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Authors: Patrick Senécal

Tags: #Terror

El umbral (31 page)

Luego las últimas palabras del sacerdote me vienen a la mente.

«Nunca lo deje salir…».

Hablaba de Roy, es evidente. Lo ha dicho en un tono implorante, pero también tan… trágico…

Llamo a Jeanne.

—Tienes suerte, estábamos a punto de marcharnos, Marc y yo…

—Vuestros famosos domingos románticos… Es verdad, no lo he pensado. Puedo llamar más tarde, si quieres…

—¿Se trata de Roy?

—Sí.

—Entonces, adelante.

Le cuento mi aventura. Como esperaba, ella empieza por enfadarse: pero ¿por qué me ha dado por correr como un atleta de veinte años? ¿Y por qué no la he llamado desde el hospital? ¡Habría ido a verme enseguida! La tranquilizo durante un buen rato; al final, se calma.

—En cualquier caso, las carreras en plena calle se han terminado, ¿eh?

—Venga, que ya me han dado la charla en el hospital…

Pero sonrío, divertido. Normalmente, soy yo quien se muestra paternal con Jeanne…

Ella retoma el tema del sacerdote y su tono se vuelve febril. Ahora que sabe que estoy fuera de peligro, la excitación estalla sin freno.

—Entonces, ¿el sacerdote existe? ¡Es increíble!

—No es el mismo, Jeanne… Éste era muy viejo, más bien bajo, con una mata de pelo blanco y los ojos azules… El de Roy es calvo, alto, con ojos verdes y más joven…

Jeanne suspira, perpleja.

—Dos sacerdotes… Cuanta más información reunimos, más confusión…

—Cada cosa a su tiempo, Jeanne.

Y le comunico nuestra cita con la hermana de Roy el lunes por la tarde.

—¿Cogemos mi coche? —propone.

—Si quieres…

Vuelve al asunto del sacerdote.

—Cuando te ha dicho que nunca lo dejaras salir…, ¿qué crees que pretendía insinuar? ¿Qué Roy es peligroso? ¿Realmente peligroso?

Me callo. Las dos puertas. Cerradas. A la espera.

—Tal vez.

Cambio de opinión.

—No sé…

Nos despedimos.

Durante toda la tarde, veo la tele haciendo esfuerzos sobrehumanos para no fumar. Casi consigo olvidarme de Roy.

Casi.

Capítulo 14

E
SPERO la llegada de Jeanne. Como Hélène no ha regresado aún, le dejo un mensaje:

«Me he marchado a una reunión de trabajo. Volveré sobre las once. Lo siento, pero no puedo faltar. Si me esperas levantada, hablaremos. Estoy impaciente por verte».

A las ocho menos cuarto, monto en el Honda Civic de mi compañera. En el asiento del copiloto, me sorprendo al encontrar el cuaderno de artículos de Roy.

—¿Qué haces con esto?

—Te lo explicaré por el camino.

Circulamos por la autopista Ville-Marie y luego cogemos la salida del puente Champlain.

—¿Y bien?

—He encontrado el número de Patrick Michaud y le he llamado. Le he dicho que necesitábamos el cuaderno y he pasado a buscarlo esta tarde.

—¿Te ha hecho preguntas?

—Le he contestado que estábamos avanzando. Para tranquilizarlo.

—¿Y por qué el cuaderno?

Jeanne busca en el bolso con mano experta, sin apartar los ojos de la carretera, y saca una hoja de papel. La observo maniobrar con admiración. Muchas veces, he intentado encontrar cosas en el bolso de Hélène sin éxito.

Me tiende el papel y me explica:

—Esto nos lo dio Monette en el Maussade, ¿te acuerdas? Había confeccionado la lista de todos los artículos de periódicos del cuaderno y los había relacionado con los libros de Thomas Roy.

Me acuerdo, sí. Cojo la lista.

—La guardé —continúa Jeanne—. Lee el principio.

—Pero ya lo hice, lo recuerdo…

—Léelo de todas maneras.

Me pongo las gafas suspirando y obedezco.

FE MORTAL, relato publicado en marzo de 1974.

Artículo relacionado: «Un sacerdote muere en un accidente de circulación», aparecido en diciembre de 1973 (
Le Journal de Québec
).

UN GOLPE DE MÁS, relato publicado en noviembre de 1974.

Artículo relacionado: «Suicidio de un vagabundo», aparecido en abril de 1974 (
Le Journal de Montréal
).

Arrugo el ceño y releo el primer párrafo. Es verdad, lo había olvidado: el primer artículo trata de la muerte de un sacerdote…

—Quería comprobar con el cuaderno si esto concordaba —explica Jeanne.

Abro el cuaderno por la primera página. En efecto, se trata de un artículo de diciembre de 1973 que relata la muerte de un sacerdote en un accidente de circulación.

—¿Crees que… todo comenzó entonces? ¿Que en ese momento soñó con el sacerdote por primera vez?

Jeanne se encoge de hombros.

—Tal vez. Pero quizás el sacerdote muerto en el accidente es el que se le aparece a Roy en sueños…

Reflexiono en voz alta:

—Roy tenía diecisiete o dieciocho años… Habría presenciado el accidente de coche y, desde entonces, estaría obsesionado con este sacerdote… Obsesionado hasta el punto de creer que él lo guía…

Tengo la impresión de que algunas piezas del puzle encajan y, de pronto, siento que respiro con más facilidad.

—Eso —comenta Jeanne— sería la explicación más lógica. La más racional. Pero no lo aclara todo.

—Es verdad…

Examino la lista unos instantes más y la guardo en el bolsillo de la chaqueta.

Poco antes de las ocho y media, llegamos a Saint-Hyacinthe y, después de preguntar en una gasolinera, encontramos el bar en cuestión. Es un sitio sobrio, limpio y con música tranquila. El calor es abrasador y la terraza está casi llena, pero tengo la sensación de que Claudette Roy nos espera dentro.

En la barra, no hay nadie. Jeanne me señala a una mujer sola, sentada en el fondo del local. Nos mira con atención. Nos dirigimos hacia ella.

—¿La señora Claudette Roy?

La mujer, de cuarenta y tantos años, tiene el cabello largo y negro, la cara ovalada y los rasgos delicados. Resultaría más hermosa sin ese aire cansado y esa mirada desafiante.

—El doctor Lacasse, supongo.

Sonrío tendiéndole la mano. Ella la estrecha sin entusiasmo. Echa una mirada sombría a Jeanne.

—Creí que vendría solo.

—La doctora Marcoux trabaja conmigo en el caso de su hermano.

La mujer asiente con la cabeza.

—¿No quiere que vayamos a la terraza? Aquí hace calor, ¿no?

—Preferiría que nos quedásemos dentro…

No insisto y nos sentamos. Pedimos nuestras consumiciones a la camarera mientras la señora Roy mira el vientre de mi colega. Su rostro se suaviza un poco.

—¿De cuánto está?

—De algo más de ocho meses —responde Jeanne con orgullo.

—¿Es su primer hijo?

—Sí, estoy muy emocionada.

—Lo comprendo.

—¿Usted tiene hijos?

—Sí, dos.

Aunque mantiene su cerrazón, la señora Roy parece un poco más conciliadora. Sonrío para mis adentros. Perfecto. Este entendimiento tácito entre madres debería facilitar las cosas.

La camarera viene con nuestras bebidas y luego se aleja. Cruzo las manos encima de la mesa.

—Pues bien, señora Roy, nos gustaría que nos hablara sobre su hermano, cuando era más joven…

—Espero que esto no se prolongue. Como saben, no estoy aquí por propia voluntad…

—Lo sabemos, señora Roy, y se lo agradecemos sinceramente…

Saco una libreta y un bolígrafo; luego me seco la frente. Dios mío, ¡qué calor!

—Usted me dijo que su hermano fue adoptado, ¿verdad?

—Sí.

—Explíquemelo.

La mujer suelta un pequeño suspiro, se cruza de brazos y explica sin ganas:

—No hay mucho que decir… Cuando yo tenía seis años, mis padres se dieron cuenta de que no podían tener más hijos. Entonces decidieron adoptar a un niño.

—¿Cómo fue la adopción? ¿Su hermano procede de un país extranjero?

—No. En esa época vivíamos en Lac-Prévost, cerca de Quebec. Habría un orfanato en la zona… Thomas tenía unos meses cuando se lo dieron a mis padres.

—¿Considera que tuvo una infancia feliz? ¿Que sus padres lo quisieron como a un verdadero hijo?

Siento cómo Jeanne se agita, impaciente. Debe de encontrar mis preguntas demasiado «racionales». Y es evidente que el calor le sienta peor que a mí.

La señora Roy, cruzada de brazos, hace una pequeña mueca y dice por fin:

—Sí… Durante el poco tiempo que lo criaron, diría que sí…

—¿Durante el poco tiempo? ¿Qué quiere decir?

La mujer suspira de nuevo.

—Mis padres murieron en un viaje por Europa. El autobús de turistas donde iban cayó por un precipicio, en los Alpes. Yo tenía dieciocho años y Tom doce.

—Oh, lo siento…

Ella se encoge de hombros.

—De eso hace ya mucho tiempo…

—¿Cree que esta muerte marcó mucho a su hermano?

Claudette Roy sonríe por primera vez, con cinismo.

—¿Eso es lo que esperan? Un trauma infantil que explique lo que le ha ocurrido, ¿eh? No sé lo que le ha pasado, pero si está en el manicomio, no debe de ser muy divertido…

—No es un manicomio, señora Roy —corrige suavemente Jeanne.

La mujer ignora la observación y suelta con rencor:

—Thomas no se quedó traumatizado por la muerte de nuestros padres. En absoluto.

—¿Está segura?

—¿Si estoy segura?

Su sonrisa se vuelve amarga.

—Yo lo cuidaba en casa mientras nuestros padres estaban de viaje. Cuando la policía nos comunicó la noticia, Thomas no derramó ni una lágrima. ¡Ni una! Por la noche, cuando fui a su habitación para consolarlo, no parecía realmente triste, ¡qué le voy a decir! Yo lloraba como una Magdalena y él sólo dijo: «De todas maneras, no eran mis verdaderos padres…». Es bastante fuerte, ¿verdad?

En efecto, no contaba en absoluto con esto. Jeanne, en tono empático, murmura:

—Imagino que le debió resultar muy duro oír eso…

La señora Roy entorna los ojos y la mira durante un rato. Sin duda, se pregunta hasta dónde debe llegar.

—Le voy a confesar una cosa… Le mentí por teléfono el otro día cuando le dije que no quería a mi hermano. Hasta la muerte de mis padres, quería mucho a Tom. Era mi hermano pequeño y estaba orgullosa de él; no sabe hasta qué punto. Pero cuando me dijo eso sobre papá y mamá… Algo se rompió. Para siempre…

Se recuesta en la silla, con los brazos aún cruzados.

—Entonces decidí que él tampoco era mi verdadero hermano.

Jeanne y yo nos callamos unos segundos, incómodos.

—Después de la muerte de sus padres, ¿se separaron? —pregunta mi compañera.

—Yo tenía dieciocho años, ya era adulta. En el testamento, mis padres deseaban que cuidara de Tom hasta su mayoría de edad. Con el dinero que nos dejaban, podía hacer frente a nuestras necesidades. Además, yo heredaba la casa. Pero ya no quería a mi hermano, como les he dicho. En cualquier caso, cuidé de él hasta que cumplió dieciocho años… para respetar la memoria de mis padres…

—Pero, en las semanas o en los años siguientes, ¿Thomas tuvo… remordimientos por su indiferencia? ¿Esto lo trastornó?

—Quiere saber si ya estaba un poco loco cuando era más joven, ¿no?

Corrijo con paciencia:

—Thomas no está loco.

—No sé cómo está y, además, no me interesa. Pero si quieren saber si ya era raro cuando era un muchacho, puedo afirmar que sí…

—¿Qué quiere decir?

—¿Saben lo que hizo una o dos semanas después de la muerte de mis padres? Me enseñó un cuento que acababa de escribir. ¡Trataba sobre la muerte de dos adultos en un autobús! La redacción era tosca, pero describía los cuerpos hechos pedazos, los supervivientes que pedían ayuda, la sangre sobre la chatarra… ¡A los doce años!

A pesar del calor, siento que se me pone la piel de gallina en los brazos. La señora Roy se deja llevar por la indignación y prosigue:

—¡Lo leía y no lo creía! ¡Le pregunté cómo había podido utilizar la muerte de papá y mamá para escribir semejante horror! ¡No lo comprendió! ¡Se preguntaba por qué me disgustaba! Rompí el relato delante de él y se marchó llorando. ¡Cuando nuestros padres murieron, ni una lágrima! Pero ¡cuando rompí su cuento, entonces sí…!

—¿Había escrito otros cuentos antes?

—En cualquier caso, era la primera vez que me enseñaba uno… Después escribió muchos, pero yo me negaba a leerlos. No quería volver a leer nada escrito por él. Ni siquiera en la actualidad, ahora que es famoso, leo sus novelas…

Siento que vamos a algún sitio con esta conversación, que vamos a llegar más lejos de lo que Jeanne y yo esperábamos…, pero aún no sé a dónde.

—¿Pasaron…?

Me paro. Dios mío, ¡qué calor! Bebo un trago de cerveza.

—¿Pasaron… otras cosas singulares en los años siguientes?

La mujer se frota la frente, vagamente exasperada.

—Escuche, les he dicho más de lo que quería contar al principio, me parece que…

—Un sacerdote murió en un accidente de circulación en 1973, en la zona de Quebec —la corta de pronto Jeanne—. ¿Lo conocía su hermano?

Jeanne ha sido directa, pero, en el fondo, ¿no es eso lo que yo también quería saber? Cuando veo la consternación en la cara de Claudette Roy, comprendo que mi compañera ha dado en el blanco.

La señora Roy nos mira a ambos alternativamente, atónita, como si le hubiésemos comunicado que estuviera acusada de asesinato.

—¿Quién… qué… cómo saben eso?

Siento una especie de satisfacción egoísta al verla tan estupefacta. Desde hace algún tiempo, siempre nos toca a Jeanne y a mí encajar las noticias increíbles, las revelaciones impactantes. Ser el que, por una vez, sorprende a alguien me causa un placer vano, pero legítimo.

—Sabemos que un sacerdote murió en la zona de Quebec en 1973 y que su hermano, poco tiempo después, publicó su primer relato, que trataba sobre un tema similar. Nos preguntábamos si había sido… testigo del accidente…

Por primera vez, la mujer parece tomarnos en serio.

—¿Son psiquiatras o detectives?

En este preciso momento, me costaría mucho trabajo responder. Pero le dedico una gran sonrisa para tranquilizarla, aunque no siento ningún deseo de sonreír, la verdad.

—Tratamos a su hermano y cualquier información sobre él puede ser útil. Además, la muerte del sacerdote salió en los periódicos, no es ningún secreto…

Un destello de inquietud cruza la mirada de la mujer y pregunta con una voz menos firme:

—Es grave lo que le ocurre a Tom, ¿eh? Es más que una ligera depresión…, ¿verdad?

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