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Authors: Carmen Amoraga

Tags: #Drama

El tiempo mientras tanto (28 page)

La escritora tiene ganas de llorar y piensa que la muerte es injusta porque no es sólo una vida lo que se lleva. Salen de allí y el director le sigue contando. Damos la comida a los familiares que se quedan, totalmente gratis. Nos gusta que estén cómodos porque sabemos que es muy duro permanecer aquí, tan lejos de todo. Le señala un espacio vacío donde antes había un microondas para que se calentaran lo que quisieran traerse de casa, pero lo robaron. La escritora hace un esfuerzo y sonríe. Piensa en los suyos (de pronto tiene ganas de abrazarlos muy fuerte) y le pide a Dios (si es que existe) que nunca tengan que ir allí.

Pilar se siente un poco como la escritora. Es consciente de que no disfrutó mientras pudo. Y ahora, que sólo le queda lamentarse, no encuentra consuelo en eso.

A veces, antes, leía el periódico, o veía la televisión, y cuando veía las tragedias auténticas que ocurrían en el mundo, se decía que ella no tenía motivo alguno para estar así, que tener un disgusto amoroso era tan común como tener un antecedente de cáncer en la familia, que todo el mundo tenía uno y lo superaba y seguía adelante con su vida, y que ella era una mujer fuerte que lo tenía todo a su favor, que era joven, que no era fea, que podía superarlo, ser feliz, y pensaba que cuando volviera a ver a Paco, cuando regresara de un viaje, cuando volviera a casa esa noche, sería amable, y buena, y cariñosa, y le prepararía algo que le gustase para cenar, y le besaría en la boca, y en la cama se la chuparía y harían el amor y le diría cuánto le gustaba hacerlo con él, porque la verdad era que le gustaba, y que las dos únicas veces que se había acostado con Fermín había sido un desastre y, en cambio, siempre que se acostaba con su marido tenía unos orgasmos que la dejaban sin aliento; pero cuando llegaba el momento, y le veía, se le caían las buenas intenciones a los pies. No podía. Era superior a sus fuerzas. No podía ser feliz porque Paco era bueno, y era trabajador, y era hasta guapo, y era buen marido y un padre cojonudo. Pero no era Fermín, y eso le dolía tanto, tanto, que para olvidarlo tenía que sentir algo mayor. Ahora que el dolor es inmenso, no le queda más remedio que conformarse con él porque sabe que ningún otro podría dejarlo atrás.

Septiembre

Goumba prefiere no mirar a la derecha. Sabe que es cuestión de tiempo, que dentro de poco ya no estará allí. Pero, aun así. No quiere ver al paciente que ocupa la 126 A, un hombre de cuarenta y cinco años que sufrió una hemiplejia mientras hacia
footing
. No es que no le guste su nuevo compañero de habitación. Es que echa de menos a María José. No es que se hubieran hecho amigos (sonríe, triste), pero le gustaba saber que estaba allí, callada, quieta, respirando pesada y lentamente, con los ojos cerrados, dormida, en paz. Pensaba que ella era su hermana y que él vigilaba su sueño. Así era, lo vigilaba, hasta el punto de darse cuenta antes que nadie de que había muerto.

Le debe lo que tiene. Tiene a Pilar, tiene a Paco, tiene a Cleopatra. No ha oído hablar nunca ni de la teoría del caos ni del efecto mariposa, pero su sentido común le dice que es posible que el suave aleteo de un insecto provoque un
tsunami
en el otro lado del mundo. Lo sabe bien. Si su padre no hubiera decidido que se marchase de Podor en busca de una vida más digna, si su amigo no le hubiera convencido de que viajara a Valencia, si aquel día no hubiera llovido, si aquel niño no hubiera derramado la botella de aceite en el charco, no por maldad, sólo para ver qué pasaba… Si María José no se hubiera separado de Joaquín, si hubiese decidido ir al trabajo por el centro en vez de por la circunvalación, si hubiera salido cinco minutos antes o cinco minutos después, si Agustí Bayarri hubiese cogido un taxi en lugar de su coche… Si todo aquello no hubiera sucedido.

¿Por qué se dio cuenta de que había muerto? No lo sabe. La miraba fijamente y no cambió nada pero, al mismo tiempo, cambió todo. Quizá su expresión se relajó, o hubo un leve, imperceptible, movimiento en los ojos, o la respiración, que de pronto fue un poco más intensa. No sabe explicarlo. Pero dijo Pilar, Pilar, mira a tu hija que se está muriendo, y cuando llegó la enfermera con el electro portátil confirmó con la mirada lo que ellos ya temían. Al poco entró el doctor y certificó la muerte, y dijo no ha sufrido, ha sido como si se apagara una vela.

En efecto, así fue. La vela de la vida de María José se apagó despacio, poco a poco, demasiado rápido, demasiado pronto. Llevaban días esperando el desenlace fatal. Primero fueron unas décimas de fiebre que no remitían con el antibiótico. Luego, la respiración se le volvió lenta, pesada, fatigosa. Las enfermeras los tranquilizaban. No está sufriendo, está tranquila, como si durmiera. Era cierto. Nada en su exterior hacía pensar en lo que estaba sucediéndole dentro: los órganos iban cada vez más despacio, las úlceras habían servido de puerta de entrada para virus y bacterias. ¿Qué la mató? ¿El golpe en la cabeza? ¿Una insuficiencia cardiorrespiratoria? ¿La vida que no fue lo que ella esperaba? Quién sabe qué. Quién sabe cuánto tiempo llevaba muriéndose poco a poco, por partes, cuando se murió del todo.

Aparentemente, nada ha cambiado desde ese día. Pilar, Paco, Cleopatra siguen haciendo lo mismo que antes, con la excepción del día del funeral de María José. La incineraron, y tal como ella le había pedido a Marga cuando eran adolescentes, colocaron las cenizas a los pies de un árbol (de un limonero, en concreto), porque María José quería hacer algo de provecho cuando muriera y, además, le daba mucho asco la idea de tirar los restos a los demás, aunque no fuera más que polvo. Le decía a Marga cuánta razón tenía tu padre, ¿te imaginas que vas por la playa tan tranquila y se te mete por la nariz el fémur de un señor sólo porque a su familia le parezca romántico esparcir sus cenizas desde un barco? Y Marga, que se acordó en el último momento de ese deseo, convenció a Pilar para que María José siguiera viviendo de alguna manera, en los limones del huerto de su tío Federico. Tampoco le costó mucho, convencerla.

Pilar ya no es la misma Pilar que era antes. Es otra. Más calmada, más triste. Piensa con frecuencia en la muerte, pero ahora lo hace de una manera distinta. Le gusta creer que no es la eternidad vacía lo que nos espera, sino que algún día, en algún lugar, de alguna manera, volverá a estar con ella.

De hecho, siente que lo está. Ha olvidado que la voz ya estaba dentro de su cabeza antes, y se hace la ilusión de que es su hija quien se dirige a ella y le pide que ceda su sitio en el autobús a una anciana que acaba de subir, o que le devuelva la sonrisa a Cleopatra, o que finja que le importa cuándo va a venir su hija cuando se lo pregunta. Siente a María José, a su lado. A veces la voz le dice que no es ella, pero Pilar no quiere ni oír hablar de ese tema y la manda callar. Es María José. No tiene dudas. La siente como sienten la pierna aquellos que acaban de perderla en un accidente y aseguran que les pica o que les duele aun después de que se la hayan amputado. La siente ahora como no la ha sentido nunca. O quizá sí. Cuando era pequeña. Cuando era un bebé. Eso seguro. La deja hablar y a veces responde. Cariño mío.

No es la misma Pilar.

Sigue teniendo los mismos arranques de mala hostia de toda la vida, sigue siendo egoísta, malpensada y gruñona, pero ahora es un poco más humana. Llora en público y se deja tocar, y a veces parece incluso sincera y buena persona. ¿Por qué no la enterramos bajo un limonero?, y Pilar dijo que sí. Fueron las dos, al huerto. ¿Por qué no nos tomamos un café?, y Pilar dijo que sí. ¿Por qué no hablamos de María José?, y Pilar dijo que sí, y luego dijo ahora sí puedo porque antes sólo conocía a mi hija, y ahora ya sé quien era esa María José de la que tú quieres hablar.

Cleopatra acompaña a Goumba por las noches. Él le enseña francés y ella castellano. Le sigue pagando Pilar. Lo han aceptado como algo normal. Él se siente como su hijo, no le ha costado trabajo acostumbrarse porque no tiene a nadie más y porque, en verdad, ella le trata con el mismo cariño con el que le trató su auténtica madre. Cleopatra está menos cansada porque ya no limpia casas por las mañanas. Lo ha dejado porque necesita ese tiempo para buscar un piso para ella y para Ramona María. Goumba y ella hablan de muchas cosas, hacen planes. Saben que algunos los van a cumplir (ver tres películas seguidas, comer un bocadillo de jamón a la catalana) y otros no (ir a la playa, ligarse a una rubia), pero los planean igualmente porque divierte hacerlo. Un día, Cleopatra le pregunta dónde encuentra la paciencia para soportar su situación, y hablan de la religión, de Alá, del Paraíso, y Goumba le recuerda aquel día que pensó que quizá el sentido de todo ese sufrimiento, que la recompensa a todo ese sufrimiento, no estaba en el Paraíso, sino en ese hospital del que sólo conocía la planta baja, un ascensor, el pasillo, esa habitación, un sitio triste lleno de gente triste que se ayudaba entre sí, y Cleopatra se echó a llorar. No llores, le dijo él, y ella quiso seguir llorando porque era de felicidad.

También Paco es distinto. Conversa más, quizá porque Goumba sabe algo más de español o porque ya no dedica a llorar los 86.400 segundos del día y tiene más tiempo para hablar. Un día, Goumba le cuenta que cuando él era pequeño su madre le explicaba que todos nacemos con un número determinado de palabras que decir y de lágrimas que llorar, y que hemos de ser cuidadosos, ahorrativos, para no gastar demasiado pronto ni las unas ni las otras. Paco le dijo: a mí palabras me quedan unas cuantas, pero con las lágrimas debo de estar en números rojos. Ahora debe de estar poniéndose al día, porque cada vez habla más y llora menos. Si no fuera porque acaba de incinerar a su hija, se diría que está incluso contento.

No es verdad. No está contento. Pero de alguna manera es consciente de que la diferencia entre el antes y el ahora, entre la vida y la muerte, no es más que una cuestión clínica, o de terminología médica. ¿Cuándo murió su hija? ¿Ese día de abril o cuando lo certificó el doctor? No lo sabe. No sabe mucho más de lo que sabía, pero ahora, al menos, está seguro de una cosa: ya no quiere ser infeliz porque siente que María José querría que todos hubieran aprendido algo de lo que les ha pasado. Recuerda a menudo aquella conversación, la del hijo de la profesora, pero intuye que su aprendizaje no debe dirigirse por ese camino. La espiritualidad está bien, no lo discute. Pero él ha vivido un drama humano y quizá recurrir a la religión sería el camino más fácil. No piensa tomarlo. La vida ha explotado ante sus ojos en forma de muerte, cierto, pero María José se ha marchado dándoles una oportunidad, y él sabe bien cuál es la suya. La de ilusionarse, la de perseguir una ilusión. Y no se refiere a seguir escudriñando entre las puertas por si vuelve a verle las tetas a Cleopatra, ni a ir más veces al Ipanema, ni a buscarse otra mujer ahora que se va a separar. Qué va. Se refiere a aprovechar que está vivo. Todavía.

Abril

La mujer que va a morir y no lo sabe, o quizá sí, se despierta por primera vez a las siete en punto. A esa hora suena el despertador, pero ella lo apaga y se da la vuelta para seguir durmiendo un poco más, cinco minutos, diez, quince. Retrasa el momento inevitable cada vez que suena la alarma del móvil. Apagar o repetir. Ella decide repetir. Repetir. Repetir. A las siete y cuarto sale disparada de la cama, lanza un exabrupto al vacío (me cago en la puta) y medio dormida va al cuarto de baño, abre el grifo de la ducha, se sienta en el váter mientras se cepilla los dientes, se arrepiente de ser tan holgazana y se alegra de haber tenido la precaución de haber dejado preparada la ropa antes de irse a dormir, después de ver «CSI». Le encanta Grissom, ¿qué le va a hacer?, se queda a ver los dos capítulos de estreno y a veces, como anoche, el repetido, por eso el martes no hay quien la saque de la cama. Claro, que a ella eso de levantarse de la cama nunca le ha ido demasiado. Cuando era pequeña fantaseaba con la idea de vivir sin tener que salir de la habitación, sin que la molestaran ni para comer ni para mear. Qué delicia. Toda la vida dormida. Últimamente ha recuperado ese pensamiento, porque la vida en general le parece un sin sentido.

Marga le dice que está al borde de una depresión, y le ha dado el número de una siquiatra que se llama Carmina Palau que trató a una compañera del trabajo que tenía ansiedad. Hizo terapia una temporada y finalmente le recetó un ansiolítico que fue lo que la salvó, porque a día de hoy está como una rosa. Se lo cuenta siempre, pero María José se niega a ir al médico. Cree que puede resolver sola sus conflictos, que básicamente se reducen a acostumbrarse a que ha perdido a su marido y, lo que es peor, la capacidad de ilusionarse. Eso es lo que más miedo le da. ¿Y si no la recupera? ¿Y si nunca más vuelve a sentir lo que ha pasado toda la vida sintiendo, esa sensación de que lo mejor estaba por llegar, de que si aguantaba un poco, un poco más, todo valdría la pena? Era como un salvavidas. Daba igual que el presente fuera malo porque siempre quedaba el consuelo de que el futuro sería mejor. Eso es lo bueno de las ilusiones. Pero ahora ya sabe que la realidad es la enemiga natural de los sueños.

La decepción de no poder seguir queriendo a Joaquín es lo peor que le ha pasado, porque querer a Joaquín es lo único que ha hecho en la vida. Quererle, esperarle. Querer, esperar. Menuda putada.

No quiere ir a ver a esa Carmina Palau, aunque no pone en duda que a la compañera de Marga le fuera genial. Piensa que, si se concentra en el trabajo, que si se ilusiona con su nueva casa, que si trata de conocer otros amigos, podrá salir de ese pozo de tristeza. Se ha apuntado a un gimnasio, a un grupo que organiza rutas de senderismo y a un club de lectura que una vez al mes se reúne en El Corte Inglés para analizar un libro, pero no ha ido nunca a ninguna de las tres cosas. Mientras se ducha recuerda que esa misma tarde hay reunión y que van a hablar de
El abrecartas
, una novela de Molina Foix que le ha encantado. Dice en voz alta hoy voy a ir, porque además ha visto en la agenda cultural que va el autor. Y dice también en voz alta hoy empieza todo. Y se pone a cantar que hoy puede ser un gran día, y se ríe mientras se aclara el pelo. No es nada nuevo. Todas las mañanas tiene el firme propósito de comenzar de nuevo, de ser feliz, pero hacia el mediodía el mundo ya se le ha atragantado, y por la tarde, cuando se acerca la hora de volver a casa, le entra una especie de miedo de vivir. No se lo ha dicho a nadie, pero a veces, cuando va conduciendo, piensa que no le importaría que un coche se estampase contra el suyo y se acabase todo de una vez.

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