El socio (13 page)

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Authors: Jenaro Prieto

Tags: #Relato

Estaba alegre. El patio lleno de sol parecía haberse entrado en sus pupilas claras, con los verdes del jardín, los senderos rutilantes, la pila tachonada de azulejos y circundada de begonias. En el primer momento no vio nada. Las cortinas estaban corridas y apenas uno que otro bronce, las eternas águilas y coronas del estilo imperio— ponían una nota amarillenta en la sombría silueta de los muebles. De repente sintió un ruido gutural, un ruido extraño de reloj que fuera a dar la hora, y sus nervios se crisparon. Sobre la mesa se veía un bulto… una especie de jarrón de porcelana amarillenta entre un montón de trapos negros y de papeles en desorden.

Avanzó unos pasos en las sombras que parecían hundirse bajo sus pies como algodones. Su marido estaba materialmente aplanado sobre el escritorio. La cabeza inflada y sudorosa parecía haber rodado junto al libro de Caja; las manos sobre la nuca, el mentón sumergido en los papeles… el ronquido de cuerda que se desenrolla…

Anita se imaginó que le había dado un ataque:

—¡Samuel, por Dios! ¿Qué te pasa?

Levantó un poco la cabeza y la miró con ojos vagos.

—¿Qué tienes? ¿Qué te sucede? ¡Contesta!

La cabeza volvió a caer. Goldenberg sollozaba. Unos sollozos roncos, seguidos de un hipo agudo, salpicado de palabras inconexas… "La quiebra"… "una vida de trabajo"… "el remate"… "los acreedores…"

Y luego, con gesto de temor:

—¿Te das cuenta de lo que es un secreto en el comercio? La más leve indiscreción puede ser la ruina, la bancarrota… ¿entiendes?

Anita hizo un gesto afirmativo.

—¿Te sientes capaz de guardar un secreto de esa naturaleza?

Pues bien; si dentro de dos días no se produce un cambio en el mercado, yo no podré cumplir mis compromisos.

Y ante sus ojos llenos de espanto, agregó:

—…Sí; estoy
embotellado
… Un
corner
provocado por ese infame Davis… He vendido cincuenta mil acciones más de las que tengo…

No me queda otra solución que pegarme un tiro…

—Pero… don Fortunato tiene acciones…

—No quiere venderme ninguna. ¡Es un canalla!

—¿Y Julián?

—El podría hacerlo… pero a escondidas de Davis, se comprende… Yo no me atrevería ni a insinuárselo… y eso, tan sólo tú podrías conseguirlo…

—No —dijo ella irguiéndose con altivez—; yo no le hablo a Julián de asuntos de dinero… ¿Qué podría imaginarse? Háblale tú directamente. Dile la verdad. Julián es todo un caballero.

—¡No hay caballeros cuando se trata de negocios! En fin, con una mujer se guardan más consideraciones… Tú debes explicarle…

—No; por nada.

—Pero podrás hablar con Davis… Julián no puede negarse a presentártelo…

—Con Davis, sí —dijo ella.

Pidió algunos detalles del negocio.

—Nada de datos ni de cifras. La nota sentimental pura y simplemente. Después… que me indique una hora para hablarle.

Anita echó una mirada al gran reloj de bronce de la chimenea.

Eran las cinco.

Se dirigió a su departamento, se arregló el cabello, se cambió vestido y dio principio al
maquillage
como si se preparara a una conquista.

Estaba segura de que Julián le presentaría esa tarde misma a Davis y todo se arreglaría. Un hombre multimillonario que especulaba por entretenerse, ¡qué interés iba a tener en arruinarla…! Ella le pintaría su desgracia, el interés que siempre había tenido por él, su admiración por el hombre de más talento de la Bolsa… "Un verdadero genio comercial", como decía don Ramiro.

Arreglándose el sombrero ante el espejo, no podía menos de reírse.

—Por primera vez iba a asistir a una cita por encargo expreso de su marido… ¡Pobre Julián! ¡Qué pensaría si al llegar aquella tarde a su "nidito" le dijera en un arranque de franqueza: "Mi marido me ha mandado a verte; pero no vengo por ti… sino por Davis…!" ¡Era divertido!

Dio un último toque de
rouge
a sus labios extendidos como en un beso imaginario y salió.

Goldenberg estaba paseándose con la cabeza baja y las manos en los bolsillos, por la galería.

Ella le hizo una seña de despedida con la mano.

—¡Hasta muy luego!

—¡Buena suerte!

Y Goldenberg, alzando los ojos al cielo, murmuró:

—¡Si no lo consigue ella…!

XXII

—¿No te subleva esa sonrisa estúpida de Buda?

Anita movió perezosamente la cabeza que dejaba caer con abandono sobre el brazo de Julián. Sentía una extraña voluptuosidad, frotando el recortado cabello de su nuca en el bíceps duro y suave como un trozo de marfil. Una sensación eléctrica que la hacía recogerse hasta la punta de los pies. Habría roncado como un gato...

—¿El Buda? ¿Sí? ¿Por qué? —murmuró sin entender. En la sombra violeta de las ojeras, los ojos apenas entreabiertos se alargaban en dirección al Buda de porcelana, amarillento y panzudo, que, arrellenado en una consola de laca, miraba complaciente hacia el diván.

—Es detestable —prosiguió Julián—. ¡Siempre ese mismo aire burlón! Parece que criticara cada abrazo: "ese último está muy bien: aquél ha dejado un poco que desear; pero los de hace un momento eran más apasionados... y sobre todo más ridículos. El amor se mide por la ridiculez de los enamorados..." No lo dice francamente, ya lo sé. Calla, sonríe y finge mirarse la barriga; pero nos observa. No se le escapa una actitud...

—¡Qué disparate!

—No puedo desentenderme. ¡El amor tiene momentos tan ridículos! Tú sabes que eres bonita; realmente, así pareces una estatua y, sin embargo, ¿estás segura de que muchas veces él no te ha encontrado grotesca? Ahora, yo, con mi aire serio, con mis sienes que empiezan a blanquear... ¡No; esto es indigno! Y luego después pasará todo; nos pondremos viejos, tú me olvidarás, el Buda irá a un remate y en su cabeza calva y regordeta quedará el recuerdo tuyo...

—Estás trágico...

—No; estoy sincero... quedará el recuerdo tuyo... tal como estás ahora, tal como estabas hace poco... y el Buda se reirá y cuando vea otros enamorados hará comparaciones: "Aquella muchacha loca era más apasionada...", pensará. Y "la muchacha loca" será una señora gorda, grave, respetable, que irá a misa de ocho envuelta en un chal de lana y con un devocionario en el bolso...

Anita se reía con desgano.

—¡No seas tonto! El amor tiene arranques poco
chic.
¡Quién lo discute! Pero de ahí a imaginar al desdichado Buda haciendo más comparaciones que una viuda... Y si se acuerda ¡qué mejor! También la pobre señora recordará con cierto escrúpulo, al "caballero loco" que en un tiempo muy lejano hablaba de la vejez y del olvido al lado de una mujer que así y todo le quería...

Julián la besó en los ojos. Sin saber por qué tenía la convicción de que Anita le pertenecía cada día menos. Esa tarde, más que ninguna otra, la hallaba distraída, indiferente. Tres veces le había preguntado: "¿Estás triste? ¿Estás preocupada?. "No, ¿por qué?", era su única respuesta.

Había querido, con mil rodeos, llevarla al tema de las especulaciones —en la Bolsa se decía que Goldenberg estaba en situación difícil— pero ella había evitado la conversación con un gesto de molestia, casi de orgullo ofendido: "¡Qué sé yo! ¡No me importan los negocios!".

Y ahora Julián sentía el deseo malsano de mortificarla, hablándole del tema que más puede desagradar a una mujer: los años, el olvido, el arrepentimiento... ¿Lo habría conseguido? Al pensar que pudiera haberla hecho sufrir, sentía que una oleada de ternura le subía a la garganta.

—Anita, ¿por qué eres así? ¿Por qué no me hablas como antes?

Tú me ocultas algo... ¿Te he molestado? ¿No me quieres?

Se irguió violentamente como si la hubiera herido.

—¿Cómo? ¿Eso también? ¿Por qué he venido entonces? ¿Qué gusto podría tener en exponer mi honra, mi nombre, por fingir una comedia a un hombre que no me importa? ¿Te he pedido alguna vez el más ligero sacrificio? Otras mujeres dicen a sus amantes: Quiero dinero: roba. Quiero que me lleves contigo: abandona a tu familia. Quiero que me vengues: mata. Y los hombres se echan la conciencia a la espalda, dejan su casa, roban y asesinan... Mira, Julián, óyelo bien, yo no estoy loca, no te creo un semidiós ¡nada de eso!; sé que podría hacer de ti lo que quisiera, y no me atrevería a pedirte jamás algo que te impusiera una molestia. ¿Me has visto alguna vez reservada? Puede ser; pero ha sido por evitarte un desagrado, una preocupación... Por nada de este mundo quisiera ponerte en un conflicto para tu honor, para tu lealtad...

Hablaba atropelladamente. Julián la estrechó contra su pecho, cubriéndola de besos.

Permanecieron así durante largo rato.

En lo alto de la consola de laca el Buda se sonreía.

De pronto Anita se levantó con resolución. Fue hasta la pieza de
toilette
, se arregló, se dio carmín en los labios y polvos en el rostro, se alisó prolijamente las pestañas y las cejas y, de sombrero, con los guantes puestos, se detuvo sonriente en el umbral:

—Bien: quedamos en que nunca te he pedido nada...

Julián bajó la cabeza.

—¿Y si ahora, faltando a mis propósitos, te pidiera un pequeño servicio?

—Por favor, dímelo. ¡No sabes cuán feliz me harías!

—Necesito hablar con Davis...

Los brazos de Julián cayeron lacios a lo largo del cuerpo.

—¿Con Davis? ¿Para qué?

—Asuntos de negocio —dijo ella con picardía—. ¡Así son las cosas!

Contigo hablo de amor... con Davis de negocios...
A tout seigneur...

—No; basta de burlas. ¿Para qué lo quieres?

—No puedo decírtelo...

—Supongo que no pretendes darme celos...

—¡Julián!

—Sería torpe... Davis no puede interesar a una mujer... es casi un viejo, es un estúpido... Sé bien que tú no piensas de ese modo... Sé por Graciela que tú...

Ella levantó la cabeza con indignación...

—¿Qué sabes por Graciela? ¡Hazme el favor de decirme qué sabes por Graciela!

—¡Sí... sí... ¡No tomes ese aire de vestal ofendida...! El viaje a Constantinopla, el rapto de la favorita del Emir... ¡fábulas ignominiosas! ¡Mentiras descaradas! ¡Davis haciendo conquistas! ¡Era lo que faltaba...!

Julián seguía hablando como un loco.

Anita, sin decir una palabra, se acercó a la mesa, tomó el pequeño maletín y ya en actitud de salir, dijo: 105

—No te exasperes de ese modo. Te he pedido un pequeño servicio... Si no querías acceder, podías habérmelo dicho francamente.

En cambio has hecho una escena... Eres un buen actor dramático...

Te doy las gracias por la representación... Pero para otra vez que quieras hacer el papel de Otelo, hazme el favor de buscarte otra Desdémona.

El tono sereno y firme de su voz hizo volver a Julián a la realidad. Se pasó la mano por la frente, se frotó los ojos como para ahuyentar una visión, y replicó:

—Perdóname... He sido un grosero... más que eso... un gran estúpido... No tengo por qué meterme en tus asuntos... Además, basta que tu desees verlo... pero... Davis no está aquí...

—¡Julián, para qué me dices eso! Todo el mundo sabe que Davis está dirigiendo ahora una especulación, que ayer no más... En fin, di francamente que no quieres, que no deseas darme gusto, y ¡terminado!

Julián se retorcía como un papel al fuego:

—¡Davis no está! ¡Te lo aseguro!

Ella se dirigió a la puerta. Julián la tomó de un brazo.

—¡Por favor, óyeme! Un minuto, ¡sólo un minuto! Te voy a decir la verdad... ¡toda la verdad! ¡Davis no existe...! ¡Te lo prometo...! ¡Te lo juro...!

Le miró casi con lástima...

Julián... no sea niño... No siga usted en ese terreno... ¡Adiós...!

—¡Davis no existe... Davis no ha existido nunca... ¡Yo fui quien hice la especulación...!

Anita contrajo los labios en una mueca sarcástica:

—¡Muchas gracias! ¿La especulación fue idea suya? No esperaba menos de su amabilidad... ¡Lástima que nadie crea en su talento comercial!...

—Anita... yo no quería... yo no pensaba...

—¡Basta! ¡Déjeme usted!

Y retirando con violencia el brazo que Julián tenía asido, dio un golpe a la mampara y salió.

¡Qué noche aquélla! La cama parecía hundirse y las ropas le cubrían la cara, el pecho, los brazos, sin permitirle el más leve movimiento. Se ahogaba, sentía que el corazón iba a estallar. Era una angustia horrible, una angustia tan sólo comparable a aquella que sintiera cuando Anita le dejó...

Un sudor frío le entumecía.

El lecho se iba hundiendo más y más; estaba al fondo de un abismo, cubierto por esas ropas blancas y pesadas como un inmenso cúmulo de nieve. En lo alto presentía el cielo obscuro, moteado de una infinidad de copos blancos.

Ahora estaban muy arriba. Altos, enormemente altos. Se movían al menor soplo de viento, como si fueran a desprenderse.

Desde su sepultura de hielo, Julián alcanzaba a oír la voz de Davis, que sentado en la blanca llanura, justamente encima de su pecho, miraba las albas plumillas y comentaba con indiferencia:

—Están altas; sí, ahora están altas... Hay alza en el mercado; pero luego caerán: no se preocupe... En la Bolsa sucede esto con frecuencia. Las acciones son así. Yo las haré bajar cuando usted quiera.

La nieve se sacudía y una lluvia de besos estallaba arriba.

—¡Walter, mi querido Walter, qué bueno eres!

La voz de Anita sonaba arrulladora como un trino, y Davis la atraía hacia su pecho. Confundidos en un estrecho abrazo, sus cuerpos se hundían en la nieve como en un edredón. ¡Qué infamia!

Julián, presa de un verdadero frenesí, se agitaba en el fondo de su sepulcro. No podía levantarse, pero sus manos, violáceas como dos jaivas gigantescas, arañaban sin cesar... ¡Quería salir de allí, tomar a Davis por el cuello, estrangularlo! Luchaba, ahogado por la nieve. Sus algodones se le introducían por las narices, la boca y los oídos.

Por fin, sus dedos crispados lograron asir un brazo. ¡No, no era eso! Una garganta, una garganta tibia que se retorcía entre roncos estertores. Sonaba como un fuelle roto. Ya apenas se la sentía, y

¡Dios mío!, ¡qué blanda y qué suave era!

Ahora quería abrir las manos; pero éstas no le obedecían. Los dedos, rígidos como dos garfios de hierro, se fundían en una sola argolla. El cuello inerte pasaba a través de ella como un cable suelto. También Julián sentía que las fuerzas le abandonaban.

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