El Suelo del Ruiseñor (23 page)

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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

—¿Algún problema?

—Sólo algunos que no han respetado el toque de queda, como de costumbre.

—¡Qué olor tan apestoso!

—Mañana será peor. Hará más calor.

Uno de los grupos se dirigió a la ciudad; el otro cruzó el puente y subió los escalones que conducían al portón. Escuché el grito que les exigía identificarse y la contestación correspondiente. El portón crujió mientras quitaban las trancas y lo abrían. Oí cómo lo cerraban otra vez de un golpe, y después el sonido de las pisadas se fue extinguiendo.

Desde mi posición bajo los sauces se podía percibir el olor de las aguas estancadas del foso. Aparte de esto, notaba otro hedor aun más repugnante: el de los seres humanos aún vivos que se iban pudriendo poco a poco.

A orillas del agua crecían flores silvestres y también algunos lirios tardíos; las ranas croaban y los grillos cantaban; el cálido aire de la noche me acariciaba la cara, y dos cisnes, increíblemente blancos, pasaron a la deriva siguiendo la estela de la luna.

Me llené los pulmones de aire y me zambullí en el agua. Avancé a nado muy cerca del fondo del foso y siguiendo la dirección de la corriente, de manera que pudiera emerger bajo las sombras del puente. Las gigantescas rocas de la muralla que se alzaba desde el foso proporcionaban peldaños naturales en los que apoyarme. Mi mayor preocupación era que descubrieran mi oscura presencia sobre la piedra pálida. Sólo podía hacerme invisible durante dos minutos cada vez. El tiempo, que había corrido tan lentamente con anterioridad, iba ahora a toda prisa. Me moví con rapidez y escalé la muralla con la agilidad de un mono. Escuché voces junto al primer portón, por el que los guardias regresaban de su ronda, y me aplasté contra uno de los tubos de desagüe. Me hice invisible y aproveché el ruido de las pisadas para lanzar el garfio por encima del inmenso saliente de la muralla. Oscilando, trepé por la cuerda hasta plantarme en la techumbre de tejas, y entonces me dirigí corriendo hasta el patio del flanco sur. Las cestas en las que estaban suspendidos los moribundos quedaban por encima de mi cabeza. Uno de ellos pedía agua una y otra vez, otro mascullaba lamentos ininteligibles y otro más repetía el nombre del dios secreto con tal rapidez y monotonía que me producía escalofríos. El cuarto hombre permanecía en silencio. El olor a sangre y a excrementos era casi insoportable. Intenté no olerlo ni escuchar los sonidos de agonía. Miré mis manos bajo la luz de la luna, al tiempo que pensaba que tenía que pasar por la garita. Los guardias estaban dentro, charlaban y hacían té. Aproveché el momento en el que el hervidor de agua golpeó contra una cadena de hierro para lanzar los garfios y escalar por el torreón hasta el parapeto del que colgaban las cestas.

Éstas estaban suspendidas con cuerdas y se alzaban a unos 12 metros del suelo. Cada una de ellas tenía el tamaño justo para que cupiera un hombre de rodillas, con la cabeza inclinada hacia delante y los brazos atados a la espalda. Las cuerdas parecían lo bastante fuertes como para soportar mi peso, pero cuando tiré de una desde el parapeto, la cesta se tambaleó y el hombre que estaba dentro soltó un grito de pánico. Su alarido rasgó la tranquilidad de la noche. Me quedé paralizado. El hombre sollozó durante unos instantes y de nuevo susurró: "¡Agua! ¡Agua!". No hubo respuesta; tan sólo los perros contestaron desde la distancia. La Luna había llegado a las montañas y estaba a punto de desaparecer tras ellas; la ciudad seguía durmiendo apaciblemente. Cuando la Luna hubo desaparecido, comprobé la resistencia de la cuerda que llevaba conmigo, saqué las cápsulas de veneno y me las metí en la boca. A continuación, bajé por el muro con la ayuda de la cuerda y apoyando los pies en los salientes de piedra.

Al llegar a la primera cesta, me quité la cinta que llevaba en la frente, todavía mojada por el agua del foso, y logré meter la mano a través de la urdimbre para ponerla en la cara del hombre. Oí cómo chupaba el agua y decía algo incoherente.

—No puedo salvarte -susurré-, pero tengo veneno. Te dará una muerte rápida.

El hombre apretó la cara contra la cesta y abrió la boca para que yo le introdujera la cápsula.

El que estaba al lado no me oía. Su cabeza estaba apoyada contra el lateral de la cesta, pero pude alcanzar su arteria carótida y silenciar sus gemidos sin hacerle daño. Entonces me vi obligado a escalar otra vez hasta el parapeto, porque no me era posible llegar a las otras dos cestas desde mi posición. Los brazos me dolían y desde las alturas veía con temor las losas del patio. Cuando llegué hasta el tercer hombre, el que había estado rezando, vi que estaba alerta y me observaba con ojos oscuros. Murmuré una de las plegarias de los Ocultos y le entregué la cápsula de veneno.

—Está prohibido -me dijo.

—Deja que el pecado recaiga sobre mí -murmuré-. Tú eres inocente. Serás perdonado.

Al tiempo que yo metía el veneno en su boca, marcó con su lengua el signo de los Ocultos sobre la palma de mi mano. Le oí rezar, y después calló para siempre.

No noté el pulso en la garganta del cuarto hombre, y pensé que había muerto; pero, por si acaso, apreté el garrote contra su cuello y así lo mantuve mientras contaba los minutos.

Escuché cantar al primer gallo. Mientras escalaba hasta el parapeto, el profundo silencio de la noche me rodeaba. Temía que la ausencia de gemidos alertara a los guardias y oía los latidos de mi corazón, que resonaban como tambores.

Regresé por el mismo camino por el que había llegado, aunque en esta ocasión no utilicé los garfios, sino que salté al suelo desde las murallas con más rapidez que antes. Otro gallo cantó y un tercero respondió. Pronto la ciudad se despertaría. El sudor me caía a chorros y el agua del foso me helaba la piel. Apenas podía contener la respiración para bucear, y a poca distancia de los sauces emergí de repente espantando a los cisnes. Respiré hondo y me sumergí otra vez en el agua.

Llegué hasta la orilla y me encaminé a los árboles con la intención de detenerme a descansar y recuperar el aliento. El cielo empezaba a iluminarse. Estaba exhausto, notaba cómo mi concentración se desvanecía y apenas podía creer lo que había hecho.

Horrorizado, me di cuenta de que allí había alguien. No era un soldado, sino un paria. Pensé que tal vez fuera un guarnicionero por el olor a cuero que desprendía.

Antes de que yo pudiera recuperar mis fuerzas y hacerme invisible, él me vio, y en su mirada percibí que sabía lo que yo había hecho.

"Ahora tendré que matarle", pensé, lamentando que esta vez no iba a ser una liberación, sino un asesinato. Las manos me olían a sangre y a muerte. Decidí dejarle vivir y me desdoblé. Dejé mi segundo cuerpo bajo uno de los sauces y, al momento, me encontraba al otro lado del camino.

Me detuve a escuchar un instante y oí al hombre hablar a mi imagen antes de que ésta se desvaneciera.

—Señor -dijo, vacilante-, perdonadme. He escuchado el sufrimiento de mi hermano durante tres días. Gracias. Que el dios secreto os acompañe y os bendiga.

Entonces, mi imagen desapareció y el hombre lanzó un grito de asombro:

—¡Un ángel!

Escuché su aliento jadeante y sus sollozos, al tiempo que me desplazaba de puerta a puerta. Abrigaba la esperanza de que las patrullas no le alcanzaran y que él no contase lo que había visto. Confiaba en que fuese uno de los Ocultos, que se llevan sus secretos a la tumba.

El muro que rodeaba la posada era lo bastante bajo como para saltar por encima de él. Regresé a las letrinas y después al aljibe, donde escupí las cápsulas de veneno que me habían sobrado. Me lavé la cara y las manos como si me acabara de levantar. El guardia estaba medio despierto cuando pasé por su lado, y masculló:

—¿Es ya de día?

—Todavía queda una hora -respondí.

—Estás pálido, señor Takeo. ¿Es que no te encuentras bien?

—Sólo son retortijones.

—Esta maldita comida de los Tohan -murmuró, y los dos nos echamos a reír.

—¿Quieres un cuenco de té? -preguntó-. Si quieres, puedo despertar a las criadas.

—Ahora no. Voy a intentar dormir un rato.

Abrí la puerta corredera y entré en la habitación. La oscuridad estaba dejando paso a una luz grisácea. Por la respiración de Kenji, noté que estaba despierto.

—¿De dónde vienes? -preguntó, en voz baja.

—De las letrinas. No me encontraba bien.

—¿Desde medianoche? -replicó, incrédulo.

Yo me estaba quitando la ropa mojada y escondiendo las armas bajo el colchón.

—No desde hace tanto. Estabais dormido.

Él alargó el brazo y me palpó la ropa interior.

—¡Estás empapado! ¿Has estado en el río?

—Ya os lo he dicho: no me encontraba bien. Quizá no pude llegar a tiempo a las letrinas.

Kenji me golpeó en el hombro y Shigeru se despertó.

—¿Qué pasa? -murmuró.

—Takeo ha estado fuera toda la noche. Estaba preocupado por él.

—No podía dormir -dije yo-. Sólo salí un rato, como hacía en Hagi y en Tsuwano.

—Ya sé que salías -me interrumpió Kenji-, pero era territorio Otori. Aquí es mucho más peligroso.

—Bueno, el caso es que ya he vuelto -me metí bajo la manta, me tapé la cabeza con ella, y al instante caí en un sueño tan profundo y plácido como la muerte.

Me desperté con el graznido de los cuervos. Sólo había dormido tres horas, pero me encontraba descansado y en paz. No pensé en lo ocurrido aquella noche; aunque, de hecho, no lo recordaba con nitidez, era como si hubiera actuado en trance. Era uno de esos escasos días del final del verano en los que el cielo adquiere un tono azul pálido, y el aire es suave y cálido en vez de pegajoso. Una criada entró en la habitación con una bandeja de comida y una tetera; después hizo una reverencia hasta el suelo y sirvió el té, y entonces dijo en voz baja:

—El señor Otori te espera en los establos, señor. Quiere que vayas allí lo antes posible, y tu maestro desea que lleves el material de dibujo.

Yo asentí con la cabeza, pues tenía la boca llena de comida.

—Secaré tus ropas -dijo ella.

—Ven a por ellas más tarde -repliqué yo, pues no quería que viese las armas.

Cuando se marchó, me puse en pie de un salto, me vestí y guardé los garfios y el garrote en el doble fondo del baúl, donde Kenji los había escondido. Recogí la bolsa en la que guardaba la caja lacada que contenía el bloque de tinta y los pinceles, los saqué y los envolví en un paño. Me coloqué el sable en el cinto y asumí la personalidad de Takeo, el artista erudito, antes de salir hacia los establos.

Al pasar por la cocina, escuché que una de las criadas susurraba:

—Todos han muerto durante la noche. Dicen que llegó un ángel de la muerte...

Continué mi camino con la mirada baja, al tiempo que adquiría una forma de andar que me daba aspecto de torpe. Las damas ya estaban a lomos de los caballos. Shigeru conversaba con Abe, y yo pude enterarme de que éste iba a viajar con nosotros. Un hombre joven de los Tohan estaba a su lado y sujetaba las riendas de dos caballos. Un mozo sujetaba a
Kyu,
el corcel de Shigeru, y al mío,
Raku.


¡Venga, muchacho! -exclamó Abe, al verme-. No podemos esperar todo el día mientras remoloneas en la cama.

—Pide disculpas al señor Abe -dijo Shigeru, con un suspiro.

—Lo siento mucho, no tengo excusa -acerté a balbucear, al tiempo que hacía una profunda reverencia a Abe y a las damas e intentaba no mirar a Kaede-. Me quedé estudiando hasta tarde.

Entonces me volví hacia Kenji, y dije con deferencia:

—He traído el material de dibujo, señor.

—Está bien -respondió-. En Terayama verás algunas obras espléndidas. Incluso podrás copiarlas si disponemos de tiempo suficiente.

Shigeru y Abe montaron en sus caballos y el mozo me trajo a
Raku,
que se alegró de verme, bajó el morro hasta mi hombro y lo frotó contra mí. Fingí que el movimiento me había hecho perder el equilibrio y reculé ligeramente hacia; atrás. Después me acerqué al flanco derecho de
Raku
y di a entender que no sabía bien cómo subir a lomos del caballo.

—Esperemos que su destreza como artista sea mayor que sus cualidades como jinete -dijo Abe, con socarronería.

—Por desgracia, no es nada fuera de lo corriente.

Pensé que el enfado que denotaba la respuesta de Kenji no era fingido. No respondí a ninguno de los dos hombres y me conformé con examinar el ancho cuello de Abe mientras éste cabalgaba por delante de mí. Imaginaba cómo me sentiría al apretarlo contra el garrote o al clavar cuchillo en su compacta carne.

Estos oscuros pensamientos me mantuvieron ocupado hasta que cruzamos el puente y salimos de los límites de la ciudad. Entonces, la belleza del día me contagió su magia. Tras los destrozos producidos por la tormenta, las heridas de la tierra estaban cicatrizando; las campanillas habían abierto sus brillantes pétalos azules, incluso donde los tallos seguían aplastados contra el barro; los martín pescadores volaban como relámpagos a través del río, y las garzas y garcetas se erguían en las aguas poco profundas; una docena de libélulas aleteaba por encima de nosotros, y las mariposas de tonos anaranjados y amarillos alzaban el vuelo al paso de los caballos.

A lo largo de la llanura del río cabalgamos a través de los arrozales, de un verde intenso. Las lluvias habían aplastado las plantas de arroz, pero éstas ya volvían a enderezarse. Por todas partes las gentes se afanaban en el trabajo, y parecían alegres, a pesar de la destrucción que los rodeaba. Me recordaban a los habitantes de mi aldea: su espíritu indómito ante la desgracia, su fe inquebrantable en que, pasara lo que pasase, la vida era buena y el mundo benévolo. Calculaba yo cuántos años de gobierno Tohan tendrían que transcurrir para que esa creencia fuera totalmente arrancada de sus corazones.

Los arrozales daban paso a huertos dispuestos en bancales y, más adelante, cuando el camino se volvía más empinado, a plantaciones de bambú, que se ceñían a nuestro alrededor con su tenue luz verde y plata. Superado el bambú, llegamos a los bosques de cedros y de pinos, donde el grueso lecho de agujas amortiguaba el sonido de los cascos de los caballos.

A nuestro alrededor se extendía el bosque impenetrable. De vez en cuando nos cruzábamos en el camino con peregrinos que realizaban el laborioso viaje hasta la montaña sagrada. Cabalgábamos en fila, por lo que apenas podíamos comunicarnos. Yo sabía que Kenji ardía en deseos de interrogarme sobre la noche anterior, pero no me apetecía hablar -ni siquiera acordarme- de ella.

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