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Authors: Matthew Pearl

Tags: #Intriga

El último Dickens (13 page)

—Registren a ese sujeto —ordenó el capitán, un hombre velludo y cuadrado que se había unido al corro. Señaló a Herman y los marineros le inmovilizaron. De los bolsillos de su túnica extrajeron un reloj y una cartera de piel de becerro.

—¿Son suyos, señor? —preguntó el capitán a Osgood.

—Lo son —admitió éste consternado.

—¡Te voy a arrancar las tripas, y a ti también! —amenazó Herman a Osgood primero y luego a Wakefield.

—Las amenazas no le servirán de nada —dijo Wakefield, a pesar de que las manos le temblaban al intentar enderezar el alfiler de su chalina. Recogió el sombrero que le ofrecía Rebecca haciendo una nueva inclinación como medio de contener el temblor.

Dos miembros de la tripulación forcejearon con Herman hasta reducirle e inmovilizaron al ladrón. La mayoría de las mujeres se cubrían el rostro con sus pañuelos o lloraban, pero Rebecca, de pie junto a Osgood, le miraba fijamente como hipnotizada. Herman dirigió la mirada hacia Osgood.

—¡Maldito canalla! ¡Les voy a dar de comer tus piernas a los tiburones, no lo olvides!

Su voz era chirriante y profunda, una voz de barítono que le hacía desear a uno no haberla oído nunca.

—¡Vete al diablo, villano! —dijo el capitán. Se volvió hacia uno de los marineros que tenía más cerca—. ¡Encerradle en la bodega! La policía de Londres sabrá qué hacer con él.

El médico del barco dictaminó que las heridas de Osgood eran superficiales. El capitán le ofreció una visita especial al barco, incluido el calabozo, donde a Osgood le sorprendió encontrar una hilera de celdas reforzadas más propia de un barco de guerra.

—La construcción de todos los transatlánticos ingleses está subvencionada por la Marina británica. En compensación, los construyen de manera que puedan ser utilizados como buques de guerra —le explicó el capitán—. Cañones, celdas de prisioneros y todo lo que se le ocurra.

Herman, encorvado en un rincón sobre el suelo de una de las celdas, con la mirada fija en la caldera al rojo vivo que se veía fuera de la celda, levantó los ojos hacia los visitantes, y luego volvió a mirar a la caldera. Para la evidente satisfacción del capitán, el hombre parecía derrotado. Sin embargo, Herman mantenía una sonrisa enigmática de lo más extraña, como si todos los demás pasajeros a bordo estuvieran en prisión y él fuera el único totalmente libre. Tenía los pies unidos por una cadena y las muñecas encadenadas a la pared, y las ratas corrían de acá para allá por encima de sus piernas. Le habían quitado el turbante y llevaba la cabeza completamente rasurada, salvo por unos foscos mechones de pelo en las sienes. Osgood descubrió que, por miedo o por humildad, no era capaz de mirar a los ojos de su asaltante.

Cuando Osgood y el capitán subían de nuevo las escaleras, el prisionero se puso a cantar una tonadilla infantil:

En faenas de trajín o habilidad

me mantendré haciendo cosas:

porque Satán siempre encuentra una maldad

para las manos ociosas.

Luego se oyó un sonido, como el chillido de una rata.

En los días siguientes al ataque Osgood se vio agasajado cenando en la mesa del capitán y aclamado como un héroe cada vez que coincidía con sus compañeros de viaje. Su salida diaria a cubierta para dar el paseo matinal atraía ahora una procesión de mujeres solteras. Rebecca se sentaba en su tumbona y lo observaba todo de mala gana por debajo del ala de su sombrero.

Su compañera de camarote, Christie, se sentó a su lado.

—¡El señor Osgood es la viva imagen del romanticismo! —sonrió a Rebecca inclinándose hacia ella—. ¡Ahora es más admirado que nunca!

Rebecca se esforzó por parecer concentrada en el libro que tenía sobre el regazo.

—No me parece que haya motivos de alegría. Podría haberse hecho daño —dijo.

—Bueno, y entonces ¿cuál es exactamente su idea del romanticismo? A lo mejor es que no la tiene, señorita.

Rebecca mantuvo los ojos fijos en el libro e intentó ignorarla. Pero, contra su propia decisión, habló.

—Hasta que resucites en el Juicio Final, vives aquí y moras en los ojos de los amantes.

Christie escuchó el verso del soneto de Shakespeare y luego dijo:

—¿Cómo dice?

—El amor no es un concepto, Christie, sino un instante. Una mirada silenciosa que te clava en los ojos alguien que sabe exactamente quién eres y lo que necesitas.

La otra chica se incorporó con una energía maliciosa.

—¡Vaya, qué bonito! Ahora averigüemos la opinión de un caballero sobre el mismo asunto.

—¿Qué? —preguntó Rebecca pillada por sorpresa. Giró la cabeza y vio con horror que Osgood se encontraba detrás de las sillas. Con un ligero escalofrío se preguntó cuánto tiempo llevaría en aquel lugar.

—Y bien, señor Osgood —dijo la elocuente Christie—, ¿cómo define un auténtico caballero de Boston el verdadero amor?

—Bueno —dijo Osgood tartamudeando—, la entrega absoluta a la persona amada. Supongo que eso es lo que pienso.

—¡Qué irresistible! —replicó Christie—. Supongo que habla de ese sentimiento que experimentan los hombres, ¿verdad, señor Osgood? Oh, es mucho más encantador. ¿No le parece, señorita Rebecca? Oh, qué mala cara tiene, querida muchacha.

Rebecca se puso de pie y se alisó el vestido.

—El barco se mueve mucho esta mañana —dijo.

—La acompañaré a su camarote, señorita Rebecca —Osgood le ofreció el brazo preocupado.

—Gracias, pero puedo ir sola, señor Osgood. Querría pasarme por la biblioteca del barco.

Rebecca dejó a Osgood de pie mientras Christie seguía mirándole jugueteando con el pelo.

—La señorita no tenía por qué agarrarse esa rabieta, ¿verdad, señor Osgood?

Éste le dedicó una torpe inclinación de cabeza antes de alejarse apresuradamente.

—¡Se ha hecho usted más popular entre las mujeres que el mismísimo capitán! —le dijo más tarde Wakefield mientras compartían sendos puros en el salón principal.

—Entonces, mañana volveré a caer de cabeza al suelo —dijo Osgood. Su compañero pareció alarmarse ante sus intenciones. Osgood se repitió el propósito de no intentar hacer chistes.

—Bueno, sospecho que con una joven como la que tiene para cantar la segunda voz en su dúo, la atención femenina no le llamará demasiado la atención.

El editor arqueó una ceja.

—¿Se refiere a la señorita Sand?

—¿Lleva a alguna otra bella jovencita en el baúl? —bromeó Wakefield—. Le pido perdón, señor Osgood. ¿Me equivoco al suponer que tiene planes para la joven? No me lo diga: ella proviene de una clase social diferente a la suya, no es más que una mujer entregada a su carrera, etcétera. Soy una persona bastante filosófica, como irá comprobando, mi querido amigo americano. Estoy totalmente convencido de que hacemos de nosotros lo que queremos ser y no somos esclavos de las opiniones de los chismosos que quieren juzgarnos. Puede descuidar a su familia y amigos, puede descuidar su forma de vestir, dejarse ir al demonio en definitiva, ¡pero no descuide el amor! ¡No pierda esa sirena en favor del primer Tom o Dick que no sea tan cauteloso e íntegro como usted!

Osgood tenía una sensación extraña en la garganta: no era capaz de responder adecuadamente.

—La señorita Sand es una magnífica asistente, señor Wakefield. No hay otra persona en la empresa en la que pudiera confiar más que en ella.

Wakefield asintió pensativo. Tenía el hábito de tocarse su propia rodilla, a veces con un masaje, otras con un inaudible pero concienzudo ritmo.

—Mi padre decía que soy un maestro en dejar volar mi imaginación. Y cuando lo hago olvido por completo mis modales. Le pido perdón, en serio.

—Para depositar mi confianza en su discreción, señor Wakefield, le diré que está divorciada desde hace sólo unos años. Según las leyes de la Commonwealth de Massachusetts, no puede tener ningún vínculo amoroso hasta dentro de un año más o su solicitud de divorcio quedará revocada y ella perderá los privilegios de un futuro matrimonio —Osgood hizo una pausa—. Le cuento esto para poner de relieve que es una persona muy sensata, por su carácter y por necesidad. No le interesa la emoción por la emoción como a muchas otras chicas.

Tras este rato que pasó en el salón, Osgood se sorprendió al ver a Rebecca de pie en la cubierta, con la mirada perdida en el mar.

—¿Le preocupa algo, señorita Sand? —preguntó Osgood acercándose a ella.

—Sí —respondió girándose hacia él con un enérgico asentimiento de cabeza—. Creo que sí, señor Osgood. Si usted fuera un ratero a bordo de un barco, ¿no esperaría al final del viaje para robar?

—¿Cómo? —preguntó Osgood sorprendido por la cuestión.

—De otro modo —continuó Rebecca en tono confidencial—, sí, de otro modo, cuando alguien informara al capitán de lo sucedido, el criminal sería atrapado en posesión de lo robado.

Osgood se encogió de hombros.

—Bueno, supongo que sí. El señor Wakefield comentó que este tipo de delito no es raro en Inglaterra, ni siquiera en los barcos.

—No. Pero ese parsi, Herman, no tiene pinta de ser el clásico carterista, ¿verdad? —preguntó Rebecca—. Piense en la descripción que el propio Dickens hace de esa especie de criminales. Suelen ser pilluelos bastante jóvenes, dispuestos a todo y afectos al beneficio rápido que pasan inadvertidos. Nada que ver con él. ¡Me pregunto si mide menos de un metro ochenta!

Unos días después el tiempo había empeorado, hacía demasiada humedad para salir a cubierta y Osgood, contraviniendo su instinto natural, estaba sentado en la biblioteca del barco, dándole vueltas al asunto de Herman. Había encontrado una edición inglesa de
Oliver Twist
publicada por Chapman & Hall, y buscó los capítulos en los que se describen las experiencias de Oliver en el círculo de carteristas. Era difícil regresar a la rutina cotidiana de la vida en el barco bajo la sombra de aquel ataque y las agudas observaciones de Rebecca. Y aquellas abrasadoras órbitas del ladrón que permanecían grabadas a fuego en la memoria de Osgood.

Recordando el laberinto de salas que había recorrido durante la visita con el capitán, trajo una vela de su camarote y repitió minuciosamente por los oscuros pasillos sus pasos hasta el calabozo. No temía por su seguridad, sabiendo que el prisionero estaba encadenado y que unas rejas de hierro les separaban. No, quizá sentía más temor por algo indefinido que Herman podía revelar: un peligro que todavía Osgood no era capaz de predecir. Aguijoneado por las dudas de Rebecca, había empezado a preguntarse qué podía estar haciendo un hombre como Herman en Boston, para empezar.

Cuando llegó al nivel más bajo del buque y entró en el pasillo de las celdas, negros huecos de hierro y metal, cubiertas de mugre y polvo, se detuvo delante de la de Herman. Levantó la vela y resolló sonoramente. La celda estaba vacía salvo por una rata muerta a la que le faltaba la cabeza y un puñado de cadenas colgantes.

10

Osgood se quedó un momento parado en el sitio, paralizado por el miedo y la sorpresa, a pesar de que era consciente de que tenía que reaccionar rápidamente. La duda podía ponerle ante un peligro todavía mayor y, peor aún, poner en peligro a su amigo Wakefield, ¡e incluso a Rebecca! Herman podía estar en cualquier lugar del barco y, si era capaz de fugarse de una celda pensada para la guerra, también podría demostrar que era mucho más peligroso que un insignificante carterista.

Osgood corrió en la oscuridad y subió las escaleras de dos en dos.

—¿Qué le ocurre, señor? —le preguntó un camarero al que casi derriba.

Osgood le relató la situación precipitadamente y el capitán y su camarilla no tardaron en hacer acto de presencia. Se dividieron en grupos para registrar el vapor de arriba abajo en busca de Herman. Osgood y el resto de los pasajeros fueron confinados en el salón con un centinela armado para garantizar su seguridad. Cuando regresó el capitán, con la gorra en la mano, el rifle bajo el brazo y secándose el sudor que le había provocado la expedición, les informó de que Herman no se encontraba a bordo.

—¿Cómo es posible? —quiso saber Rebecca.

—No lo sabemos, señorita Sand. Le vieron ayer por la mañana, cuando uno de mis asistentes le llevó su plato de sopa. Debe de haber forzado el cerrojo y huido durante la noche.

—¿Huido adónde, capitán? —exclamó Wakefield mientras se daba un frenético masaje en las rodillas con ambas manos.

—No lo sé, señor Wakefield. Tal vez viera otro barco y decidiera llegar nadando hasta él. Aunque ayer la mar estaba bastante picada: es poco probable que sobreviviera a tan insensato intento. Casi seguro que haya perecido en las profundidades y descanse eternamente en el fondo del mar.

Al oír esta hipotética explicación, los pasajeros suspiraron aliviados y para cuando llegaron a sus respectivos camarotes ya estaban otra vez aburridos. Al cabo de unos cuantos días la idea de la llegada a Inglaterra borró los recuerdos del prisionero fugado. Los pasajeros guardaron los contenidos de sus camarotes en unas cuantas maletas pequeñas y pagaron a los camareros unas facturas sorprendentemente altas por las bebidas consumidas. Osgood también intentó erradicar las preguntas de su pensamiento. No así Rebecca.

—No tiene sentido, señor Osgood —le insistió una tarde en la biblioteca mientras tamborileaba nerviosamente con los dedos en la mesa.

—¿El qué, señorita Sand?

—¡La desaparición del ladrón!

Osgood, con una mano detrás de la nuca en su habitual postura de concentración, levantó abruptamente la mirada del libro de cuentas pero no tardó en recobrar la mencionada postura de cara a la ventana.

—No debe pensar demasiado en ese tema, señorita Sand. Ya ha oído decir al capitán que ese hombre falleció. Si nos empeñamos en creer otra cosa, podríamos creer igualmente que existen los monstruos marinos. Y si creemos en ellos, ¡seguramente habrían devorado al ladrón!

—¿Qué clase de hombre se arriesgaría a ahogarse para escapar de una insignificante acusación de robo? ¿Y si …? —la voz de Rebecca se desvaneció, reemplazada por la percusión de sus dedos.

Unas horas más tarde se pudo ver a Osgood paseando a solas por la cubierta como la mañana de la treta de Herman. Se acercaban ya a Inglaterra y él contemplaba abstraído los navíos lejanos con destinos desconocidos que se divisaban en el horizonte. Pensaba en la expresión de zozobra que había observado en el rostro de Rebecca y sabía lo que había querido decirle antes en la biblioteca. ¿Y si Herman estuviera todavía vivo, y si vuelve por usted? Se esforzó por alejar aquellos pensamientos de su cabeza imaginando lo que habría respondido Fields, con la cabeza bien alta y la barba apuntando al frente. Recuerde el motivo de este viaje. Se trata de acabar con el misterio de Dickens, no de crear uno propio. De otro modo, nuestra empresa puede venirse abajo y nuestras vidas quedar fuera de control.

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