—¿En qué puedo seros de utilidad, sir Sparhawk? —inquirió el abad.
—Necesito que me acojáis de nuevo entre estas paredes, mi señor abad —respondió Sparhawk—. Parece que me he acostumbrado a ellas, ¿verdad?
—¿Quién os persigue en esta ocasión? —preguntó sonriendo el dirigente de la comunidad.
—Nadie a quien yo conozca, mi señor, y con el que ciertamente preferiría mantener las mismas distantes relaciones. ¿Disponéis de alguna cámara donde podamos hablar en privado?
—Desde luego. —El abad se volvió hacia el barbudo monje que se había asomado al postigo—. Ocupaos de sus caballos, hermano. —Lejos de expresar una petición, sus palabras adoptaron la rigidez de un mandato militar.
El monje se enderezó perceptiblemente, si bien no llegó a realizar un saludo.
—Entremos pues, sir Sparhawk —tronó el abad mientras palmeaba el hombro del caballero con su carnosa mano.
Después de desmontar, Kurik acudió en ayuda de Sephrenia. Ésta, tras entregarle a Flauta, descendió del caballo.
El abad los condujo a través de un sombrío corredor abovedado, iluminado a intervalos por pequeñas lámparas de aceite, cuyo aroma quizás era la causa de que el lugar exhalara una peculiar sensación de santidad y de amparo. Súbitamente volvió a la mente de Sparhawk el recuerdo de aquella noche en que había penetrado en el edificio diez años antes.
—Este lugar apenas ha cambiado —apuntó, al tiempo que observaba a su alrededor.
—La Iglesia es eterna, sir Sparhawk —replicó el abad con tono sentencioso—, y sus instituciones tratan de imitar dicha cualidad.
Al final del corredor, el abad abrió una sencilla puerta que daba acceso a una habitación de techo alto y paredes ocultas tras innumerables hileras de libros; en un rincón se veía un brasero de carbón apagado. La estancia parecía bastante confortable, al menos sensiblemente más que los estudios de los abades de los monasterios norteños. Las ventanas, cuya luz velaban unos cortinajes azules, estaban construidas a base de emplomar piezas triangulares de cristal. El suelo se hallaba tapizado con blancas alfombras de lana, y la cama adosada a un lado resultaba algo mayor que las que acostumbraban utilizarse en los centros monásticos. Las estanterías de libros llegaban hasta el techo.
—Sentados, por favor —indicó el abad, a la vez que señalaba varias sillas situadas frente a una mesa, sobre la que se apilaban una gran cantidad de documentos.
—¿Todavía os dedicáis a intentar actualizarlos? —preguntó con una sonrisa Sparhawk mientras apuntaba a los documentos.
—Les concedo una ojeada aproximadamente una vez al mes —respondió el abad, luego torció su rostro—. Sencillamente, algunos hombres no han sido engendrados para cuestiones de papeleo. —Miró agriamente el desorden reinante en el escritorio—. En ocasiones, pienso que un incendio podría resolver el problema. Estoy convencido de que los escribanos de Chyrellos no echarían en falta mis informes. —Observó con curiosidad a los amigos de Sparhawk.
—Mi escudero Kurik —presentó Sparhawk.
—Kurik —repitió el abad con un gesto de asentimiento.
—La dama es Sephrenia, la instructora de los pandion en el dominio de los secretos.
—¿La propia Sephrenia en persona? —El hombre abrió desorbitadamente los ojos y se puso respetuosamente en pie—. Hace años que escucho historias protagonizadas por vos. Tenéis una magnífica reputación —añadió, dirigiéndole una amplia sonrisa a modo de bienvenida.
—Vuestras palabras son muy amables, mi señor —replicó la mujer; luego apartó el velo y sonrió a su vez.
Después tomó asiento y depositó a Flauta en su regazo. La pequeña se arrellanó en él y miró fijamente al abad con sus oscuros ojos.
—Una niña preciosa, lady Sephrenia —declaró el abad—. ¿Es por azar vuestra hija?
—Oh, no, mi señor —repuso ésta riendo—. Es una expósita estiria. La llamamos Flauta.
—Qué nombre más curioso —murmuró el abad. Después volvió la mirada hacia Sparhawk—. Habéis aludido a un asunto que queríais exponer a nivel confidencial —dijo con curiosidad—. ¿Por qué no me explicáis de qué se trata?
—¿Os llegan noticias frescas acerca de lo que sucede en el continente, mi señor?
—Me mantienen informado, sí —respondió cautelosamente el abad.
—En ese caso, debéis de conocer la actual situación en Elenia.
—¿Os referís a la enfermedad de la reina y a las ambiciones del primado Annias?
—Exacto. El asunto se relaciona con sus intenciones. No hace mucho, Annias tramó un complicado plan para desacreditar a los pandion. Por fortuna, conseguimos desbaratarlo. Después de un encuentro general en palacio, los preceptores de las cuatro órdenes se reunieron en sesión privada. Annias ansía ocupar el trono del archiprelado y sabe que las órdenes militares se opondrán a su pretensión.
—Con espadas, si fuese menester —convino fervientemente el abad—. Personalmente, me gustaría enfrentarme a él —añadió. Entonces reparó en que tal vez se había expresado con demasiado entusiasmo—. Desde luego, mi adscripción a una orden de clausura me lo impide —apostilló con poca convicción.
—Os comprendo perfectamente —aseveró Sparhawk—. Los preceptores dirimieron la cuestión y llegaron a la conclusión de que el poder del primado y las expectativas que alimenta acerca de Chyrellos se cimentan en la posición de autoridad que ocupa en Elenia, la cual podrá mantener mientras la reina Ehlana permanezca indispuesta. —Esbozó una mueca—. Acabo de decir una idiotez, ¿no lo creéis? Apenas conserva un hálito de vida, y describo su estado como una mera indisposición. En fin, ya sabéis a lo que me refiero.
—Todos nos enredamos de vez en cuando, Sparhawk —lo excusó el abad—. Ya estoy informado de la mayor parte de los detalles. La semana pasada recibí un mensaje del patriarca Dolmant en el que me ponía al corriente de las novedades. ¿Qué averiguasteis en Borrata?
—Al consultar a un médico, éste nos confesó que los síntomas indicaban que la reina Ehlana había sido envenenada.
De pronto, el superior se puso en pie y comenzó a soltar una sarta de blasfemias como si fuera un pirata.
—¡Vos sois su paladín, Sparhawk! ¿Por qué no regresáis a Cimmura y traspasáis a Annias con la espada?
—Me sentí tentado a hacerlo —admitió Sparhawk—, pero decidí que, dadas las circunstancias, resultaba más importante encontrar un antídoto. Dispondré de tiempo necesario para ocuparme de Annias, y, llegado el momento, preferiría no actuar con precipitación. El médico de Borrata cree que el veneno procede de Rendor. Nos facilitó las señas de un par de colegas suyos residentes en Cippria para que nos dirigiésemos a ellos.
El abad empezó a caminar arriba y abajo, con la cara aún congestionada por la rabia. Cuando se decidió a hablar, su voz se hallaba desprovista de todo resto de humildad monacal.
—Si no me equivoco, Annias habrá intentado interceptar vuestro camino cuantas veces haya tenido la oportunidad, ¿no es cierto?
—Vuestras sospechas no andan desencaminadas.
—Tal como pudisteis comprobar hace ahora diez años, las calles de Cippria no se caracterizan por su seguridad. Ante esta situación —dijo resueltamente—, debemos actuar con cautela. Annias sabe que viajáis en busca de consejo médico, ¿no es así?
—Lo contrario indicaría que se ha quedado dormido.
—Exactamente. Si vais a visitar a un médico, seguramente necesitaréis vos mismo su asistencia; por tanto, no voy a permitir que realicéis esa consulta.
—¿Os oponéis, mi señor? —inquirió suavemente Sephrenia.
—Dispensad —musitó el abad—. Tal vez no he utilizado bien las palabras. Lo que quería decir es que no resulta conveniente que os paseéis por la ciudad. Opino que sería preferible enviar a algunos monjes en busca de los doctores. De este modo, podríais hablar con ellos sin arriesgaros a recorrer las calles de Cippria. Después pensaremos en la manera más adecuada para que podáis abandonar la ciudad sin contratiempos.
—¿Accederá un médico elenio a visitar en su domicilio a un paciente?
—Si le preocupa su propia salud, sí —respondió sombríamente el abad. Luego pareció algo avergonzado—. Mi conducta no se aviene con mi condición monacal, ¿no os parece? —se disculpó.
—Oh, no sé —dijo condescendiente Sparhawk—. Hay muchas clases de monjes.
—Mandaré a varios hermanos a la ciudad para que los traigan aquí de inmediato. ¿Cuáles son los nombres de esos doctores?
Sparhawk extrajo de un bolsillo el pedazo de pergamino que le había entregado el achispado especialista de Borrata y lo entregó al clérigo.
—Al primero ya lo conocéis, Sparhawk —indicó el abad—. Es el mismo que os trató la última vez que estuvisteis aquí.
—¿Sí? La verdad es que no reparé en su nombre.
—No me sorprende en absoluto. Delirabais casi todo el tiempo. —Escrutó el pergamino—. El otro falleció hace un mes aproximadamente —anunció—, pero probablemente el doctor Voldi tendrá respuesta a cualquier pregunta que queráis formularle. Pese a su engreimiento, es el mejor médico de Cippria. —Se levantó, se dirigió a la puerta y la abrió. Un par de jóvenes monjes permanecían apostados afuera. Según observó Sparhawk, recordaban a los pandion que normalmente montaban guardia a las puertas del estudio de Vanion en el castillo de la orden en Cimmura—. Vosotros —les ordenó secamente el abad—, id a la ciudad y traedme al doctor Voldi. No aceptaré que rehúse la invitación.
—A la orden, mi señor —repuso el monje.
Sparhawk advirtió con cierto regocijo que ambos jóvenes refrenaban con esfuerzo la tendencia automática a entrechocar los talones. El abad cerró la puerta y volvió a tomar asiento.
—Según mis cálculos, tardarán alrededor de una hora. —Advirtió la sonrisa de Sparhawk—. ¿Encontráis algo que os resulte divertido, amigo mío? —inquirió.
—En absoluto, mi señor. Sencillamente, pensaba en los ademanes bastante rígidos de vuestros monjes.
—¿Tanto se nota? —preguntó el superior, algo desconcertado.
—Sí, mi señor, sobre todo si uno sabe lo que significan.
—Afortunadamente, las gentes de aquí no están familiarizadas con este tipo de apreciaciones. Confío en que haréis un uso discreto de vuestro descubrimiento, Sparhawk.
—Por supuesto, mi señor. Pese a hallarme bastante seguro de cuál era la naturaleza de vuestra orden cuando salí de aquí la última vez, todavía no lo he comentado con nadie.
—Debí haberlo sospechado. Los pandion soléis distinguiros por ser buenos observadores. —Se puso de pie—. Encargaré que nos traigan la cena. En los alrededores se cría una perdiz de considerable tamaño, y poseo un espléndido halcón para cazarlas. —Soltó una carcajada—. En lugar de preparar los informes que se supone debo enviar a Chyrellos, me dedico a esas actividades. ¿Qué os parecería un poco de asado de aves?
—Creo que no nos vendrá mal —respondió Sparhawk.
—Mientras tanto, ¿puedo ofreceros a vos y a vuestros amigos una copa de vino? No es tinto arciano, pero su calidad no es mala. Lo elaboramos en nuestras bodegas. El suelo de estas regiones no es propicio para muchos cultivos, aparte de las viñas.
—Gracias, mi señor —repuso Sephrenia—, pero ¿podríamos tomar leche la niña y yo?
—Me temo que sólo disponemos de leche de cabra, lady Sephrenia —se excusó.
—La leche de cabra resulta muy apropiada, mi señor. La de vaca es demasiado ligera para el paladar de los estirios.
Sparhawk se estremeció.
El abad envió a otro joven monje a la cocina para que trajera la leche y la cena, y luego sirvió tres copas de vino tinto. A continuación, se reclinó en la silla y comenzó a manosear el pie de su recipiente.
—¿Puedo hablaros con franqueza, Sparhawk? —preguntó.
—Por supuesto.
—¿Recibisteis noticias en Jiroch sobre lo acontecido en estos parajes después de vuestra partida?
—No —repuso Sparhawk—. Durante esa época me mantuve al margen de los acontecimientos.
—¿Sabéis qué opinan los rendorianos del uso de las artes mágicas?
Sparhawk asintió con la cabeza.
—Según recuerdo, lo denominan brujería.
—En efecto, y lo consideran un crimen más grande que el asesinato. Lo cierto es que, justo después de vuestra marcha, tuvo lugar un incidente de este cariz. Yo mismo participé en la investigación, dada mi condición de eclesiástico de más alto rango en la zona. —Sonrió irónicamente—. La mayoría de las veces, los rendorianos escupen a mi paso, pero en cuanto alguien susurra la palabra brujería, corren a buscarme con el rostro demudado y los ojos desorbitados. Habitualmente, las acusaciones son completamente falsas. El rendoriano medio sería incapaz de recordar las palabras estirias necesarias para el más simple de los hechizos aunque de ello dependiera su vida. Sin embargo, de vez en cuando se presentan cargos de mayor envergadura, normalmente basados en despechos, celos y odios mezquinos. No obstante, en esa ocasión, el asunto poseía características distintas. Existían pruebas reales de que alguien utilizaba en Cippria una magia con un considerable grado de sofisticación. —Dirigió la mirada a Sparhawk—. ¿Alguno de los hombres que os atacaron aquella noche practicaba en alguna medida los secretos?
—Uno de ellos, sí.
—Quizás ese dato proporcione una respuesta a la cuestión. El conjuro parecía formar parte de un intento de localizar algo o a alguien. Tal vez constituyerais vos el objeto de dicha búsqueda.
—Habéis hablado de sofisticación, mi señor abad —intervino atentamente Sephrenia—. ¿Podríais ser más específico?
—Se produjo una ardiente aparición que caminaba por las calles de Cippria —explicó—. Parecía parapetarse tras un escudo de rayos.
—¿Cómo se comportó exactamente dicha aparición? —preguntó la estiria tras inspirar profundamente.
—Se dedicó a hacer averiguaciones. Ninguna de las personas pudo recordar con posterioridad lo que le había preguntado; pero, al parecer, el interrogatorio resultó bastante severo. Vi con mis propios ojos las quemaduras que había producido ese ente en su piel.
—¿Quemaduras?
—La criatura, al agarrar a la persona que deseaba, le producía con su contacto quemaduras. Una pobre mujer tenía una herida que le rodeaba enteramente el antebrazo; parecía la forma de una mano, si no fuera porque las huellas delataban más de cinco dedos.
—¿Cuántos?
—Nueve, y dos pulgares.
—Un damork —dedujo Sephrenia con un silbido.
—Creí que habíais concluido que los dioses mayores habían desposeído a Martel del poder de invocar a tales criaturas —comentó Sparhawk.