El sueño de Hipatia (22 page)

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Authors: José Calvo Poyato

Tags: #Histórico

Desde la terraza de su casa Hipatia y Teón asistían consternados a aquel holocausto de la sabiduría, cuyo resplandor llegaba desde el otro lado de las murallas. Un dolor insoportable afligía su pecho, conscientes de que un mundo estaba agonizando. La hija de Teón renovó aquella triste noche su compromiso de no rendirse sin presentar batalla.

—Quienes queman libros pueden quemar cualquier cosa, incluso a las personas. Les ocurrió a ellos cuando los quemaron por ser fieles a sus ideas. No hemos aprendido mucho en estos trescientos años. Ellos están haciendo lo mismo —comentó Hipatia con las lágrimas arrasando sus ojos.

—Han elevado sus creencias a la categoría de única verdad y destruyen todo lo que no coincide con ella. —Teón puso un brazo sobre el hombro de su hija—. Ni siquiera permiten el debate entre ellos mismos. Recuerda lo que tuvo que hacer Papías para poner a salvo algunos escritos porque en ellos laten otros pensamientos, otras creencias, quizá algunas verdades.

Hipatia recordó aquellos textos que leyó a toda prisa en pocos días, hacía ya cuatro años. Conservaba los códices en un nicho de la biblioteca.

—Cuando pasen los siglos no quedará recuerdo de esas obras que el fuego está devorando.

—¡Están reduciendo a cenizas los esfuerzos de docenas de generaciones! —exclamó Hipatia con lágrimas en los ojos y la vista fija en el resplandor que teñía de rojo la noche de Alejandría.

Dejó escapar un suspiro y abandonó la terraza.

15

Alejandría, año 393

Aquel día de finales de verano habían llegado las primeras lluvias; sin embargo la alegría que acompañaba al agua, después del caluroso verano, estaba empañada por la tristeza que había supuesto la muerte de Anaxágoras que a lo largo de aquellos meses, casi un año, no se había repuesto del sufrimiento que le produjo el asalto al Serapeo y el incendio de su biblioteca.

El anciano filósofo no se recuperó de una caída que lo postró en la cama durante sus últimas semanas de vida. Aunque Hermógenes explicaba su óbito a causa de la caída, el difunto decía que para él todo había concluido con la destrucción del Serapeo. Aquel día, repetía Anaxágoras, su vida quedó fulminada por el rayo de la muerte. La caída fue un mero accidente que no modificaba la esencia de las cosas.

Por deseo del filósofo se había prescindido de las plañideras. Anaxágoras había dicho siempre que le parecía un espectáculo lamentable y tan falso como las lágrimas que derramaban. Dejó señalada, sin embargo, una cantidad para que les fuese entregada como dádiva. Su entierro fue sencillo y emotivo. Antes de que se cerrase la tumba, Hipatia, con la voz embargada por la emoción, leyó dos poemas de Homero y, a continuación, Hermógenes hizo el elogio fúnebre. El médico concluyó con un hermoso epitafio, que sería labrado sobre la piedra del sepulcro:

—Que los dioses te sean propicios porque siempre buscaste el bien y nunca hiciste daño a tus semejantes.

Al término de la ceremonia el centenar de asistentes tenían las togas empapadas por la fina lluvia; las habían vestido como homenaje al viejo filósofo y como desafío a las nuevas normas en las que se rechazaban como perniciosas «todas las manifestaciones de las disolutas formas de vida propias de los paganos». Sabían que era un gesto simbólico que podía acarrearles problemas, pero era una forma de decir que no habían perdido la esperanza.

Las noticias que llegaban de Roma eran alentadoras: el emperador Flavio Eugenio había restablecido el culto a las antiguas deidades y ordenado reconstruir el Ara Pacis; fiestas como las saturnales recuperaron pasados esplendores. Las noticias que llegaban a Alejandría y hablaban de los sacrificios en honor de Saturno en su templo al pie de la colina Capitolina habían levantado gran expectación y los banquetes públicos habían estado muy concurridos. Teófilo, muy enfadado con tales nuevas, ordenó a sus clérigos atacar lo que denominaba «orgías desenfrenadas cuyo fin era ofender a Dios nuestro señor».

Sin importarles el agua que les caía, la comitiva recorrió lentamente el camino de regreso, una senda flanqueada por cipreses que serpenteaba suavemente por la ladera de la colina hasta el lago Mareotis. Se encaminaban a casa de Pausanias, donde celebrarían el banquete fúnebre: una frugal comida en honor del difunto a la que concurrían los familiares más próximos y su círculo de amigos más íntimos.

Una vez en casa del antiguo pontífice del Serapeo los asistentes, una veintena de personas, se desprendieron de sus empapadas togas, se secaron lo mejor posible y se enfrascaron en una animada conversación que al principio giró en torno al legado que dejaba Anaxágoras, quien había contribuido a mantener vivo el pensamiento de Platón en Alejandría y a combatir a los detestables sofistas que, por dinero, sostenían tanto una proposición como su contraria, envolviéndolas en ropajes de raciocinio. Pero muy pronto la charla derivó hacia los asuntos que les inquietaban.

—Lo que se ha confirmado es uno de los rumores que circuló por todas partes hace algunos días —comentaba Teón.

—¿Cuál? —preguntó Harmodio.

—El que señalaba que Teodosio se ha mostrado muy vacilante antes de decidirse a presentar combate a las tropas de Eugenio. La noticia indica que estaba tan preocupado que, antes de arriesgarse a la batalla, envió a uno de sus hombres de confianza, un eunuco llamado Eutropio, hasta un cenobio de las afueras de Licópolis.

Harmodio arrugó la frente; no había escuchado el menor comentario al respecto.

—¿Ha viajado desde Constantinopla hasta ese perdido lugar a orillas del Nilo?

—Por lo que yo sé, así ha sido.

—¿Para qué ha hecho un viaje tan largo?

—Al parecer, uno de los monjes de ese cenobio es una especie de visionario que predice acontecimientos.

—¿Un astrólogo?

—¡No! —gritó Teón ofendido.

Hipatia no pudo evitar una sonrisa, a pesar de que estaba muy afectada por la muerte de quien le había ayudado a dar sus primeros pasos por el apasionante mundo de la filosofía.

—Entonces, ¿qué practica ese monje? —preguntó Harmodio.

—¡Es un visionario, una especie de profeta que afirma tener un don concedido por su dios! —exclamó despectivamente Teón.

—Tanto la astrología como las artes adivinatorias son rechazadas por los cristianos. Las consideran algo detestable, cosas propias de brujos y gentes relacionadas con ciencias demoníacas. ¿Cómo es que Teodosio acude a esos procedimientos?

Teón se encogió de hombros.

—Ésa es una de sus muchas contradicciones.

Tres días más tarde, mientras Teón departía con Hermógenes y Filotas en su villa de Eleusis, donde él e Hipatia se habían retirado a pasar unos días, antes que el invierno hiciese acto de presencia, un esclavo le anunció la presencia de un centurión.

—¿Un centurión?

—Sí, mi amo.

—¿Te ha dicho qué quiere?

—Ha preguntado por ti.

—¿Nada más?

—Solo ha preguntado por ti, aunque te trae un mensaje.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo lleva en la mano.

—Disculpadme un momento, enseguida vuelvo.

El polvo que cubría la indumentaria del militar señalaba lo penoso del viaje. Charlaba en el vestíbulo con Cayo.

—¡Que tu presencia en mi casa sea grata a los dioses! —lo saludó Teón—. ¿No le has ofrecido un poco de vino? —preguntó a Cayo que lo atendía en su condición de mayordomo.

—Lo he hecho, mi amo, pero el centurión tiene prisa.

—Sería un placer, pero otras obligaciones reclaman mi presencia —se excusó el soldado.

El esclavo tenía razón, en su mano portaba un mensaje.

—Quinto Cecilio Graco te envía su saludo y este mensaje. —Dando a su gesto un aire marcial le entregó un pequeño cilindro de cuero.

El mensaje llegaba de Roma y también el mensajero venía de la capital de Occidente. No lo dejaría marcharse tan fácilmente: las noticias de la vieja
Urbs
eran muy valoradas en Alejandría.

—¡El viejo Graco, siempre tan pendiente de sus amigos! ¡Siendo su emisario, no puedo consentir que te marches sin un pequeño agasajo, los dioses reprocharían mi desconsideración y falta de hospitalidad! ¡Ordena que dispongan un refrigerio!

—Pero es que…

—No lo consentiré.

Lo tomó del brazo, como si se conocieran de toda la vida, y casi lo arrastró hasta una estancia amueblada con elegancia y sobriedad.

—¿Qué nuevas hay por Roma?

—Todo el mundo habla de la batalla que ha enfrentado a los ejércitos de Teodosio y Eugenio.

Teón contuvo la respiración, llevaban semanas aguardando aquella noticia. La víspera, le llegó noticia de los rumores que circulaban por Alejandría; eran confusos, incluso contradictorios. Todos indicaban que la batalla entre las tropas de Teodosio y las de Eugenio ya se había librado, pero mientras unas voces señalaban que el triunfo había sido para Eugenio, otras apuntaban a una victoria de Teodosio.

Las tensiones entre los dos emperadores habían sido una constante desde que Flavio Eugenio fue investido con la púrpura imperial. Para Teodosio era una marioneta en manos de Arbogastes, a quien consideraba un asesino, culpable de la muerte de Valentiniano. El paso del tiempo no había hecho sino encrespar cada vez más los ánimos y todos eran conscientes de que las diferencias se dirimirían en el campo de batalla.

Era algo más que un pulso entre dos emperadores, era la lucha del viejo mundo, el de los valores tradicionales, y los partidarios del nuevo orden propugnado por los obispos y patriarcas cristianos.

—¿Qué ha sucedido?

—La batalla ha sido muy cruenta, los muertos se cuentan por miles…

—Pero ¿quién ha ganado?

—¿No estás enterado?

—¡No!

—El triunfo ha sido para Teodosio, creí que ya lo sabías. —Teón detectó cierto pesar en las palabras del soldado—. Creo que Graco te cuenta algunos pormenores en el mensaje. El barco en que he llegado a Alejandría partió de Ostia al día siguiente de que se conociese la noticia.

—¿Cómo ha sentado en Roma?

El soldado hizo un gesto ambiguo.

—La plebe está con los cristianos. Se echaron a la calle para festejarlo y sus sacerdotes han celebrado liturgias para dar gracias a su dios. Varios senadores partidarios de Eugenio se han suicidado y otros, nada más tener noticia de lo ocurrido, se marcharon con sus familias aquel mismo día. Se han retirado a sus villas campestres. También escuché rumores acerca de que habían sido asaltados algunos de los templos restaurados en los últimos tiempos, como el de Venus, y que el Ara Pacis había sido destruida.

—¿Se sabe algo de Eugenio?

—Fue capturado y llevado a presencia de Teodosio, quien ordenó que lo decapitasen. Sobre el
magister militum
Arbogastes las noticias son confusas, aunque circula el rumor de que se ha suicidado.

Unos esclavos entraron con bandejas de comida y bebida, pero la noticia no estimulaba el apetito.

—Come y bebe lo que quieras —le ofreció Teón con tono apesadumbrado.

—Será mejor que me marche, tengo casi dos horas de camino hasta Alejandría.

—¿Una copa de vino, al menos?

—Si la compartes conmigo…

Teón escanció vino en dos copas y ofreció una al centurión.

—Supongo que Quinto Cecilio Graco te dará detalles precisos de lo acaecido en la batalla y también del efecto que ha tenido la victoria de Teodosio en Roma.

—¿Dónde tuvo lugar la batalla?

—A orillas del río Frígido, cerca de Aquileia. Parece ser que los visigodos de Estilicón y Alarico fueron decisivos en su resultado final.

El soldado bebió su vino de un trago, dejó la copa sobre la bandeja y se despidió.

—Gracias por tu hospitalidad, pero ahora debo partir.

Una vez solo, Teón sacó el pergamino que le enviaba Graco. Efectivamente, le daba la que denominaba «triste noticia de la derrota de Flavio Eugenio» y señalaba los pormenores del combate. Como ya le había adelantado el centurión, la batalla había tenido lugar a orillas del Frígido, cerca de Aquileia, en la zona montañosa de Panonia. Había durado dos días, el 5 y 6 de septiembre, y durante muchas horas estuvo indecisa. Graco afirmaba que durante la primera de dichas jornadas las tropas de Eugenio tuvieron la victoria al alcance de su mano…

fue entonces cuando comenzó a soplar, inesperadamente, un viento que se convirtió en una tempestad que levantó nubes de polvo y cegó a las tropas de Arbogastes. Se rompieron las líneas de la infantería y los soldados de Teodosio, animados por el extraño fenómeno, se reagruparon y convirtieron en victoria lo que era una derrota segura.

En Roma los cristianos lo han considerado como un milagro de su dios, que ha castigado las iniciativas de Flavio Eugenio para revitalizar el culto de las viejas deidades. Un reputado geógrafo me ha dicho que se trata de un fenómeno atmosférico que se produce con relativa frecuencia en los valles de los Alpes Julianos, que es el nombre que tiene la cordillera que se extiende por la zona donde se ha librado la batalla. Pero ya sabes cómo interpretan los cristianos las cosas más naturales.

No encuentro palabras para narraros a Hipatia y a ti su alegría en las calles. Las turbas abarrotan las iglesias, en las que no cesan las ceremonias en acción de gracias a su dios, a quien, como te he dicho, consideran como artífice de la victoria alcanzada por los ejércitos de Oriente.

Flavio Eugenio, que se entregó a la clemencia de los vencedores, fue decapitado sin ningún miramiento a su dignidad, en el mismo campo de batalla. Teodosio ha explicado esta ignominia afirmando que nunca lo había reconocido como emperador. Se rumorea con insistencia que Teodosio queda como único emperador y que ha llegado a Mediolanum.

Espero que estas tristes noticias estimulen, más allá del sofoco, la resignación ante lo que el destino nos depara. Besa a Hipatia con nuestro mayor afecto y para ti mi fraternal abrazo al que se une el de Paulina, cuyo dolor no parece tener fin.

Q
UINTO
C
ECILIO
G
RACO

La última noticia que he recibido, antes de cerrar el pliego, es que Arbogastes logró huir a un paraje montañoso acompañado de algunos soldados. Las tropas de Teodosio lo persiguieron sin descanso y decidió poner fin a su vida, antes de caer prisionero en manos de sus enemigos, que no han tenido piedad.

Teón estaba rígido. Releía una y otra vez el delicado pergamino que sostenía en sus manos, como si con la lectura pudiese modificar su contenido. Regresó a la terraza, donde Hipatia acompañaba a Hermógenes y Filotas. Nada más verlo aparecer supieron que era portador de pésimas noticias. Entregó a su hija el mensaje para que lo leyese en voz alta. A él le faltaban las fuerzas. Cuando concluyó Hipatia, Hermógenes le preguntó:

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