje, al dejar las calles de tierra, en las calles empedradas. Ruido de cascos y de llantas, de llantas y de cascos.

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