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Authors: Miguel Angel Asturias

El Señor Presidente (29 page)

El Subsecretario de la Guerra le esperaba en la puerta de su despacho
y,
sin anunciarlo, al tiempo de darle la mano y dejar en la orilla de un pilar el habano que fumaba, lo condujo a las habitaciones del Señor Presidente.

—General —Cara de Ángel tomó de un brazo al Subsecretario—, ¿no sabe para qué me querrá el patrón... ?

—No, don Miguelito, lo ignórolo.

Ahora ya sabía de qué se trataba. Una carcajada rudimentaria, repetida dos y tres veces, confirmó lo que la respuesta evasiva del Subsecretario le había dejado suponer. Al asomar a la puerta vio un bosque de botellas en una mesa redonda y un plato de fiambre, guacamole y chile pimiento. Completaban el cuadro las sillas, desarregladas unas y otras por el suelo. Las ventajas de cristales blancos, opacos, coronadas de crestas rojas, jugaban a picotearse con la luz que les llegaba de los focos encendidos en los jardines. Oficiales y soldados velaban en pie de guerra, un oficial por puerta y un soldado por árbol. Del fondo de la habitación avanzó el Señor Presidente, con la tierra que le andaba bajo los pies y la casa sobre el sombrero.

—Señor Presidente —saludó el favorito, e iba a ponerse a sus órdenes, cuando éste le interrumpió.

—¡«Ni mi mier... va»!

—¡De la diosa habla el Señor Presidente!

Su Excelencia se acercó a la mesa a paso de saltacharquitos y, sin tomar en cuenta el cálido elogio que el favorito hacía de Minerva, le gritó:

—Miguel, el que encontró el alcohol, ¿tú sabes que lo que buscaba era el licor de larga vida... ?

—No, Señor Presidente, no lo sabía —apresuróse a responder el favorito.

—Es extraño, porque está en Swit Marden...

—Extraño, ya lo creo, para un hombre de la vasta ilustración del Señor Presidente, que con sobrada razón se le tiene en el mundo por uno de los primeros estadistas de los tiempos modernos; pero no para mí.

Su Excelencia puso los ojos bajo los párpados, para ahogar la visión invertida de las cosas que el alcohol le producía en aquel momento.

—¡Chis, yo sé mucho!

Y esto diciendo dejó caer la mano en la selva negra de sus botellas de «whisky» y sirvió un vaso a Cara de Ángel.

—Bebe, Miguel... —un ahogo le atajó las palabras, algo trabado en la garganta; golpeóse el pecho con el puño para que le pasara, contraídos los músculos del cuello flaco, gordas las venas de la frente, y con ayuda del favorito, que le hizo tomar unos tragos de sifón, recobró el habla a pequeños eructos.

—¡Já! ¡já! ¡já! ¡já! —rompió a reír señalando a Cara de Ángel—. ¡Já! ¡já! ¡já! ¡já! En artículo de muerte... —Y carcajada sobre carcajada—. ...En artículo de muerte. ¡Já! ¡já! ¡já! ¡
já!
...

El favorito palideció. En la mano le temblaba el vaso de «whisky» que le acababa de brindar.

—El Se...

—ÑORRR Presidente todo lo sabe —interrumpió Su Excelencia—. ¡Já! ¡já! ¡já! ¡já!... En artículo de muerte y por consejo de un débil mental como todos los espiritistas... ¡Já! ¡já! ¡já! ¡já!

Cara de Ángel se puso el vaso como freno para no gritar y beberse el «whisky»; acababa de ver rojo, acababa de estar a punto de lanzarse sobre el amo y apagarle en la boca la carcajada miserable, fuego de sangre aguardentosa. Un ferrocarril que le hubiera pasado encima le habría hecho menos daño. Se tuvo asco. Seguía siendo el perro educado, intelectual, contento de su ración de mugre, del instinto que le conservaba la vida. Sonrió para disimular su encono; con la muerte en los ojos de terciopelo, como el envenenado al que le va creciendo la cara.

Su Excelencia perseguía una mosca.

—Miguel, ¿tú conoces el juego de la mosca... ?

—No, Señor Presidente...

—¡Ah, es verdad que túuuUUU..., en artículo de muerte...! ¡Já! ¡já! ¡já! ¡já!... ¡Ji! ¡ji! ¡ji! ¡ji!... ¡Jó! ¡jó! ¡jó! ¡jó!... ¡Jú! ¡jú! ¡jú! ¡jú!...

Y carcajeándose continuó persiguiendo la mosca que iba y venía de un punto a otro, la falda de la camisa al aire, la bragueta abierta, los zapatos sin abrochar, la boca untada de babas y los ojos de excrecencias color de yema de huevo.

—Miguel —se detuvo a decir sofocado, sin lograr darle caza—, el juego de la mosca es de lo más divertido y fácil de aprender; lo que se necesita es paciencia. En mi pueblo yo me entretenía de chico jugando reales a la mosca.

Al hablar de su pueblo natal frunció el entrecejo, la frente calmada de sombras; volvióse al mapa de la República, que en ese momento tenía a la espalda, y descargó un puñetazo sobre el nombre de su pueblo.

Un columbrón a las calles que transitó de niño, pobre, injustamente pobre, que transitó de joven, obligado a ganarse el sustento en tanto los chicos de buena familia se pasaban la vida de francachela en francachela. Se vio empequeñecido en el hoyo de sus coterráneos, aislado de todos y bajo el velón que le permitía instruirse en las noches, mientras su madre dormía en un catre de tijera y el viento con olor de carnero y cuernos de chiflón topeteaba las calles desiertas. Y se vio más tarde en su oficina de abogado de tercera clase, entre marraneas, jugadores, cholojeras, cuatreros, visto de menos por sus colegas que seguían pleitos de campanillas.

Una tras otra vació muchas copas. En la cara de jade le brillaban los ojos entumecidos y en las manos pequeñas las uñas ribeteadas de medias lunas negras.

—¡Ingratos!

El favorito lo sostuvo del brazo. Por la sala en desorden paseó la mirada llena de cadáveres y repitió:

—¡Ingratos! —añadió, después, a media voz—. Quise y querré siempre a Parrales Sonriente, y lo iba a hacer general, porque potreó a mis paisanos, porque los puso en cintura, se repaseó en ellos, y de no ser mi madre acaba con todos para vengarme de lo mucho que tengo que sentirles y que sólo yo sé... ¡Ingratos!... Y no me pasa —porque no me pasa— que lo hayan asesinado, cuando por todos lados se atenta contra mi vida, me dejan los amigos, se multiplican los enemigos y... ¡No!, ¡no!, de ese Portal no quedará una piedra...

Las palabras tonteaban en sus labios como vehículos en piso resbaloso. Se recostó en el hombro del favorito con la mano apretada en el estómago, las sienes tumultuosas, los ojos sucios, el aliento frío, y no tardó en soltar un chorro de caldo anaranjado. El Subsecretario vino corriendo con una palangana que en el fondo tenía esmaltado el escudo de la República, y entre ambos, concluida la ducha que el favorito recibió casi por entero, le llevaron arrastrando a una cama. Lloraba y repetía:

—¡Ingratos!... ¡Ingratos!...

—Lo felicito, don Miguelito, lo felicito —murmuró el Subsecretario cuando ya salían—; el Señor Presidente ordenó que se publicara en los periódicos la noticia de su casamiento y él encabeza la lista de padrinos.

Asomaron al corredor. El Subsecretario alzó la voz.

—Y eso que al principio no estaba muy contento con usted. Un amigo de Parrales Sonriente no debía haber hecho —me dijo— lo que este Miguel ha hecho; en todo caso debió consultarme antes de casarse con la hija de uno de mis enemigos. Le están haciendo la cama, don Miguelito, le están haciendo la cama. Por supuesto; yo traté de hacerle ver que el amor es fregado, lamido, belitre y embustero.

—Muchas gracias, general.

—¡Vean, pues, al cimarrón! —continuó el Subsecretario en tono jovial
y,
entre risa y risa, empujándolo a su despacho con afectuosas palmaditas, remató—. ¡Venga, venga a estudiar el periódico! El retrato de la señora se lo pedimos a su tío Juan. ¡Muy bien, amigo, muy bien!

El favorito enterró las uñas en el papelote. Además del Supremo Padrino figuraban el ingeniero don Juan Canales y su hermano don José Antonio.

«Boda en el gran mundo. Ayer por la noche contrajeron matrimonio la bella señorita Camila Canales y el señor don Miguel Cara de Ángel. Ambos contrayentes... —de aquí pasó los ojos a la lista de los padrinos— ... boda que fue apadrinada ante la Ley por el Excelentísimo Señor Presidente Constitucional de la República, en cuya casa-habitación tuvo lugar la ceremonia, por los señores Ministros de Estado, por los generales (saltó la lista) y por los apreciables tíos de la novia, ingeniero don Juan Canales y don José Antonio del mismo apellido.
El Nacional,
concluía, ilustra las sociales de hoy con el retrato de la señorita Canales y augura a los contrayentes, al felicitarles, toda clase de bienandanzas en su nuevo hogar.» No supo dónde poner los ojos. «Sigue la batalla de Verdún. Un desesperado esfuerzo de las tropas alemanas se espera para esta noche... » Apartó la vista de la página de cables y releyó la noticia que calzaba el retrato de Camila. El único ser que le era querido bailaba ya en la farsa en que bailaban todos.

El Subsecretario le arrancó el periódico.

—Lo
ve y
no lo cree, ¿verdá, dichosote... ?

Cara de Ángel sonrió.

—Pero, amigo, usted necesita mudarse; tome mi carruaje...

—Muchas gracias, general...

—Vea, allí está; dígale al cochero que lo vaya a dejar en una carrerita y que vuelva después por mí. Buenas noches y felicidades. ¡Ah, vea! Llévese el periódico para que lo estudie la señora, y felicítela de parte de un humilde servidor.

—Muy agradecido por todo, y buenas noches.

El carruaje en que iba el favorito arrancó sin ruido, como una sombra tirada por dos caballos de humo. El canto de los grillos techaba la soledad del campo desnudo, oloroso a reseda, la soledad tibia de los maizales primerizos, los pastos mojados de sereno y las cercas de los huertos tupidas de jazmines.

—... Sí; si se sigue burlando de mí lo ahorc... —có su pensamiento, escondiendo la cara en el respaldo del vehículo, temeroso de que el cochero adivinara lo que veían sus ojos: una masa de carne helada con la banda presidencial en el pecho, yerta la cara chata, las manos envueltas en los puños postizos, sólo la punta de los dedos visibles, y los zapatos de charol ensangrentados.

Su ánimo belicoso se acomodaba mal a los saltos del carruaje. Habría querido estar inmóvil, en esa primera inmovilidad del homicida que se sienta en la cárcel a reconstruir su crimen, inmovilidad aparente, externa, necesaria compensación a la tempestad de sus ideas. Le hormigueaba la sangre. Sacó la cara a la noche fresca, mientras se limpiaba el vómito del amo con el pañuelo húmedo de sudor y llanto. ¡Ah! —maldecía y lloraba de la rabia—, ¡si pudiera limpiarme la carcajada que me vomitó en el alma!

Un carruaje ocupado por un oficial los pasó rozando. El cielo parpadeaba sobre su eterna partida de ajedrez. Los caballos huracanados corrían hacia la ciudad envueltos en nubes de polvo. ¡Jaque a la Reina!, se dijo Cara de Ángel, viendo desaparecer la exhalación en que iba aquel oficial en busca de una de las concubinas del Señor Presidente. Parecía un mensajero de los dioses.

En la estación central se revolcaba el ruido de las mercaderías descargadas a golpes, entre los estornudos de las locomotoras calientes. Llenaba la calle la presencia de un negro asomado a la baranda verde de una casa de altillo, el paso inseguro de los borrachos y una música de carreta que iba tirando un hombre con la cara amarrada, como una pieza de artillería después de una derrota.

XXXIII
Los puntos sobre las
íes

La viuda de Carvajal erró de casa en casa, pero en todas la recibieron fríamente, sin aventurarse en algunas a manifestarle la pena que les causaba la muerte de su marido, temiendo acarrearse la enemiga del Gobierno, y no faltó donde la sirvienta salió a gritar a la ventana de mal modo: «¿A quién buscaba? ¡Ah!, los señores no están... »

El hielo que iba recogiendo en sus visitas se le derretía en casa. Regresaba a llorar a mares allegada a los retratos de su marido, sin más compañía que un hijo pequeño, una sirvienta sorda que hablaba recio y no cesaba de decir al niño: «¡Amor de padre, que lo demás es aire!», y un loro que repetía y repetía: «¡Lorito real, del Portugal, vestido de verde, sin medio real! ¡Daca la pata, lorito! ¡Buenos días, licenciado! ¡Lorito, daca la pata! Los zopes están en el lavadero. Huele a trapo quemado. ¡Alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar, la Reina Purísima de los Ángeles, Virgen concebida sin mancha de pecado original!... ¡Ay, ay!...» Había salido a pedir que le firmaran una petición al Presidente para que le entregaran el cadáver de su esposo, pero en ninguna parte se atrevió a hablar; la recibían tan mal, tan a la fuerza, entre toses y silencios fatales... Y ya estaba de vuelta con el escrito sin más firma que la suya bajo su manto negro.

Se le negaba la cara para el saludo, se le recibía en la puerta sin la gastada fórmula del
pase-adelante,
se le hacía sentirse contagiada de una enfermedad invisible, peor que la pobreza, peor que el vómito negro, peor que la fiebre amarilla, y, sin embargo, le llovían «anónimos», como decía la sirvienta sorda cada vez que encontraba una carta bajo la puertecita de la cocina que caía a un callejón oscuro y poco transitado, pliegos escritos con letra temblequeante que se depositaban allí al amparo de la noche, y en los que lo menos que le decían era santa, mártir, víctima inocente, además de poner a su desdichado esposo por las nubes y de relatar con pormenores horripilantes los crímenes del coronel Parrales Sonriente.

Bajo la puerta amanecieron dos anónimos. La sirvienta los trajo agarrados con el delantal, porque tenía las manos mojadas. El primero que leyó decía:

«Señora: no es éste el medio más correcto para manifestar a Ud. y a su apesarada familia la profunda simpatía que me inspira la fígura de su esposo, el digno ciudadano licenciado don Abel Carvajal, pero permítame que lo haga así por prudencia, ya que no se pueden confíar al papel ciertas verdades. Algún día le daré a conocer mi verdadero nombre. Mi padre fue una de las víctimas del coronel Parrales Sonriente, el hombre que esperaban en el infierno todas las tinieblas, esbirro de cuyas fechorías hablará la historia si hay quien se decida a escribirla mojando la pluma en veneno de tamagás. Mi padre fue asesinado por este cobarde en un camino sólo hace muchos años. Nada se averiguó, como era de esperarse, y el crimen habría quedado en el misterio de no ser un desconocido que, valiéndose del anónimo, refirió a mi familia los detalles de aquel horroroso asesinato. No sé si su esposo, tipo de hombre ejemplar, héroe que ya tiene un monumento en el corazón de sus conciudadanos, fue efectivamente el vengador de las víctimas de Parrales Sonriente (al respecto circulan muchas versiones); mas he j'uzgado de mi deber en todo caso llevar a Ud. mi voz de consuelo y asegurarle, señora, que todos lloramos con Ud. la desaparición de un hombre que salvó a la Patria de uno de los muchos bandidos con galones que la tienen reducida, apoyados en el oro norteamericano, a porquería y sangre.

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