«Al lento batir de los tambores, las primeras filas de españoles movíanse hacia adelante, y Diego Alatriste avanzaba con ellas, codo a codo con sus camaradas, ordenados y soberbios como si desfilaran ante el propio rey. Los mismos hombres amotinados días antes por sus pagas iban ahora dientes prietos, mostachos enhiestos y cerradas barbas, andrajos cubiertos por cuero engrasado y armas relucientes, fijos los ojos en el enemigo, impávidos y terribles, dejando tras de sí la humareda de sus cuerdas de arcabuz encendidas»…
Flandes, 1625. Alistado como mochilero del capitán Alatriste en los tercios viejos que asedian Breda, Íñigo Balboa es testigo excepcional de la rendición de la ciudad, cuyos pormenores narrará diez años más tarde para un cuadro famoso de su amigo Diego Velázquez. Siguiendo a su amo por el paisaje pintado al fondo de ese cuadro, al otro lado del bosque de lanzas, veremos a íñigo empuñar por primera vez la espada y el arcabuz, peleando por su vida y la de sus amigos. Estocadas, asaltos, batallas, desafíos, encamisadas, saqueos y motines de la infantería española, jalonarán su camino a través de un mundo devastado por el invierno y por la guerra.
Arturo Pérez-Reverte
El sol de Breda
Las aventuras del capitán Alatriste - III
ePUB v2.0
deor67 & ivicgto30.05.12
Título original:
El sol de Breda
Arturo Pérez-Reverte, 1998.
Ilustraciones: Carlos Puerta
Diseño/retoque portada: Manuel Estrada
Editor original: deor67 (v1.0)
Segundo editor: ivicgto (v2.0)
Corrección de erratas: ivicgto
ePub base v2.0
A Jean Schalekamp,
maldito hereje,
traductor y amigo.
Pasa una tropa de soldados rudos:
al hombro el arma, recios y barbudos,
tras de su jefe por la senda van.
Capitán español que fuiste a Flandes,
y a Méjico, y a Italia, y a los Andes,
¿en qué empresas aún sueñas, capitán?
C. S. del Río.
La esfera
Voto a Dios que los canales holandeses son húmedos en los amaneceres de otoño. En alguna parte sobre la cortina de niebla que velaba el dique, un sol impreciso iluminaba apenas las siluetas que se movían a lo largo del camino, en dirección a la ciudad que abría sus puertas para el mercado de la mañana. Era aquel sol un astro invisible, frío, calvinista y hereje, sin duda indigno de su nombre: una luz sucia, gris, entre la que se movían carretas de bueyes, campesinos con cestas de hortalizas, mujeres de tocas blancas con quesos y cántaros de leche.
Yo caminaba despacio entre la bruma, con mis alforjas colgadas al hombro y los dientes apretados para que no castañeteasen de frío. Eché un vistazo al terraplén del dique, donde la niebla se fundía con el agua, y no vi más que trazos difusos de juncos, hierba y árboles. Cierto es que por un momento creí distinguir un reflejo metálico casi mate, como de morrión o coraza, o tal vez acero desnudo; pero fue sólo un instante, y luego el vaho húmedo que ascendía del canal vino a cubrirlo de nuevo. La joven que caminaba a mi lado hubo de verlo también, pues me dirigió una ojeada inquieta entre los pliegues de la toquilla que le cubría cabeza y rostro, y luego miró a los centinelas holandeses que, con peto, casco y alabarda, ya se recortaban, gris oscuro sobre gris, en la puerta exterior de la muralla, junto al puente levadizo.
La ciudad, que no era sino un pueblo grande, se llamaba Oudkerk y estaba en la confluencia del canal Ooster, el río Merck y el delta del Mosa, que los flamencos llaman Maas. Su importancia era más milítar que de otro orden, pues controlaba el acceso al canal por donde los rebeldes herejes enviaban socorros a sus compatriotas asediados en Breda, que distaba tres leguas. La guarnecían una milicia ciudadana y dos compañías regulares, una de ellas inglesa. Además, las fortificaciones eran sólidas; y la puerta principal, protegida por baluarte, foso y puente levadizo, resultaba imposible de tomar por las buenas. Precisamente por eso, aquel amanecer yo me encontraba allí.
Supongo que me habrán reconocido. Me llamo Íñigo Balboa, por la época de lo que cuento mediaba catorce años, y sin que nadie lo tome por presunción puedo decir que, si veterano sale el bien acuchillado, yo era, pese a mi juventud, perito en ese arte. Después de azarosos lances que tuvieron por escenario el Madrid de nuestro rey don Felipe Cuarto, donde vime obligado a empuñar la pistola y el acero, y también a un paso de la hoguera, los últimos doce meses habíalos pasado junto a mi amo, el capitán Alatriste, en el ejército de Flandes; luego que el tercio viejo de Cartagena, tras viajar por mar hasta Génova, subiera por Milán y el llamado Camino Español hasta la zona de guerra con las provincias rebeldes. Allí, la guerra, lejos ya la época de los grandes capitanes, los grandes asaltos y los grandes botines, se había convertido en una suerte de juego de ajedrez largo y tedioso, donde las plazas fuertes eran asediadas y cambiaban de manos una y otra vez, y donde a menudo contaba menos el valor que la paciencia.
En tales episodios andaba yo aquel amanecer entre la niebla yendo como si tal cosa hacia los centinelas holandeses y la puerta de Oudkerk, junto a la joven que se cubría el rostro con una toquilla, rodeado de campesinos, gansos, bueyes y carretas. Y así anduve un trecho, incluso después de que uno de los campesinos, un tipo tal vez excesivamente moreno para tal paisaje y paisanaje —allí casi todos eran rubios, de piel y ojos claros—, pasara por mi lado musitando entre dientes, muy bajito, algo que me pareció un avemaria, apresurando el paso cual si fuese a reunirse con otros cuatro compañeros, también insólitamente flacos y morenos, que caminaban algo más adelante.
Y entonces llegamos juntos, casi todos a la vez, los cuatro de delante, y el rezagado, y la joven de la toquilla y yo mismo, a la altura de los centinelas que estaban en el puente levadizo y la puerta. Había un cabo gordo de tez rojiza envuelto en una capa negra, y otro centinela con un bigote largo y rubio del que me acuerdo muy bien porque le dijo algo en flamenco, sin duda un piropo, a la joven de la toquilla, y luego se rió muy fuerte. Y de pronto dejó de reírse porque el campesino flaco del avemaría había sacado una daga del jubón y lo estaba degollando; y la sangre le salió de la garganta abierta con un chorro tan fuerte que manchó mis alforjas, justo en el momento en que yo las abría y los otros cuatro, en cuyas manos también habían aparecido dagas como relámpagos, agarraban las pistolas bien cebadas que llevaba dentro. Entonces el cabo gordo abrió la boca para gritar al arma; pero sólo hizo eso, abrirla, porque antes de que pronunciara una sílaba le apoyaron otra daga encima de la gorguera del coselete, rebanándole el gaznate de oreja a oreja. Y para cuando cayó al foso yo había dejado las alforjas y, con mi propia daga entre los dientes, trepaba como una ardilla por un montante del puente levadizo mientras la joven de la toquilla, que ya no llevaba la toquilla ni era una joven, sino que había vuelto a ser un mozo de mi edad que respondía al nombre de Jaime Correas, subía por el otro lado para, igual que yo, bloquear con cuñas de madera el mecanismo del puente levadizo, y cortar sus cuerdas y poleas.
Entonces Oudkerk madrugó como nunca en su historia, porque los cuatro de las pistolas, y el del avemaría, se desparramaron como demonios por el baluarte dando cuchilladas y pistoletazos a todo cuanto se movía. Y al mismo tiempo, cuando mi compañero y yo, inutilizado el puente, nos deslizábamos por las cadenas hacia abajo, de la orilla del dique brotó un clamor ronco: el grito de ciento cincuenta hombres que habían pasado la noche entre la niebla, metidos en el agua hasta la cintura, y que ahora salían de ella gritando «¡Santiago! ¡Santiago!… ¡España y Santiago!» y, resueltos a quitarse el frío con sangre y fuego, remontaban espada en mano el terraplén, corrían sobre el dique hasta el puente levadizo y la puerta, ocupaban el baluarte, y luego, para pavor de los holandeses que iban de un lado a otro como gansos enloquecidos, entraban en el pueblo degollando a mansalva.
Hoy, los libros de Historia hablan del asalto a Oudkerk como de una matanza, mencionan lafuria española de Amberes y toda esa parafernalia, y sostienen que aquel amanecer el tercio de Cartagena se comportó con singular crueldad. Y, bueno… A mí no me lo contó nadie, porque estaba allí. Desde luego, ese primer momento fue una carnicería sin cuartel. Pero ya dirán vuestras mercedes de qué otro modo toma uno por asalto, con ciento cincuenta hombres, un pueblo fortificado holandés cuya guarnición es de setecientos. Sólo el horror de un ataque inesperado y sin piedad podía quebrarles en un santiamén el espinazo a los herejes, así que a ello se aplicó nuestra gente con el rigor profesional de los viejos tercios. Las órdenes del maestre de campo don Pedro de la Daga habían sído matar mucho y bien al principio, para aterrar a los defensores y obligarlos a una pronta rendición, y no ocuparse del saqueo hasta que la conquista estuviese bien asegurada. Así que ahorro detalles; únicamente diré que todo era un va y viene de arcabuzazos, gritos y estocadas, y que ningún varón holandés mayor de quince o dieciséis años, de los que se toparon nuestros hombres en los primeros momentos del asalto, ya pelease, huyese o se rindiera, quedó vivo para contarlo.
Nuestro maestre de campo tenía razón. El pánico enemigo fue nuestro principal aliado, y no tuvimos muchas bajas. Diez o doce, a lo sumo, entre muertos y heridos. Lo que es, pardiez, poca cosa si se compara con los dos centenares de herejes que el pueblo enterró al día siguiente, y con el hecho de que Oudkerk cayó muy lindamente en nuestras manos. La principal resistencia tuvo lugar en el Ayuntamiento, donde una veintena de ingleses pudo reagruparse con cierto orden. A los ingleses, que eran aliados de los rebeldes desde que el rey nuestro señor había negado a su príncipe de Gales la mano de la infanta María, nadie les había dado maldito cirio en aquel entierro; así que cuando los primeros españoles llegaron a la plaza de la villa, con la sangre chorreando por dagas, picas y espadas, y los ingleses los recibieron con una descarga de mosquetería desde el balcón del Ayuntamiento, los nuestros se lo tomaron muy a mal. De modo que arrimaron pólvora, estopa y brea, le dieron fuego al Ayuntamiento con los veinte ingleses dentro, y después los arcabucearon y acuchillaron a medida que salían, los que salieron.
Luego empezó el saqueo. Según la vieja usanza militar, en las ciudades que no se rendían con la debida estipulación o que eran tomadas por asalto, los vencedores podían entrar a saco; que con la codicia del botín, cada soldado valía por diez y juraba por ciento. Y como Oudkerk no se había rendido —al gobernador hereje lo mataron de un pistoletazo en los primeros momentos, y al burgomaestre lo estaban ahorcando en ese mismo instante a la puerta de su casa— y además el pueblo había sido tomado, dicho en plata, a puros huevos, no fue preciso que nadie ordenase trámite para que los españoles entráramos en las casas que estimamos convenientes, que fueron todas, y arrambláramos con aquello que nos plugo. Lo que dio lugar, imagínense, a escenas penosas; pues los burgueses de Flandes, como los de todas partes, suelen ser reacios a verse despojados de su ajuar, y a muchos hubo que convencerlos a punta de espada. De modo que al rato las calles estaban llenas de soldados que iban y venían cargados con los más variopintos objetos, entre el humo de los incendios, los cortinajes pisOteados, los muebles hechos astillas y los cadáveres, muchos descalzos o desnudos, cuya sangre formaba charcos oscuros sobre el empedrado. Sangre en la que resbalaban los soldados y que era lamida por los perros. Así que pueden vuestras mercedes imaginarse el cuadro.