El sol sangriento (12 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía

—En absoluto —respondió la mujer—. No es de este mundo… ¿Cómo podría saberlo?

—¿Es un espía enviado para descubrirnos?

—No, es ignorante, lo percibo. Pero no podemos permitirnos correr el riesgo; han muerto demasiados por haber sido apenas rozados por la sombra de la Torre Prohibida. Líbrate de él.

Con un poco de irritación, Kerwin se preguntó si seguirían hablando delante de él, como si fuera invisible. Entonces, consternado, advirtió que no hablaban en el dialecto de Thendara, ni siquiera en el
casta
puro de las montañas. Hablaban en ese idioma cuya forma él conocía de alguna manera, a pesar de ser incapaz de comprender una sola sílaba conscientemente.

La mujer alzó la cabeza y pidió al hombre:

—Dale una oportunidad. Tal vez sea del todo ignorante y pueda estar en peligro. —Después se dirigió a Kerwin en el idioma del espaciopuerto—: ¿Puedes decirme algo acerca de cómo llegó a ti este cristal?

—Creo que era de mi madre —respondió Kerwin con lentitud—. No sé quién era ella. —Y enseguida, vacilante, pero consciente de que tenía importancia, repitió las palabras que escuchó la noche que le habían golpeado en la Ciudad Vieja—: Dile al hijo del bárbaro que nunca más vendrá a las llanuras de Arilinn, que la Campanilla Dorada está vengada…

La mujer se estremeció repentinamente; Kerwin vio que su prepotencia se quebraba y desaparecía. Con gran rapidez, la mujer se puso de pie, y el hombre extendió el cristal hacia Kerwin, como si los movimientos de ambos estuvieran sincronizados.

—No nos corresponde interferir en los asuntos de las
vai leroni
—dijo ella con sequedad—. Nada podemos decirte.

Kerwin insistió asombrado:

—Pero… tú sabes algo… No puedes…

El hombre sacudió la cabeza, con expresión vacía e inescrutable.

¿Por qué me parece ser capaz de saber lo que él está pensando?
, se preguntó Kerwin.

—Vete, terrano. No sabemos nada.

—¿Qué son las
vai leroni
? ¿Qué…?

Pero los dos rostros tan semejantes, distantes y arrogantes, estaban vacíos e impasibles. Kerwin supo que, detrás de la impasibilidad, había miedo.

—No nos corresponde.

Kerwin sintió como si estuviera a punto de explotar de frustración. Extendió una mano en un fútil gesto de súplica. El hombre retrocedió, evitando el contacto, mientras la mujer se hacía atrás con gesto quisquilloso.

—Pero, Dios mío, no pueden dejar las cosas así. Si saben algo…, tienen que decírmelo…

El rostro de la mujer se suavizó un poco.

—Te diré esto: creía que
eso
… —señaló el cristal— había sido destruido cuando… cuando la Campanilla Dorada fue destruida. Si a ellos les pareció adecuado dejártelo, tal vez algún día crean adecuado darte una explicación. En tu lugar, yo no esperaría. Tú…

—¡
Latti
! —El hombre le tocó el brazo—. ¡Basta! Vete —añadió dirigiéndose a Kerwin—, no eres bienvenido aquí. Ni en nuestra casa, ni en nuestra ciudad, ni en nuestro mundo. No tenemos nada en tu contra, pero hasta tu sombra nos pone en peligro. Vete.

Y ya no hubo manera de suplicar. Kerwin se marchó.

De alguna manera, había esperado que ocurriera esto. Otra puerta que se le cerraba en la cara, como la computadora, codificada para no reproducir los registros de su propio nacimiento. Pero no podía dejarlo todo así, aunque deseara hacerlo, aunque empezara a sentir miedo.

Tomó la precaución de cubrirse el pelo y, aunque no llevaba puesto el manto darkovano, precautoriamente se quitó la insignia del Servicio, para que en la Ciudad Vieja nadie pudiera identificarlo con la gente del espaciopuerto.

La dirección que le habían dado era una casa que se venía abajo; no había campanilla; después de llamar con el puño, tuvo que esperar largo rato. Ya casi había decidido marcharse cuando se abrió la puerta y apareció una mujer, que se apoyaba en el marco con mano temblorosa.

Era pequeña y de mediana edad, vestida con chales informes y falda muy vieja; no iba andrajosa y tampoco estaba sucia, pero daba una impresión general de descuido. Miró a Kerwin con pavorosa indiferencia; a él le pareció que fijaba la vista con dificultad.

—¿Deseas algo? —inquirió con voz indiferente.

—Un hombre llamado Ragan me envió —contestó, mientras le entregaba la nota de éste—. Me dijo que eres técnica de matrices.

—Alguna vez lo fui —dijo ella, aún con tono de absoluta indiferencia—. Hace años que me separaron de los transmisores principales. Oh, todavía puedo hacer algunos trabajos, pero te costará algo. Si fuera legal, no estarías aquí.

—Lo que quiero no es ilegal, por lo que sé. Pero tal vez sea imposible.

Una sutil chispa de interés centelleó en sus ojos opacos.

—Entra —ordenó. Y lo introdujo en una habitación.

El interior estaba limpio; había un acre olor familiar: el de hierbas ardiendo en un brasero. La mujer atizó el fuego, produciendo más nubes de ese humo penetrante. Cuando se volvió, sus ojos eran vigilantes.

Kerwin pensó que nunca había visto una persona más incolora. El pelo, recogido con flojedad en la nuca, era del mismo gris desvaído que el chal; caminaba cansinamente, un poco encorvada, como si sufriera algún dolor crónico. Con cuidado, se sentó en una silla y, con un movimiento abrupto de la cabeza, indicó a Kerwin que se sentara.

—¿Qué quieres,
terrano
? —Ante su asombro, los labios de la mujer esbozaron una leve sonrisa—. Tu lenguaje es perfecto —dijo—, pero recuerda qué soy. Hay otro mundo en tu manera de caminar, en la postura de tu cabeza y en lo que haces con las manos. No perdamos tiempo con mentiras.

Al menos no lo había confundido con su misterioso doble, pensó Kerwin con agradecimiento y se quitó el gorro.
Tal vez, si soy sincero con ella, también ella lo será conmigo.

Se quitó el cristal que llevaba al cuello y lo puso delante de la mujer.

—Nací en Darkover —explicó—, pero me mandaron lejos. Mi padre era terrano. Creí que sería muy simple averiguar más cosas sobre mí mismo.

—Debería serlo con esto —asintió ella—. Digno de una Celadora, eso es.

Se inclinó hacia adelante; a diferencia de los otros mecánicos, no se envolvió la mano para tocar la piedra. Kerwin hizo un gesto de disgusto; por alguna
razón
, odiaba que tocaran el cristal. Ella vio su gesto y dijo:

—De modo que al menos sabes
eso
. ¿Está sintonizado?

—No sé qué quieres decir.

Ella arqueó las cejas. Después le tranquilizó:

—No te preocupes. Puedo protegerme aunque esté sintonizado. No soy supersticiosa y hace mucho tiempo aprendí, del viejo mismo, que cualquier técnico más o menos competente puede hacer el trabajo de una Celadora. Y lo he hecho. Déjame cogerla.

La levantó. Kerwin sintió tan sólo un leve
shock
. Sus manos eran bellas, más jóvenes que el resto, gráciles y flexibles, con uñas bien cuidadas; él había esperado, de algún modo, que las tuviera roídas y sucias. Una vez más el gesto le resultó familiar.

—Cuéntame acerca de ella —le dijo.

Kerwin le contó todo, sintiéndose repentinamente seguro: la manera en que lo habían confundido con algún misterioso
otro
, el ataque que había sufrido en la calle, su imposibilidad de hallar registros en el orfanato, la negativa a decirle algo de los otros dos técnicos. Ante eso, ella frunció el ceño con desdén:

—¡Y dicen que no son supersticiosos! Necios —murmuró.

—¿Y tú qué puedes decirme?

Ella rozó el cristal con un dedo bellamente manicurado.

—Sólo esto: no está en los bancos principales. Debe de proceder de alguien de la Torre Prohibida. No lo reconozco a primera vista. Pero resulta difícil creer que tengas sangre terrana. Aunque algunos han existido y una vez vi al viejo
Dom Ann'dra
… Pero eso no significa nada.

Se dirigió a un armario y escarbó en él hasta extraer algo envuelto en un pedazo de seda aislante. Ante ella, sobre la mesa, colocó un pequeño marco de mimbre; después, tras quitar con cuidado las sedas, puso algo en el marco. Era una matriz pequeña, más pequeña que la suya, pero considerablemente más grande que la que Ragan le había mostrado. En ella jugaban pequeñas lucecitas. Kerwin, al mirarlas, se sintió mareado y con náuseas.

La mujer miró dentro de su propia matriz, luego en la de Kerwin, se incorporó y atizó de nuevo las llamas del brasero para que se elevaran las nubes de ese humo asfixiante. Kerwin sintió que le daba vueltas la cabeza. El humo parecía contener alguna droga potente, pues la mujer, inhalando profundamente, le miró con un súbito centelleo vital en los ojos.

—Tú —dijo—, tú no eres lo que pareces. —Sus palabras se arrastraban de manera extraña—. Encontrarás lo que buscas, pero también lo destruirás. Eras una trampa que no fue disparada; te enviaron lejos por tu seguridad; te sacaron de la tormenta para que alimentaras a la
banshee
… Encontrarás lo que deseas, lo destruirás pero también lo salvarás…

—No vine aquí para que me adivinaran la suerte —interrumpió Kerwin con brusquedad.

Ella pareció no oírlo y refunfuñó de manera casi incoherente.

Estaba oscuro en la habitación, salvo por el leve resplandor procedente del brasero, y hacía mucho frío. Impaciente, Kerwin se agitó; ella hizo un gesto imperativo y él volvió a sentarse, sorprendido ante la autoridad del movimiento.

¡Bruja incoherente y drogada! ¿Qué demonios estaba haciendo ahora?

El cristal que se hallaba sobre la mesa, el suyo, resplandeció y centelleó; el cristal situado en el marco de mimbre, entre las delgadas manos de la mujer, empezó lentamente a brillar con luz azul.

—La Campanilla Dorada —masculló la mujer, arrastrando las palabras y convirtiéndolas en una sola:
Cleindori
—. Oh, sí, Cleindori era bella. Durante mucho tiempo la buscaron en las montañas del otro lado del río, pero ella se había ido donde ellos no podían seguirla, los orgullosos y supersticiosos necios que predicaban el Estilo de Arilinn…

Ahora toda la luz de la habitación se concentraba en el rostro de la mujer; la luz que parecía manar del centro azul del cristal.

Kerwin se quedó allí sentado largo tiempo, mientras la mujer miraba el cristal y mascullaba algo para sí. Finalmente, él se preguntó si la mujer estaría en trance, si no sería clarividente y tal vez podría responder a todas sus preguntas.

—¿Quién soy?

—Eres aquél a quien ellos lograron alejar, la rama salvada del incendio —dijo ella oscuramente—. Había otros, pero tú eras el más apropiado. Ellos no sabían, los orgullosos Comyn, que les habías sido arrebatado. Que ellos habían escondido la presa en la casa del cazador, que habían ocultado el árbol dentro del bosque. Todos ellos, Cleindori, Cassilde, el
terrano
, el muchacho Ridenow…

Las luces del cristal parecieron condensarse en un brillante relámpago de luz. Kerwin lo sentía como un cuchillo en los ojos, pero no podía moverse.

Luego, una escena se presentó ante sus ojos, clara y distinta, como si estuviera impresa en el interior de sus párpados:

Dos hombres y dos mujeres, todos ellos con ropas darkovanas, sentados en torno a una mesa sobre la que yacía, en un marco, una matriz; y una de las mujeres, muy frágil, muy rubia, se inclinaba sobre ella, asiendo el marco con tanta fuerza que Kerwin veía que sus nudillos se ponían blancos por el esfuerzo. Su rostro, enmarcado por pálido cabello rojizo, resultaba pavorosamente familiar… Los hombres observaban, concentrados, inmóviles. Uno de ellos tenía pelo oscuro y ojos oscuros, ojos de animal. Kerwin se escuchó pensar:
El terrano
y supo, en lo profundo de su mente, que estaba mirando el rostro del hombre cuyo nombre llevaría. Y todos ellos observaban como hechizados mientras las frías luces jugaban sobre el rostro de la mujer como una aurora extraña. Entonces, el hombre alto y pelirrojo desprendió de golpe las manos de la mujer del marco; las luces azules se extinguieron y la mujer cayó desmayada en brazos del hombre moreno…

La escena desapareció. Kerwin vio nubes que se movían y una lluvia fría y espesa que caía sobre un patio. Un hombre caminaba a zancadas a través de un corredor con altas columnas; un hombre alto y arrogante. Kerwin contuvo el aliento, recordando el rostro soñado de sus primeros recuerdos. La escena se redujo otra vez a una cámara de altas paredes. Las mujeres estaban allí, al igual que uno de los hombres. A Kerwin le parecía ver la escena desde una perspectiva extraña, como si estuviera muy arriba o muy abajo.

Cuando advirtió que estaba
allí
, el horror y el miedo súbito le hicieron temblar. Parecía desviar la vista de los cuatro reunidos en torno a la matriz, fijándola en una puerta cerrada, cuyo picaporte se movía lentamente, muy lentamente. La puerta se abrió de pronto y desapareció tras unas figuras oscuras que llenaron por completo el umbral y ocultaron la luz, figuras que se lanzaron hacia adentro…

Kerwin gritó. No era su propia voz, sino la voz de un niño, aguda, terrible y aterradora, un aullido de absoluto pánico y desesperación. Cayó sobre la mesa, mientras la escena se oscurecía ante sus ojos, y los gritos recordados siguieron resonando en sus oídos mucho después de que su propio grito le hubiera devuelto la conciencia.

Atontado, se incorporó y se restregó lentamente los ojos. Su mano quedó llena de sudor… ¿o lágrimas? Confuso, meneó la cabeza.
No
estaba en ese cuarto de altas paredes lleno de difusas figuras de terror. Estaba en la casa de paredes de piedra de la vieja técnica de matrices; el fuego del brasero se había extinguido y la habitación estaba fría y oscura. Apenas si pudo distinguir la forma de la mujer: había caído hacia adelante, y su cuerpo yacía sobre la mesa, encima del marco de mimbre, que se había caído y soltado el cristal sobre la mesa.

Pero ya no había luz azul en la piedra. Yacía allí vacía, gris, como un opaco pedazo de vidrio.

Kerwin miró a la mujer, perplejo e irritado. Le había mostrado
algo…
pero ¿qué significaba? ¿Por qué había gritado él? Con cautela, se tocó la garganta. Sentía la voz ronca.

—¿Qué demonios era todo eso? Supongo que el hombre moreno era mi padre. ¿Pero quiénes eran los otros?

La mujer no se movió ni habló. Kerwin frunció el ceño. ¿Estaría borracha, drogada? Sin ninguna consideración, extendió una mano para sacudirla del hombro.

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