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Authors: Matthew Pearl

Tags: #Intriga

El último Dickens (6 page)

Osgood sentía que las Furias le acechaban: todos los días tenía que atender las peticiones de los irritados autores en busca de ejemplares gratis o de consuelo cuando los libros pasaban al temido territorio de los descatalogados.
Hundiéndose en la charca de la desilusión
. Montague Midges, dos despachos más allá, informaría de la subida en los pagos de derechos de autor que necesitaban para su revista,
Atlantic Monthly
. Osgood miraría con recelo las lentas y densas producciones literarias que siempre aparecían en los informes como «
casi
medio acabada!», como la traducción de Homero de Bryant o la de
Fausto
por Taylor, ninguna de las cuales, siendo realistas, habría podido vender lo suficiente, ni siquiera con la tirada completa, para cubrir los costes. Osgood estaba gobernando un barco que se balanceaba en el mar, con las tormentas empeorando.

El nuevo libro de Dickens podía cambiarlo todo.

A Harper no le faltaba razón, pensó Osgood el día de su reunión, aunque nunca lo reconocería. Era posible que el editor se hubiera convertido en algo no muy diferente a un fabricante de juguetes y era posible que el nombre de un autor no pudiera ya sobrevivir veinte años. «Excepto Charles Dickens —se dijo Osgood a sí mismo—. Él está por encima de los demás. Hace literatura con los libros, y libros con la literatura. Al demonio con los juguetes de Harper».

Y entonces, a principios de verano, llegaron las noticias.

—¡James! —Fields entró precipitadamente y sin aliento en el despacho de Osgood—. ¡Nos lo han comunicado por cable! ¡Dios quiera que sea un error!

Osgood sintió pánico antes de saber por qué debía sentirlo. Tan raro era que Fields se dirigiera a su socio de una manera tan informal, o que desplegara tal demostración de emociones delante de las mujeres asistentes que éstas levantaran la mirada de sus libros y probablemente emborronaran una docena de palabras en un instante, o que corriera por ningún motivo. Entonces Osgood reparó en una asistente que lloraba sobre las manos desnudas antes de encontrar un pañuelo. Y Rebecca le miraba como si tuviera en los labios mil palabras esperando a ser dichas. Tuvo la desagradable sensación de que todos los demás sabían que había pasado algo horrible.

La mirada compasiva de sus ojos verdes le dio a Osgood ganas de aceptar su consejo: que las noticias, fueran las que fuesen y por muy malas que fueran, se las diera ella.

Pero Fields ya había cruzado como una tromba la puerta de su despacho, gesticulando como un loco mientras la cerraba de un empujón.

—¡Charles Dickens… Muerto! —logró balbucir por fin.

Los periódicos de Boston se habían enterado por las necrológicas de los diarios de Londres esa mañana y a continuación habían mandado un telegrama a su oficina. Fields lo leyó en voz alta, enfatizando los detalles como si el asunto todavía pudiera solucionarse mediante una reacción inmediata:

—La pupila del ojo derecho estaba muy dilatada, la del izquierdo contraída, la respiración jadeante, los miembros flácidos hasta media hora antes del fallecimiento, cuando se produjeron algunas convulsiones…

Entre otros detalles se comentaba que Dickens había pasado su último día trabajando en
Edwin Drood
cuando, todavía con la pluma en la mano, había empezado a encontrarse mal. Acababa de terminar las últimas palabras de la sexta entrega, justo la mitad del libro que iba a constar de doce episodios. Poco después se desplomó y nunca se recuperó.

—¡Dickens muerto! —exclamó Fields tembloroso—. ¡Cómo ha sido…! ¡No lo puedo creer! ¡Un mundo sin Dickens!

Hombres y mujeres permanecían en sus puestos atónitos y silenciosos a medida que la noticia se propagaba por la oficina. «Charles Dickens ha muerto», repetía todo aquel que se enteraba a quien tuviera sentado al lado. Prácticamente todos los trabajadores de la editorial habían conocido al señor Dickens dos años antes, cuando vino a hacer la gira. Aunque era difícil tener la sensación de que Charles Dickens era amigo de uno, sentir que uno lo era de él era casi instantáneo. ¡Cuánta vida había en él …! No sólo la suya propia, sino la de todos sus personajes cuyas vidas había representado delante de tanto público fascinado durante su visita. Nadie que hubiera conocido a Dickens podía imaginar su ausencia. Un hombre que tenía, según Osgood recordaba haber oído decir a alguien, signos de exclamación en los ojos. ¿Cómo podía morir un hombre así?

—Charles… Dickens… Cuarenta millas… —seguía balbuceando Fields sumido en una neblina de tristeza cuando llevaban ya casi una hora en silencio—. Tengo que seguir atento a los telegramas por si acaso es un error —Dickens sólo era unos años mayor que Fields, cuyos dolores de cabeza y ataques en las manos empeoraban año a año. Fields se volvió hacia Osgood mientras se dirigía a la puerta—. ¡Cuarenta millas, eso dijo usted!

—Eso dije —respondió Osgood con tolerante paciencia.

Fue en marzo de 1868, casi al final de la visita de Dickens a Boston, en una cena en casa de los Fields en Charles Street. La conversación había derivado, como solían ocurrir estas cosas en la mesa de los Fields, hacia el cálculo de qué longitud alcanzarían los manuscritos de Dickens si se pusieran en fila una página pegada a otra.

—Cuarenta millas —dijo Osgood tras un concienzudo cálculo mental del número de novelas y cuentos y un rápido sondeo de su longitud media.

—No, Osgood —exclamó Fields—. ¡Cien mil millas!

—Gracias, mi querido Fields —dijo entonces Charles Dickens como si le estuviera otorgando el título de caballero. Luego se volvió hacia Osgood con gesto severo, como queriendo ahondar en lo mas profundo del alma del joven editor con sus grandes ojos azul-grisáceos, y arqueó las cejas—. Señor Fields, me siento inclinado a tratar con dureza a su joven socio aquí presente hasta que cambie sus cálculos acerca de las palabras que he escrito en toda mi vida. ¡Más de cuarenta millas, sin lugar a dudas!

Así eran Fields y Osgood en resumen: el más joven buscaba la respuesta correcta, el mayor daba la respuesta que querían oír.

—¿No le produce una sensación extraña, señor Dickens? —intervino la hermosa Annie Fields riéndose de su marido y sus socios—. ¿Cómo es posible que palabras de tanto valor cubran una porción tan pequeña de la Tierra?

El escritor levantó sus enormes manos en un gesto expresivo que reclamaba toda la atención para sí. Tenía un rostro que tal vez sólo pudiera apreciarse plenamente si se le pillaba dormido.

—Señora Fields, usted sí que comprende mi extraña suerte. Tan pronto como salen a la luz, mis palabras son tergiversadas, maltratadas y robadas en ambas orillas del océano. Tengo a muchos lectores y libreros de mi lado y, sin embargo, estoy solo. Supongo que mi destino es ser un Quijote sin Sancho. Así es como caen mis colegas literatos a medida que avanza nuestra lucha por la vida. No se puede hacer más que cerrar filas, marchar de frente y seguir luchando.

Osgood se sintió confuso y menoscabado al recordarlo mientras seguía a Fields por el pasillo que llevaba a su despacho. El socio principal se sentó desmalladamente en el asiento de la ventana cubierto de manuscritos y apretó la frente contra el cristal frío hasta que éste se empañó con su aliento.

Osgood pensó que si podía organizar una estrategia comercial en vez de caer en la depresión, Fields se lo agradecería. Se ganaría la confianza que había depositado en él al hacerle su socio. Podía oír las palabras que el Mayor Harper había pronunciado dos meses antes sobre el «socio menor» y las que luego dijo de
Drood
. «No puedo esperar para verlo con mis propios ojos.»

—Señor Fields —dijo Osgood—, ahora me preocupan más que nunca los Harper.

—Sí, sí —contestó Fields lánguidamente. Todavía estaba perdido en el dolor—. ¿Qué? No puedo entenderle, Osgood. ¿Cómo puede pensar en Harper?

—Cuando el Mayor se entere de que la novela nueva se ha quedado a medias y que Dickens ha muerto, bueno, señor Fields, Harper argumentará que la cortesía profesional no afecta a las obras
inacabadas
. Intentará adelantarse y publicar
Drood
delante de nuestras narices sin impedimento ni disimulo.

Fields se irguió de repente.

—¡Dios mío, los Hermanos Harpía! Una puñalada mortal. ¡Osgood, la empresa no podrá sobrevivir a eso! —se quejó con voz de resignación y se desplazó rodando por la estancia en la silla de oficina—. Cualquiera puede ver que esto es el final. El negocio se encuentra en este momento bajo e inestable. El Mayor Harper tenía razón en lo que dijo de Nueva York, ¿sabe? Para nosotros esto se acaba.

—No diga eso, amigo mío —dijo Osgood.

La energía de Fields parecía haberle abandonado, sentado como estaba con los miembros colgando exánimes de la silla.

—Nueva Inglaterra ha sido una brillante escuela de literatura. Pero de una sola generación, no está destinada a que otra la suceda. Edimburgo cedió toda su edición a Londres y nosotros seremos comprados y absorbidos por Nueva York de la misma manera. ¡Maldita sea! Nos habría dado lo mismo vender por la calle libros de citas y textos de derecho, como los pobres Little y Brown, que Dios tenga en su gloria —Fields cambió inesperadamente de tema—. Dígame, ¿le apetece comer algo con sal como me pasa a mí en este momento, Osgood? Quiero que vaya al puesto de la esquina a comprar un cuarto de cacahuetes. Sí, algo salado.

Osgood suspiró sintiéndose otra vez como si fuera un empleado de poca monta y con la sensación de que todo lo que le rodeaba estaba a punto de desvanecerse. Entonces lanzó el sombrero encima de la silla y se dirigió a su socio principal:

—No podemos quedarnos cruzados de brazos —dijo Osgood—. Tal vez no se pueda hacer nada, pero tenemos que intentarlo. Vamos a publicarla, y a publicarla bien. Antes de que lo haga el Mayor Harper. ¡Media novela de Dickens es media más que cualquier otra novela de las estanterías!

—¡Bah! ¿De qué sirve una novela de misterio sin el final? Nos metemos en la historia del joven Edwin Drood y luego… ¡nada! —gritó Fields. Pero empezó a pasear de un lado a otro de la estancia, con un brillo tranquilizador en los ojos. Emitió un largo suspiro, como si expulsara su anterior desaliento. De repente volvía a ser el Fields de Osgood, el hombre de negocios imbatible—. En parte tiene razón, Osgood. La mitad de la razón, diría yo. ¡Sin embargo, no debemos conformarnos con la mitad de nada, Osgood!

—¿Y qué alternativa tenemos? Eso es lo único que ha dejado.

—Ese hombre acaba de morir… Estoy seguro de que en Inglaterra todo es caos y pena. Tenemos que descubrir lo que podamos sobre cómo pensaba acabar la novela Dickens. Si conseguimos revelar
exclusivamente
en nuestra edición cómo pensaba terminarla, venceremos a los sibilinos piratas literarios.

—¿Cómo vamos a hacerlo, señor Fields? —preguntó Osgood cada vez más excitado.

—Valor. Voy a ir a Londres y a utilizar mi conocimiento de los círculos literarios para investigar lo que Dickens tenía en mente. Puede que incluso escribiera algo más antes de su muerte que no tuvo la oportunidad de entregar a su editor. Puede que esté guardado en algún cajón cerrado mientras su familia llora desconsolada y se pone de luto. Debo actuar con frialdad hasta que descubra al menos una pista de sus intenciones. Sí, sí. Hay que llevarlo con sigilo, no contar a nadie fuera de estas paredes nuestro plan.

—Nuestro plan —se hizo eco Osgood.

—Sí. ¡Encontraré un final para el misterio de Dickens!

Aquel día de junio Osgood pasó de llorar discretamente la muerte de Charles Dickens a entregarse en cuerpo y alma a poner en práctica sus planes. Le pidió a Rebecca que telegrafiara a John Forster, el albacea de Dickens, un importante mensaje:
Urgente. Envíe todo lo que haya de Drood a Boston inmediatamente
. Tenían ya los tres primeros episodios y necesitaban el cuarto, el quinto y aquel sexto episodio que los periódicos decían que estaba acabando cuando murió. Osgood ordenó al impresor que preparara inmediatamente la copia existente de
El misterio de Edwin Drood
con las páginas de adelanto que ya tenían. De esta manera, estarían listos para añadir lo que se pudiera averiguar del final y entrar en máquinas de inmediato.

Osgood también se ocupó durante la semana siguiente de ayudar a solucionar los detalles del viaje de Fields a Londres. El socio principal partiría tan pronto como pudiera resolver algunos asuntos inaplazables de la empresa. No mucho después de la muerte de Dickens, el agente Carlton les transmitía la impactante noticia de la muerte de Daniel. Osgood le había mandado a los muelles a recoger aquellos tres últimos episodios que enviaban de Inglaterra en respuesta a su apremiante telegrama. Era una prueba más de la habilidad de Osgood para evitar que la emoción le paralizara.

El incomprensible accidente de Daniel Sand sumió el corazón de Osgood en una tristeza más íntima y desconocida que la que le había producido la muerte de Dickens. La pérdida del escritor era compartida con millones de personas de todo el mundo como golpe personal para todos los hogares y corazones. Las tiendas cerraron el día que se conoció la noticia, las banderas se pusieron a media asta. Pero ¿al pobre Daniel? ¿Quién le lloraría? Osgood, por supuesto, y, naturalmente, su hermana Rebecca, la asistente particular de Osgood. Por lo demás, sería una muerte invisible. Cuánto más real parecía, de alguna manera, que la apoteosis de Dickens.

Cuando murió Daniel, Osgood esperaba que Rebecca dejara de ir a trabajar durante unos días. Pero no lo hizo. Se mantuvo tan estoica como siempre y, vestida de crespón y muselina negros, no faltó ni un solo día de trabajo.

La policía dejó en manos de Osgood la tarea de comunicar a Rebecca la muerte de Daniel. Mientras se lo decía, ella se puso a ordenar sus cosas, como si quisiera estar ocupada y no tuviera tiempo de escucharle. Apretó los dientes para contener la lucha que tenía lugar tras su rostro imperturbable. Con los ojos cerrados, sus finos labios se quebraron y no tardó en perder la batalla y desmoronarse en su silla con la cabeza entre las manos.

—¿Hay algún pariente al que debería avisar? —preguntó Osgood—. ¿Sus padres?

Ella negó con la cabeza y aceptó el pañuelo que le ofrecía.

—Nadie. ¿Sufrió mucho Daniel?

Osgood hizo una pausa. No le había hablado de las sospechas de la policía sobre su consumo de opio, de las delatoras marcas de pinchazos en su brazo. En ese momento decidió no contárselo. El afecto que sentía por Rebecca era demasiado fuerte y los detalles de la muerte de Daniel demasiado dolorosos para describírselos. Ocultárselo sería una bendición para ambos.

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