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Authors: Fernando Savater

Tags: #Ensayo filosófico

El valor de educar (13 page)

¿Y qué decir de la filosofía, cuyos manuales de bachillerato ofrecen ristras de nombres agrupados en equipos opuestos (estoicos contra epicúreos, idealistas contra materialistas, etc.) que parecen a menudo la guía telefónica de los grandes filósofos, salvo que no figura ningún número al que llamarles para rescatar a los jóvenes del hastío y la confusión? Por no mencionar la delectación académica en una jerga lo más oscura y artificiosa posible, quizá apta para iniciados pero no desde luego para los que intentan iniciarse. He llegado a conocer un libro introductorio tan simpático que ya en el segundo tema llenaba las páginas de fórmulas algebraicas, triunfalmente impuestas por lo visto para desanimar a los remisos. ¡Nada de concesiones demagógicas a la curiosidad adolescente, la mayoría de cuyas preguntas son espontáneamente metafísicas! Más vale que huyan si no están dispuestos a someterse al ascetismo de lo enigmático o lo arduo... Repasando esos bodrios inaguantables le viene a uno a la memoria la resplandeciente lección de Montaigne, expuesta precisamente en el ensayo dedicado a la instrucción de los niños: «Es un gran error pintar la filosofía como algo inaccesible a los niños, dotada de un rostro ceñudo, puntilloso y terrible. ¿Quién me la enmascara con ese falso rostro, pálido y repulsivo? No hay nada más alegre, más marchoso, más regocijante y hasta me atrevo a decir que más travieso. No predica más que fiesta y buenos ratos. Un semblante triste y crispado demuestra que ahí no tiene cabida.» Quienes hemos intentado romper la triste máscara y seducir en vez de intimidar sufrimos el desahucio de los colegas, aunque la amplia aceptación popular de humildes esfuerzos divulgadores como
El mundo de Sofía
, de Jostein Gaarder, o mi
Ética para Amador
prueban al menos que hay formas de abordar inicialmente los temas filosóficos que despiertan complicidad y no fastidio en los neófitos, único medio de estimularles para que luego prosigan por sí mismos el estudio comenzado. Los sesudos dómines consideran trivial cuanto se dice con sencillez. Aclaremos una vez más, en beneficio de catedráticos germanizantes y críticos literarios deconstruccionistas, la diferencia entre lo uno y lo otro: trivialidad es lo que se le queda en la cabeza a un imbécil cuando oye algo dicho con sencillez.

¿Por qué las materias docentes, sean cuales fueren, son demasiado a menudo enseñadas de una manera —por decirlo suavemente— ineficaz, que agobia sin ilustrar y que expulsa del conocimiento en lugar de atraer hacia él? Dejemos a un lado la incompetencia eventual de algún profesor o la no menos episódica dureza de mollera de algún alumno; apartemos o pongamos entre paréntesis las malas influencias sociales de las que tanto se reniega, como son la seducción hipnótica de la televisión que aleja de los libros, la prisa por obtener resultados rentables a corto plazo que impide el necesario sosiego escolar, los grandes exámenes de estado tipo selectividad cuyo carácter crucial fagocita fatalmente todo aprendizaje como el
maelstrom
de Poe devoraba a los barcos, etc. Sin descartar el apoyo de las demás, yo creo que la principal causa de la ineficacia docente es la
pedantería
pedagógica. No se trata de un trastorno psicológico de unos cuantos, sino de la enfermedad laboral de la mayoría. Después de todo, la palabra «pedante» es voz italiana que quiere decir «maestro», sin ninguna connotación peyorativa en principio, tal como la define Covarrubias en su
Tesoro de la lengua
o la utiliza Montaigne en el ensayo
Du pédantisme
. De modo que la pedantería, ¡ay!, es un vicio que nace de la vocación de enseñar, que la acompaña como una tentación o un eco maligno y que en casos graves puede llegar a esterilizarla por completo.

Intentaré esbozar los rasgos de la pedantería, quizá incurriendo ocasionalmente en ella (todos los profesores somos pedantes al menos a ratos, como todo vigilante nocturno está sujeto a padecer insomnio o todo aduanero puede confundir a veces el celo profesional con la vana suspicacia). La pedantería exalta el conocimiento propio por encima de la necesidad docente de comunicarlo, prefiere los ademanes intimidatorios de la sabiduría a la humildad paciente y gradual que la transmite, se centra puntillosamente en las formalidades académicas —que en el mejor de los casos sólo son rutinas útiles para quien ya sabe— mientras menosprecia la estimulación cordial de los tanteos a veces desordenados del neófito. Es pedantería confundir, deslumbrar o inspirar reverente obsecuencia con la tarea de ilustrar, de informar o incluso de animar al aprendizaje. El pedante no abre los ojos a casi nadie, pero se los salta a unos cuantos. Todo ello, por qué no, con buena intención y siempre con autocomplaciente suficiencia.

Francois de Closets apunta una de las posibles genealogías de la pedantería y señala también el más frecuente de los errores que provoca en cuanto a método pedagógico. Un origen común del pedantismo es que gran parte de los profesores fueron alumnos
demasiado
buenos de la asignatura que ahora tienen que enseñar. Por eso no comprenden que haya estudiantes que no compartan espontáneamente la afición que a ellos les parece una obligación intelectual evidente por sí misma: consideran que todo el mundo debería prestar a su disciplina la misma primacía que ellos le otorgan y los remisos les resultan algo así como adversarios personales. El profesor que quiere enseñar una asignatura tiene que empezar por suscitar el deseo de aprenderla: como los pedantes dan tal deseo por obligatorio, sólo logran enseñar algo a quienes efectivamente sienten de antemano ese interés, nunca tan común como suelen creer. Para despertar la curiosidad de los alumnos hay que estimularla con algún cebo bien jugoso, quizá anecdótico o aparentemente trivial; hay que ser capaz de ponerse en el lugar de los que están apasionados por cualquier cosa
menos
por la materia cuyo estudio va a iniciarse. Y esto nos lleva a la equivocación metodológica de la pedantería: empezar a explicar la ciencia por sus fundamentos teóricos en lugar de esbozar primero las inquietudes y tanteos que han llevado a establecerlos. Cada ciencia tiene su propia lógica epistemológica que favorece el avance de la investigación en ese campo, pero esa lógica casi nunca coincide y en muchos casos difiere radicalmente de la lógica pedagógica que debe seguirse para iniciar a los neófitos en su aprendizaje. No se puede empezar por el estado actual de la cuestión, tal como parece establecido hoy por los sabios especialistas, sin indicar los sucesos y necesidades prácticas que llevaron poco a poco a los planteamientos teóricos actuales. A veces es pedagógicamente más aceptable enseñar una materia desde teorías que ya no están totalmente vigentes para las autoridades de vanguardia pero que son más comprensibles o más estimulantes para quienes comienzan. Lo primordial es abrir el apetito cognoscitivo del alumno, no agobiarlo ni impresionarlo. Si su vocación le llama por ahí, ya tendrá tiempo de profundizar ese aprendizaje, enterarse de los descubrimientos más recientes y hasta descubrir por sí mismo. Adoptar desde el comienzo los aires enfurruñados del tecnicismo (quizá vitales para el especialista, pero que tienen muy poco que ver con la vitalidad de quien no lo es) no sólo no le convencerán de la importancia del estudio que se le propone sino que le disuadirán de él, persuadiéndole en cambio de que es algo ajeno a sus intereses o placeres.

El pedante se dirige a sus alumnos como si estuviese presentando una comunicación ante un congreso de sus más distinguidos y exigentes colegas, todos los cuales llevan años dedicados a la disciplina de sus desvelos. Pero como la mayoría de los jóvenes no demuestran el debido entusiasmo ni la comprensión requerida, se desespera y los maldice. He conocido profesores de bachillerato indignados por lo ignorantes que son sus alumnos, como si la obligación de sacarles de esa ignorancia no fuese suya. En el fondo, el problema del pedante es que no quiere enseñar a neófitos sino ser admirado por los sabios y probarse a sí mismo que vale tanto como el que más. La humildad del maestro, en cambio, consiste en renunciar a demostrar que uno ya está arriba y en esforzarse por ayudar a subir a otros. Su deber es estimular a que los demás hagan hallazgos, no pavonearse de los que él ha realizado. Pero ¿puede hacer descubrimientos un párvulo? Naturalmente que sí: cuanto menos se sabe, más se puede descubrir si a uno alguien le enseña con arte y paciencia. No serán probablemente descubrimientos desde la perspectiva de la ciencia misma, sino desde el punto de vista de quien se está iniciando en ella. Pero son esos hallazgos personales de cosas que «ya todo el mundo sabe», como comentan sarcásticamente los malos enseñantes, los que aficionan a los adolescentes a buscar, a inquirir y a seguir estudiando. El profesor de bachillerato no puede nunca olvidar que su obligación es mostrar en cada asignatura un panorama general y un método de trabajo a personas que en su mayoría no volverán a interesarse profesionalmente por esos temas. No sólo ha de limitarse a informar de los hechos y las teorías esenciales, sino que también tiene que intentar apuntar los caminos metodológicos por los que se llegó a ellos y pueden ser prolongados fructuosamente. Informar de lo ya conseguido, enseñar cómo puede conseguirse más: ambas tareas son imprescindibles, porque no puede haber «creadores» sin noticias de lo fundamental que les precede —todo conocimiento es transmisión de una tradición intelectual— ni sirve de nada memorizar fórmulas o nombres a quien carece de guía para la indagación personal. Como justificado rechazo de una enseñanza decrépita constituida por letanías memorísticas, la pedagogía contemporánea tiende en exceso a minimizar la importancia del adiestramiento de la memoria, cuando no a satanizarla a modo de residuo obsoleto de épocas educativamente oscuras. Sin embargo no hay inteligencia sin memoria, ni se puede desarrollar la primera sin entrenar y alimentar también la segunda. El ejercicio de recordar ayuda a entender mejor, aunque no pueda sustituir a la comprensión cuando ésta se ausenta del todo. Como bien señala Juan Delval: «La memoria es un sistema muy activo de reelaboración de la experiencia pasada, siempre que lo recordado tenga algún significado. Recuerdo y comprensión son indisociables.»

Pero sobre todo el profesor tiene que fomentar las pasiones intelectuales, porque son lo contrario de la apatía esterilizadora que se refugia en la rutina y que es lo más opuesto que existe a la cultura. Y esas pasiones brotan de abajo, no caen desde el olimpo de los que ya creen saberlo todo. Por eso no hay que desdeñar el lenguaje llano, ni las referencias a lo popular, ni el humor sin el cual la inteligencia no es más que un estofado de imbecilidades elevadas. En el campo de las letras esto es particularmente importante (o quizá me lo parece a mí porque no estoy familiarizado de igual modo con los estudios científicos). No se puede pasar de la nada a lo sublime sin paradas intermedias; no debe exigirse que quien nunca ha leído empiece por Shakespeare, que Habermas sirva de introducción a la filosofía y que los que nunca han pisado un museo se entusiasmen de entrada por Mondrian o Francis Bacon. Antes de aprender a disfrutar con los mejores logros intelectuales hay que aprender a disfrutar intelectualmente. Se lo contó muy bien George Steiner a R. A. Sharp en una entrevista publicada por la
Paris Review
: «¡Dios santo, el empeño en tener razón! ¡El empeño que ponen nuestros académicos en moverse con la máxima seguridad! Llevo cuarenta años preguntando a mis alumnos qué leen, qué autores vivos les gustan hasta el punto de leer incluso sus obras menores. Si no coleccionan las obras de ningún autor, sé que en mi profesión no llegarán a ninguna parte. Y si alguien me dice que colecciona obras de Zane Grey, si lo vive apasionadamente, si lo colecciona y lo estudia, me digo ¡estupendo! He aquí un alma que seguro que se salvará.» Si esto es válido para los estudiantes universitarios a los que enseña Steiner, imagínense para los de bachillerato.

No, nada tiene que ver la crisis de las humanidades con que se profesen tantas horas de latín o de filosofía en el bachillerato, ni tampoco con que se estudien más ciencias que letras o viceversa (lo que en cierto sentido puede ser aún peor). La unilateralidad intelectual nunca es beneficiosa ni desde luego
humanista:
es lamentablemente pintoresco que Charles Darwin considerase un aburrimiento soporífero las obras de Shakespeare, pero los poetas que no saben sumar dos y dos y creen que la teoría de la relatividad de Einstein asegura que todo es relativo tampoco son modelos a seguir. Ni nos sirven esos apresurados dañinos siempre dispuestos a inferir —si son de letras— la libertad humana del principio de incertidumbre de Heisenberg o —si son de ciencias— a proclamar que por más que escudriñan el cielo con sus telescopios no logran ver a Dios. Más próximos a nuestro ideal podrían estar aquellos
virtuosi
de finales del siglo XVI y comienzos del XVII, científicos/filósofos de los que habla José Manuel Sánchez Ron en su
Diccionario de la ciencia;
uno de sus más distinguidos exponentes, Robert Boyle (cuyo apellido, unido al de Mariotte, memorizamos todos en el colegio al aprender una ley física), enumera estas cuatro ventajas de su culta cofradía: «1) Que el
virtuoso
no es arrastrado por opiniones y estimaciones vulgares; 2) que pueden valorar placeres y ocupaciones de naturaleza espiritual; 3) que siempre puede encontrar ocupaciones agradables y útiles, y de esta manera escapar a los peligros a los que expone la ociosidad; 4) que sabe lo que es la dignidad y reconoce a un loco.» No es mal programa, aunque podríamos citar otros muchos alternativos pergeñados por tantos humanistas que a lo largo de los siglos no opusieron excluyentemente las ciencias a las letras ni las artes a la industria, sencillamente porque tal dicotomía es lo menos humanista que quepa imaginar. Sólo los semicultos, que tanto abundan en nuestras latitudes, ponen los ojos en blanco cuando oyen hablar de «filosofía» o «literatura» y bufan cuando se les mencionan las matemáticas o la física.

Un poco por debajo de quienes hoy se empeñan en mantener en el terreno educativo estas hemiplejias anticuadas (por lo común movidos por intereses más personalmente alimenticios que genéricamente culturales) están los predicadores que consideran inevitable nuestra deshumanización (?) por culpa de los ordenadores, los vídeos, Internet y otros inventos del Maléfico. Para empezar, dado lo canalla que suele ser cuanto se disculpa diciendo que es un comportamiento «muy humano», tentado está uno de pensar que deshumanizarnos un poco podría sernos favorable en lo que a decencia toca. Pero lo cierto es que ninguno de tales instrumentos tiene por qué perturbar en modo alguno nuestra humanidad, ni siquiera nuestro humanismo. Son herramientas, no demonios; surgen del afán de mejorar nuestro conocimiento de lo remoto y de lo múltiple, no del propósito de vigilar, torturar o exterminar al prójimo: si finalmente se los emplea para tales fechorías, es culpa de cualquiera menos de las máquinas. En el siglo XIX, serios doctores diagnosticaron que ver pasar vacas y árboles desde un ferrocarril a la demencial velocidad de veinte kilómetros a la hora no podía por menos de causar irreversibles trastornos psíquicos a los viajeros. Otros habían hecho antes profecías no menos lúgubres respecto a la imprenta, por no mencionar los recelos escalofriantes que rodearon la popularización del teléfono. Es regla general que tales herramientas no sólo no deshumanicen a nadie sino que sean enseguida puestas al servicio de lo más humano, demasiado humano: en Internet, por ejemplo, el entusiasmo ya patente por la pornografía y el cotilleo puede tranquilizar a los más suspicaces a tal respecto. En su día, el invento que Gutenberg quería poner al servicio de la Biblia y otras obras piadosas sirvió enseguida para convertir en
bestseller
el
Gargantúa
de Rabelais. Etc. Por supuesto, tan erróneo es el dictamen apocalíptico que certifica la abolición del espíritu por culpa de los ordenadores como la beatitud trivial de quienes creen que la inteligencia de esos aparatos logrará darles la agilidad mental de la que carecen.

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